¿Cómo era posible que aquel coronel, tan intolerable para la izquierda como para la derecha clásicas ocupara de tal manera el centro de la escena política sin contar con el apoyo de ninguna estructura partidaria existente y ostentara simultáneamente los cargos de vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión?

La presión político-empresarial caló finalmente en el frente militar y un golpe interno encabezado por el general Ávalos, que se soñaba presidente, detuvo al coronel y lo envió a Martín García en la madrugada del 14 de octubre de 1945. Al día siguiente, su médico personal, el capitán Miguel Ángel Mazza, obtuvo permiso de la Marina para visitarlo en la isla. Mazza se había entrevistado previamente con los coroneles Domingo Mercante, su operador en Buenos Aires, y Franklin Lucero.

Juntos habían elaborado un plan para traer a Perón de regreso a Buenos Aires. El médico presentaría unas viejas placas radiográficas de Perón que daban un diagnóstico de “elevación cupuliforme del hemidiafragma derecho, cuyo probable origen tumoral debe ser imprescindible e impostergablemente dilucidado por el examen clínico y de laboratorio en un ambiente hospitalario”. Mazza agregaba que “efectivamente, el clima húmedo de su actual alojamiento le puede resultar sumamente desfavorable”, por lo cual se hacía urgente el traslado a la Capital.

El médico había recurrido a la historia clínica e hizo constar el antecedente de una congestión pulmonar contraída en La Quiaca en el otoño de 1931, cuando Perón cumplía funciones en la Comisión de Límites. A poco de llegar, Mazza le dio un efusivo abrazo al coronel y le advirtió al oído que no se dejara tocar por ningún médico. El doctor era portador de informaciones clave para el coronel: el frente militar estaba francamente dividido, ninguna guarnición del interior apoyaba a Ávalos y el movimiento obrero preparaba un paro y una gran movilización para pedir por su libertad.

Juan Perón, un dirigente que marcó la historia argentina.

En aquellos días de octubre, Juan Domingo Perón escribió varias cartas y comenzó a redactar lo que se convertiría en un folleto al que llamó “Dónde estuvo”, firmado bajo el seudónimo Bill de Caledonia, en memoria de uno de sus perritos. Perón le entregó cinco de aquellas cartas a Mazza. Una, para Ávalos, donde le pedía el traslado a Buenos Aires por razones médicas. Otra, para Domingo Mercante, que contenía una advertencia a quienes pudiesen leer el texto “de contrabando”:

Mi querido Mercante: Desde que me “encanaron” no hago sino pensar en lo que puede producirse si los obreros se proponen parar, en contra de lo que les pedí. […] Con todo, estoy contento de no haber hecho matar un solo hombre por mí, de haber evitado toda violencia. Ahora he perdido toda posibilidad de seguir evitándolo y tengo mis grandes temores que se produzca allí algo grave. De cualquier modo, mi conciencia no cargará con culpa alguna, mientras pude actuar lo evité, hoy anulado no puedo hacer nada.

Una tercera carta era para Evita y se convertiría en la más famosa al cabo de los años. En ella decía:

Mi tesoro adorado: Solo cuando nos alejamos de las personas queridas podemos medir el cariño. […] Hoy he escrito a Farrell pidiéndole que me acelere el retiro. En cuanto salga nos casamos y nos iremos a cualquier parte a vivir tranquilos. Que no te vaya a pasar nada porque entonces habrá terminado mi vida. Cuídate mucho y no te preocupes por mí; pero quiéreme mucho que hoy lo necesito más que nunca. Tesoro mío, tené calma y aprendé a esperar. Esto terminará y la vida será nuestra. Con lo que yo he hecho estoy justificado ante la historia y sé que el tiempo me dará la razón. Empezaré a escribir un libro sobre esto y lo publicaré cuanto antes; veremos quién tiene razón. Muchos, pero muchos besos y recuerdos para mi chinita querida. Perón.

Juan Domingo Perón y Evita.

La otra carta era para el presidente Farrell. En ella insistía sobre su situación jurídica y la ausencia de acusaciones concretas contra su persona y deslizaba, como quien no quiere la cosa: “No sé si represento algo para los trabajadores, para el ejército y la aviación; los años lo dirán”.

Como suponía Perón, varias de las cartas, entre ellas la dirigida a su mujer, fueron interceptadas. De acuerdo a lo prometido a Perón, al llegar a Buenos Aires, Mazza se entrevistó con Farrell y le planteó la necesidad de sacar al coronel de Martín García por problemas de salud. El médico se sorprendió al ver la buena disposición de Farrell para con Perón.

Pudo advertir que el presidente estaba rodeado, que tenía ganas de decirle muchas más cosas, pero temía ser escuchado por la gente de Ávalos y el ministro de Marina Vernengo Lima. El doctor también cumplió con la misión encomendada por Perón de transmitir directivas precisas a sus hombres en Buenos Aires, que venían concretando febriles reuniones en contacto permanente con los gremios. Los sindicalistas les transmitían el clima de efervescencia que se vivía en todo el ámbito laboral por la detención de Perón.

El 15 de octubre, Farrell le comunicó a Vernengo Lima que era necesario traer a Perón porque se encontraba enfermo. El marino desconfió y sugirió que se enviara una junta de médicos para guardar las formas. Farrell aceptó, pero pidió que, de todos modos, trajesen a Perón a Buenos Aires.

Vernengo Lima envió a los doctores José Tobías y Nicolás Romano, y al capitán Andrés Tropea. Perón siguió los consejos de Mazza para evitar que se descubriera su verdadero estado de salud. Como él mismo lo cuenta: “Me habían mandado una junta médica a la isla para ver si era indispensable mi traslado. ¡Eso sí que hubiera estado bueno! No me dejé tocar. ¡Si se avivaban, me dejaban de por vida en la isla!”.

En la madrugada del 17 de octubre se había recibido la orden que permitía a Perón embarcarse hacia Buenos Aires donde lo estaba esperando la Historia.

(…)

Perón partió junto a Farrell desde la residencia y llegó a la Casa Rosada a eso de las diez y media de la noche. En el despacho presidencial se escuchaban nítidamente los cantitos de la multitud:

¡La Patria sin Perón es un barco sin timón!

Perón no es un comunista, Perón no es un dictador, Perón es hijo del pueblo, del pueblo trabajador [Con la música de “La mar estaba serena”].

Salite de la esquina, oligarca loco, tu madre no te quiere, Perón tampoco.

Con Perón y con Mercante, la Argentina va adelante.

Aunque caiga un chaparrón, todos, todos con Perón.

¡Aquí están, estos son, los muchachos de Perón!

¡Vea, vea, vea, qué cosa más bonita, vinimos a la plaza a lavarnos las patitas!

Yo te daré, te daré, patria hermosa, te daré una cosa, una cosa que em-

pieza con P… Perón.

Que nadie lo discuta, Braden hijo de puta.

Los “descamisados”, que todavía no tenían ese apodo, habían hecho

antorchas con papel de diario y la Plaza tomaba un color y un calor inusitados. La Nación comentaba, enojada, que habían “acampado durante un día en la plaza principal, en la cual, a la noche, improvisaban antorchas sin ningún objeto, por el mero placer que les causaba este procedimiento”. Los lectores convendrán que no hay nada más placentero que improvisar antorchas. Pero como siempre, la historia oficial estaba mirando para otro lado y no registró estas crónicas. La luz dejaba ver rostros cansados, marcados por el sufrimiento y el trabajo, con una alegría inédita, con una esperanza incontenida. Todo ese pueblo ajeno a los tejes y manejes, y a las especulaciones que se habían urdido de uno y otro lado, estaba allí para dar testimonio de su definitiva existencia y de que ya nadie podría decidir nada sin tenerlo en cuenta.

Había aparecido exasperando a todos los que lo querían desaparecer.