No era la primera vez que el profesor veía un acto de agresividad y hostigamiento en el patio de la escuela del Gran Buenos Aires en la que dicta clases de Geografía desde hace más de dos décadas. Pero nunca había escuchado que un grupo de adolescentes insultara a un compañero al grito de “man-dril; man-dril” “y que después lo amenazara: “te vamos a domar”.

Podría tratarse de un episodio apenas anecdótico, pero revela que entre los chicos ya se copian los insultos y los giros descalificantes que ha inventado el Presidente y que se expanden a gran escala a través de las redes sociales.

A la salida de una iglesia, y nada menos que el día en el que se rendía tributo al Papa, que acababa de morir, la vicepresidenta Victoria Villarruel fue agredida e insultada por un grupo de activistas. Una suerte parecida corrió en el mismo lugar la cronista de un canal de noticias al que solía acosar el kirchnerismo. Un vocero de esa facción, identificado con una radio y un sitio web militantes, denunció que fue golpeado en un lugar público por personas que lo abordaron por la espalda. Todos podrían asimilarse a ataques que ya hemos visto en el pasado, pero costaría desconectarlos de una escalada de crispación y de salvajismo verbal que se observa en estos días.

Durante casi veinte años, el kirchnerismo instaló la idea de que “el mérito no existe”. Deslegitimó la cultura del esfuerzo y habilitó mecanismos de igualación hacia abajo en los que el escalafón y la exigencia fueron percibidos como obstáculos y barreras que debían ser derribados. Al mismo tiempo, despreció el concepto de orden público y hasta ubicó a la ley penal en una zona de cumplimiento optativo o por lo menos difuso.

Aquellas distorsiones tienden ahora a ponerse en tela de juicio, pero aparece, exacerbada, otra idea que ya había introducido el populismo de izquierda: “las formas no existen”; “el respeto por el otro es un valor secundario”; “una discusión de tercer orden”, dijo el vocero presidencial. Desde el poder se practica un estilo patoteril y agresivo que contamina la atmósfera pública y tiende a marcar el tono de la época con registro intimidante.

En ese marco, las confusiones resultan pasmosas: “el Presidente tiene derecho a contestar a aquellos que lo critican”, justifican en el oficialismo. Por supuesto que lo tiene. ¿Pero desde cuándo el derecho a contestar incluye la prerrogativa de insultar, agraviar y descalificar al otro? Tal vez valga la pena consignar una minucia técnica: cuando se escribe “insulto presidencial”, el corrector automático de Word lo marca como un error. Y sugiere cambiarlo por “indulto presidencial”. Parece un corrector democrático, que prevé como facultad presidencial el indulto, pero no el insulto.

El ataque de Milei a todos los que lo criticaron

El poder, sin embargo, se ejerce sin corrector. Abundan, entonces, otras tergiversaciones: tienden a disfrazar los modales autoritarios, violentos e intolerantes como si fueran rasgos de espontaneidad, de franqueza y de coraje. Se pervierten virtudes fundamentales, asociándolas a desviaciones peligrosas, como si la frontalidad y la autenticidad habilitaran a decirle al otro cualquier cosa, sin inhibir el insulto ni el agravio gratuitos.

El oficialismo intenta instalar la idea de que “lo importante es otra cosa”, como si los códigos de convivencia, las reglas básicas del respeto, la prudencia y la moderación en el lenguaje fueran todas cuestiones secundarias, “de tercer orden”, o directamente banales e irrelevantes. Los que reclaman por las formas son tibios y pusilánimes, nostálgicos de una hipocresía que nos condujo al fracaso.

Manuel Adorni justificó en una entrevista las reacciones violentas del Presidente

Por supuesto que es fundamental que se estabilice la economía, se recupere una noción de equilibrio fiscal, se salga ordenadamente del cepo y se fortalezca la moneda. Se trata del mandato principal que recibió el Presidente en las urnas. ¿Pero puede ser a costa de las normas de convivencia? Supongamos que se cumplen los deseos de la inmensa mayoría: la economía efectivamente se encarrila y la Argentina empieza a crecer en un marco de sólida estabilidad. ¿Deberíamos por eso aceptar la agresión y la violencia retórica practicadas desde el Estado contra cualquiera que formule críticas, plantee dudas o disienta abiertamente? ¿Se justificaría que desde la cima del poder se incite al linchamiento en las redes sociales de aquellos que tengan una visión distinta sobre el rumbo del Gobierno? Son preguntas que se vinculan con la calidad de la democracia y con algo incluso más elemental: ¿queremos vivir en una sociedad que consiente y naturaliza el insulto como lenguaje oficial?

Venimos de un largo ciclo político en el que la palabra fue manipulada y bastardeada, donde el relato y la pose encubrían la corrupción y el despilfarro. Se había inaugurado allí un diccionario que acentuaba los antagonismos: los críticos eran “cipayos”, “fachos”, “destituyentes”. ¿Pasamos ahora a otra fase radicalizada en la que la palabra se usa como piedra arrojadiza? El nuevo glosario oficial incluye verbos como “domar” o “guantear”, además de un listado de insultos que se pronuncian con rabia y con tono desencajado, llegando al extremo, incluso, de incitar al odio.

La idea de “domar” es, tal vez, una de las más sintomáticas. Cualquiera que haya visto cómo se doman los caballos en el campo, o lo que se hacía antes con las fieras en los circos, sabrá que esa práctica incluye el uso del látigo o el rebenque. Se doma por la fuerza, a través del dolor que se le inflige al animal indómito para infundirle miedo. El objetivo es “amansar”, “domesticar” y “someter” para lograr obediencia. En el caso de los caballos, eso puede responder a la lógica propia del ámbito rural. ¿Pero no debería escandalizarnos que ese verbo se incorpore al lenguaje del poder?

“El Presidente contesta a los que mienten; no mientan y nadie les va a contestar”, afirma el vocero presidencial, atribuyéndose a sí mismo la vara para establecer qué es verdad y qué es mentira. También allí hay una creencia muy sintomática. Ver en un crítico a un mentiroso tiene que ver con la idea de “verdades absolutas”, un concepto esencialmente reñido con la diversidad y la complejidad que nutren cualquier debate plural y democrático. El que se cree portador de una única verdad ve como una “mentira” cualquier cosa que se aparte de ella, aunque solo sea por un milímetro. No hay lugar para las interpretaciones, las dudas, los matices: “es como yo digo o es mentira”. Y a los mentirosos “hay que domarlos”. Así se plantea un silogismo que nos conduce a un territorio peligroso, en el que se bordea la idea de criminalizar la disidencia. Se penaliza, además, al que eventualmente pueda errar en una previsión o un pronóstico, como si la economía y la política fueran ciencias exactas que transitan por caminos siempre lineales y previsibles.

Si la estigmatización del mérito conspiraba contra un núcleo de valores esenciales de nuestra clase media, esta suerte de canibalismo dialéctico también choca de frente contra lo que históricamente se ha intentado enseñar en las escuelas, en los clubes, en las comunidades religiosas y en los hogares: respetar al otro, contestar bien, no insultar ni ofender gratuitamente. En definitiva, cultivar la convivencia como base indispensable para la vida en sociedad. Despreciar desde el Estado ese sistema de reglas implicará un costo difícil de medir, pero que puede ser enorme en una sociedad ya atravesada por distintas formas de violencia, en la que además anidan gérmenes de desmesura y revanchismo.

¿Estamos hablando de meras formalidades o de cuestiones de fondo? El desprecio por “las formas” esconde un desprecio por las reglas y, por lo tanto, por la institucionalidad. Se abre, entonces, otro interrogante central: ¿puede haber progreso material sin respeto por las normas? La incapacidad de convivir con la crítica conduce inexorablemente a las formas de la intolerancia, a las que vemos desplegarse, paradójicamente, en nombre de la libertad.

La consecuencia inmediata de este patoterismo estatal es el repliegue silencioso de muchos actores del debate público, afectados por lo que podría considerarse una suerte de censura indirecta. Las voces más prudentes y equilibradas tienden a apagarse para no quedar expuestas a la ametralladora de insultos que el poder empuña con ferocidad. Esos ataques generan un temor inevitable, porque podrían habilitar una espiral de hostilidades y oscuras formas de persecución. Aquí Milei puede atribuirse un indiscutible retroceso, propio del gobierno kirchnerista: volvió el miedo a hablar. Algunas víctimas de sus embestidas ya han decidido, por su tranquilidad y la de sus familias, una discreta retirada de la conversación pública. Son los extremos, entonces, los que tienden a monopolizar la escena. El centro y la moderación se encogen y se debilitan. Quizás ahí asoma uno de los daños menos visibles, pero más profundos de esta práctica política: la moderación no encaja; es vista por el poder como un rasgo de tibieza y cobardía. Esa “licuación del centro”, de la que hablan muchos politólogos, se traduce, más temprano que tarde, en una devaluación de la calidad democrática.

Posteos de Javier Milei

Las palabras hirientes y altisonantes empobrecen el debate político e institucional, pero derraman también a otros ámbitos de la vida pública. Tal vez no sea casual, por ejemplo, que el rating de los últimos días haya estado monopolizado por una animadora televisiva que revoleó nombres y acusaciones en una suerte de lodo en el que vale todo, menos la prudencia y la responsabilidad. Hay un clima de época que lo habilita y que hasta quizás, inclusive, lo fomente.

Por suerte Borges nos enseñó que frente a los atropellos siempre puede haber refugio en el humor y la ironía: un día, en los tumultuosos años setenta, dictaba un curso de Literatura Antigua en la universidad cuando un grupo de militantes irrumpió con brusquedad: “Se levanta la clase, profesor; llamamos a una asamblea”, le avisaron a los gritos. “¿La asamblea no puede esperar a que terminemos la clase?”, preguntó el viejo profesor. “No, se suspende todo ya, y si no, le cortamos la luz y lo dejamos a oscuras”, amenazaron los activistas. No contaban con la genialidad de Borges, que replicó sin inmutarse: “A la espera de este momento, he tomado la precaución de ser ciego”.

Al recordar aquella anécdota, un gran periodista y crítico de cine, Alejandro Castañeda, ironizó en estos días: “Si hubiéramos imaginado la Argentina de hoy, deberíamos haber tomado la precaución de ser sordos”. No enterarnos, sin embargo, no evitaría el peligro de una sociedad menos tolerante, menos respetuosa y menos civilizada. Tal vez sea indispensable no hacernos los sordos. Tampoco los distraídos.