Durante más de un milenio, los grandes eventos deportivos de la antigüedad reunieron a multitudes de todo el mundo griego y romano, que los convirtieron en el epicentro de la vida social y cultural.
Los Juegos Olímpicos antiguos, celebrados en Olimpia desde al menos el 776 a.C., no solo marcaron el inicio de una tradición que perduró hasta el siglo V d.C., sino que reflejaron la fascinación de las sociedades antiguas por el espectáculo y la competencia atlética.
Esta pasión por los certámenes deportivos, comparable en su magnitud y fervor a los grandes eventos contemporáneos, se extendió mucho más allá de los límites de Olimpia y abarcó una red de festivales que definieron el calendario y el imaginario colectivo de la época.
Los Juegos Olímpicos formaban parte de un selecto grupo de cuatro grandes certámenes atléticos en la antigua Grecia, conocidos como la “periodos” o ciclo. Junto a estos, se encontraban los Juegos Píticos en Delfos (establecidos en 586 a.C.), los Ístmicos en Corinto (582 a.C.) y los Nemeos en Nemea (573 a.C.). Cada uno de estos eventos, aunque centrado principalmente en competencias atléticas, también incluía pruebas musicales y otras manifestaciones culturales.
La organización de estos juegos seguía un ciclo regular: los Olímpicos y Píticos se celebraban cada cuatro años, mientras que los Nemeos e Ístmicos tenían lugar cada dos. Así, en un periodo de cuatro años, los atletas podían participar en todos los certámenes, con la posibilidad de competir en más de uno por año.
El prestigio de estos eventos se reflejaba en los premios otorgados a los vencedores, que consistían en coronas simbólicas: una de olivo en Olimpia, laurel en Delfos, apio en Nemea y pino en Corinto.
Estas coronas representaban la máxima gloria y excelencia, y su valor era tal que, como señaló el escritor ateniense Isócrates, “muchas ciudades consideran que quienes sobresalen en los certámenes atléticos merecen mayores recompensas que quienes, mediante el pensamiento y el esfuerzo, descubren algo útil”.
El título de periodonikes se reservaba para aquellos atletas que lograban la hazaña de vencer en los cuatro juegos dentro de un mismo ciclo, un logro comparable al “Grand Slam” del tenis moderno. Figuras como Ergoteles de Himera, corredor de fondo del siglo V a.C., consiguieron este estatus en dos ocasiones, lo que consolidó su lugar en la historia deportiva de la antigüedad.
La experiencia de los espectadores en estos certámenes resultaba tan intensa como la de los propios atletas. Los asistentes, provenientes de toda Grecia, acudían no solo para presenciar las competencias, sino también para disfrutar de la convivencia, la comida y la bebida.
El orador griego Dión Crisóstomo describió la motivación de los aficionados de manera sencilla: “Querían ver a los atletas y saciarse de comida y bebida”.
Las gradas se llenaban de entusiasmo, y la reacción del público ante las victorias fue descrita por Filóstrato con vívida emoción: “Los espectadores saltan de sus asientos y gritan, algunos agitan las manos, otros sus prendas, algunos saltan del suelo y otros se abrazan de alegría… estos hechos realmente asombrosos hacen imposible que los espectadores se contengan”. El ambiente festivo y la efusividad colectiva transformaban estos eventos en auténticas celebraciones populares.
Mientras que en Grecia la supremacía correspondía a las pruebas atléticas y las carreras de caballos, en Roma el espectáculo adquirió dimensiones aún más grandiosas y, en ocasiones, violentas. Los romanos desarrollaron espectáculos alternativos que incluían combates de gladiadores y batallas navales simuladas, conocidas como naumaquias.
Un ejemplo destacado fue la batalla naval organizada por el emperador Claudio en el lago Fucino, donde 19.000 combatientes, en su mayoría criminales, lucharon hasta la muerte ante una multitud que, según el historiador Tácito, llenó “las orillas, las colinas, las cumbres de las montañas, formando una especie de teatro pronto colmado por una multitud innumerable, atraída desde las ciudades vecinas y en parte desde la propia Roma”.
Estos espectáculos, que combinaban la destreza física con la brutalidad, demostraron la capacidad de la sociedad romana para transformar el deporte en un fenómeno de masas y en una herramienta de control social.
A pesar de los siglos transcurridos y de la evolución de las formas de entretenimiento, la atracción por los grandes espectáculos deportivos sigue vigente. Tal como sugiere The Conversation, aunque las formas cambiaron y la violencia extrema quedó atrás, la pasión colectiva por el deporte y el espectáculo continúa como un rasgo distintivo de la humanidad.