“Una mujer con un absceso dental murió de septicemia en pocos días”. Así lo documentó Germaine Tillion, etnóloga y prisionera en Ravensbrück, quien, durante su cautiverio, recopiló datos sobre la vida y la muerte en el campo, ocultando su investigación bajo la apariencia de recetas de cocina. Este tipo de detalles, recogidos en notas dispersas entre compañeras de confianza, se convirtieron en pruebas fundamentales para los juicios posteriores contra los responsables nazis. La historia de cómo un pequeño grupo de francesas sobrevivió, resistió y luchó por el reconocimiento de su sufrimiento en el único campo de concentración exclusivamente femenino del Tercer Reich es el eje de The Sisterhood of Ravensbrück (“La Hermandad de Ravensbrück”), el libro de Lynne Olson.
La obra de Olson se distingue por centrar su atención en las resistentes francesas que llegaron a Ravensbrück a partir de 1942. A diferencia de investigaciones previas, como la de Sarah Helm, que abarcó el conjunto del campo y se benefició de la apertura de archivos tras la caída del Telón de Acero, Olson sigue el recorrido de estas mujeres desde su arresto y deportación hasta su papel activo en la búsqueda de justicia y reparación tras la guerra. El relato se apoya en la reconstrucción de sus estrategias de supervivencia y resistencia, así como en la forma en que, una vez liberadas, articularon una campaña coordinada para que el mundo reconociera la magnitud de lo vivido.
Ravensbrück, situado a 80 kilómetros al norte de Berlín, fue diseñado para albergar a 3.000 mujeres, pero llegó a concentrar a más de 45.000 prisioneras: judías, romaníes y otras personas consideradas enemigas por el régimen nazi. Las condiciones eran extremas: una sola letrina para cada 200 internas, atención médica que solía resultar letal y enfermedades menores que se convertían rápidamente en sentencias de muerte. En seis años, alrededor de 40.000 mujeres murieron por hambre, enfermedad, tortura, experimentos médicos y, desde diciembre de 1944, por la acción de una cámara de gas instalada apresuradamente cuando los nazis calcularon que no lograrían exterminar a todas las prisioneras mediante el trabajo forzado en la fábrica Siemens cercana.
La credibilidad de los testimonios sobre Ravensbrück siempre estuvo en entredicho, como subraya Olson en su libro. El campo fue liberado tarde, lo que permitió a las SS destruir gran parte de la documentación incriminatoria. Además, la ausencia de imágenes —ningún camarógrafo acompañó al ejército soviético cuando abrió las puertas el 30 de abril de 1945— dificultó que el horror de Ravensbrück quedara grabado en la memoria colectiva, a diferencia de lo ocurrido con Auschwitz o Dachau. Esta falta de pruebas visuales y documentales complicó la tarea de las supervivientes, que debieron encontrar formas alternativas de registrar y transmitir su experiencia.
Las resistentes francesas, clasificadas por los nazis bajo el decreto Nacht und Nebel (“noche y niebla”), estaban destinadas a desaparecer sin dejar rastro. Olson describe cómo estas mujeres supieron aprovechar esa condición ambigua para organizar redes clandestinas dentro del campo: se desplazaban entre barracones durante la noche para repartir medicinas, transmitían mensajes a través de las tuberías y promovían huelgas en las fábricas de municiones. Su actitud, marcada por una “insolencia gala”, les permitió desafiar a los guardianes alemanes sin revelar nunca el alcance de su desafío.
La dificultad para ser creídas tras la liberación llevó a figuras como Tillion a documentar meticulosamente lo ocurrido. Tras la guerra, Tillion publicó su obra fundamental, Ravensbrück, en 1946, ampliándola con nuevas fuentes hasta la edición definitiva de 1988. Sin embargo, ninguna editorial francesa quiso asumir la publicación inicial, que finalmente apareció bajo un sello suizo, reflejo de la resistencia de Francia a confrontar su propio pasado de colaboración y ocupación.
Frente a este olvido deliberado, las supervivientes fundaron la Asociación Nacional de Antiguas Deportadas y Prisioneras de la Resistencia (ADIR), desde la que reclamaron vivienda, atención médica y empleo para las exinternas. Según el periódico inglés The Guardian, la fase de lucha colectiva por el reconocimiento y la justicia constituye el desenlace más potente del libro de Olson. El mayor reto de la ADIR fue lograr que los responsables de Ravensbrück comparecieran ante la justicia: de 38 acusados, 19 fueron ejecutados y el resto recibió penas de prisión o fue absuelto. La falta de pruebas escritas seguía siendo el principal obstáculo, ya que los testimonios orales, por convincentes que resultaran, podían ser descartados como “rumores” por los abogados defensores.
La persistencia de las resistentes francesas resultó decisiva en casos como el del excomandante Fritz Suhren, arrestado en 1950 mientras trabajaba como camarero en una cervecería de Berlín. En ese proceso, por primera vez, se admitieron las notas originales de Tillion, quien demostró que Suhren había firmado la orden de ejecución de 500 mujeres el 6 de abril de 1945. El 12 de junio de 1950, Suhren fue fusilado.