Una regla básica para escribir una reseña dice que no se cuenta el final. Sin embargo, voy a empezar esta nota sobre Los días de La Zona con la última línea. Que dice: “A mis padres, que una vez llegaron de Bolivia. Hospital Alemán, mayo de 2024″. Ese mes, ese año y en ese lugar murió Diego Rojas, el autor de la novela que, ay, está llegando hoy a las librerías. Tenía 47 años.
Pero si no rompiera esa regla de oro, si no empezara por el final, diría que esta reseña debería arrancar con esta frase del libro: “Mira, Ariel, la whipala ondea en el Puente Alsina”. Porque, de manera compleja y épica y humorística y conmovedora, se trata de eso: un ataque armado de una guerrilla boliviana a Buenos Aires. O más o menos eso, dicho de una manera muy simplona. Es un ataque organizado, violento, muy pensado y muy armado a una Buenos Aires gobernada por una dictadura de ultraderecha. Y quienes lo llevan adelante son, en su mayoría, inmigrantes o hijos de inmigrantes que viven recluidos en una especie de villa y ghetto que se llama La Zona. Y sobre los que se ha lanzado la amenaza de la “desbolivianización”. Es decir, el exterminio.
Rojas había tenido hepatitis de muy chico, había peleado con ese hígado toda la vida, había estado muy mal y, durante la pandemia, había recibido el milagro de un transplante. Que tenía que salvarlo pero que unos años después se complicó y se complicó y se complicó hasta la muerte. Como decía al final de la novela, sus padres habían venido de Bolivia, aunque no como trabajadores clandestinos sino como una familia de clase media alta. Así, Rojas estudió en una buena escuela privada, se formó en artes y en historia, pasó por la carrera de Letras y se dedicó al periodismo -escribía regularmente en Infobae– y a la militancia: fue trotskista, parte activa del Partido Obrero primero, de Política Obrera -una escisión- después. También, por épocas, vivió en Bolivia.
De todo esto hay huellas y guiños en Los días de La Zona. Una novela construida, como hace Margaret Atwood en El cuento de la criada, como una distopía que ocurre en algún futuro cercano pero con elementos que pertenecen al pasado real y que cualquier lector argentino reconocerá. Hay una “Avenida de la Felicidad”, que se llama como el pasillo que unía salas de tortura en la ESMA, un ministro “De la Hoz”, hay cárceles del pueblo, hay camas elásticas para dar picana y hasta un combate en la General Paz que puede evocar a El Eternauta.
Para empezar, aparecen cadáveres de bolivianos que viven en la Argentina, todos con una marquita especial, un redondelito de piel como sacado con un sacabocados.
Como dijimos, hay un gobierno de ultraderecha que parece una continuación civil de la dictadura del 76 y que tiene, cuándo no, una interna salvaje. Su grupo ideológico se llama Aurora -¿como el partido neonazi griego?- y tiene un líder, Alejandro Villar, que “participó de los grupos paramilitares que le dieron cobertura al golpe de Estado de Videla”. Y también “integró los comandos que realizaron los primeros secuestros y desapariciones con las que debutó el régimen”. Se hace llamar Kalki, ¿como el dios hindú que es un guerrero llamado a restaurar el orden cósmico? Kalki, cuando empieza la novela, es ministro de Bienestar Social, pero tiene otras ambiciones. El presidente; Natanael Aguirre, es, o parece, más institucionalista. Gobiernan con otra fracción, los “aperturistas”, entre quienes está la ministra de Seguridad. “El líder de Aurora ya hubiera mandado a fusilar a gran parte de los aperturistas. La ministra Viola incluida. El presidente, en cambio, prefería mantenerlos amontonados en el gabinete sobre el que guardaba la última decisión”.
Del otro lado está -¿en alusión al político guerrillero Felipe Quispe?- el “Mallku”, el cóndor, el líder que escapó de Bolivia para hacer esta revolución en La Zona, ese espacio donde están recluidos los bolivianos, que hasta tienen que pasar la humillación de los checkpoints para ir a trabajar a la ciudad. “El Evo quiso y quiere ser estadista a la usanza occidental”, critica Fausto Reinaga, el Mallku. Que organizará un ejército implacable, capaz de fusilar a los suyos, donde las “cholas”, de pollera y trenza tendrán un papel fundamental.
Y también están “los wermus”, un grupo combativo de izquierda, que es un homenaje al cariño y la admiración de Rojas por el político Jorge Altamira, que nació como José Saúl Wermus.
Entre todos ellos el único que narra en primera persona es Ariel, el periodista judío y porteño que tanto se parece a Rojas. Anda por los bares, investiga, toma Negronis. Tiene una mucama – boliviana, por supuesto- que muy al comienzo se las va a arreglar para llevarlo a La Zona más allá de su voluntad. Ariel -que es parte de la Agencia ANCLA -como la que fundó Rodolfo Walsh- recibe una oferta que, literalmente, no puede rechazar: contar la revolución que se viene desde adentro. “¿Sabes que en Argentina algunos impulsan el genocidio contra nosotros? Como con los judíos“, le dice el Mallku. Ariel es un ateo -como Rojas- pero entiende.
Villar, el líder de Aurora, lee a los muertos de los bolivianos como le viene bien: “Que comiencen a aparecer cadáveres de bolitas demuestra algo: si no hacemos nosotros la desbolivianización, si no hacemos esta limpieza necesaria con la eficacia y la prolijidad del poder del Estado, los ciudadanos se animarán a ponerla en práctica ellos mismos, ya lo están haciendo”, dice. “‘Al enemigo, ni justicia’ es nuestro lema”, proclama, y Rojas aprovecha para tirarle un palito al peronismo.
Mientras tanto, el Mallku le habla a Ariel de la lucha: “En Bolivia hemos sentido varias veces el temblor que precede al terremoto revolucionario. Y también el ulular del país herido cuando la revolución retrocede”. Le muestra cómo es organizarse desde abajo: “¿Sabes?, en miles de casas nuestras cholas están en este momento vigilando a sus patrones. Gigante es la red, y eficiente. Silenciosa“. Y le da a Ariel un discurso indigenista que el periodista-alter ego oye con distancia: “Sus razones me parecían justas, su idealización del incanato (un imperio opresor), por lo menos ingenua, y sus métodos, locos”. Y le habla de la lucha:
Esos métodos locos no van excluir hombres bomba, combatientes suicidas, una altísima violencia, que en algunos momentos es tecnológica y en otros se pone casi ritual: “‘Tu madre soy, te estoy matando’”, le dirá una chola al soldado que se resista, y le corta «el pescuezo”.
Rojas disfruta -y nosotros con él- la sutil diferencia de la sintaxis boliviana del castellano, que es obvio que conoce bien y que suena a través de todo el libro. “En paz estamos con ustedes”, dice uno. “Quieto vas a estar, joven. Tranquilo también”. O: “Nadie mal quiere hacerte, pero tienes que obedecer, Ariel”. Esa sintaxis, la diferencia entre el modo de hablar de los argentinos y los bolivianos, da una textura a la novela, una trama que es parte de la trama. La diferencia de la que hablan los de Aurora -que no se privan de esbozar algo así como la “teoría del gran reemplazo” que ahora está de moda- también es lingüística.
Se disfruta la lengua como se disfruta, en el texto, la sopa de maní que Ariel toma y debe ser igual a la que se preparaba en la familia de Rojas y que el periodista no dejaba de elogiar. Porque Los días de La Zona es ficción política pero es, también, un retrato amoroso de un pueblo al que él -que era porteñísimo- también pertenecía.
¿Será posible esta revolución? ¿Será posible una revolución, una revolución como la de La Zona, con una causa justa, mucha planificación, sacrificio y todas las intenciones de sumar a “los del otro lado”? ¿Será posible esta revolución, que acabe con la humillación, con el destrato, con el abuso?
Eso, queriendo o sin querer, plantea Diego Rojas, un hombre que fue a la vez valiente y amable, firme en sus convicciones y abierto al diálogo y a la amistad con quienes pensaban más que diferente. “Pero, ¿estuve siempre equivocado? ¿Es así entonces la revolución?“, se pregunta Ariel ante la violencia. Y Rojas abre la cuestión: ¿Será triunfante esta revolución dispuesta a quemar checkpoints y hacer volar un ala de la Casa Rosada?
Por algunos momentos parece que sí: “En cada casilla de chapa, en cada edificio de ladrillo sin revoque, en cada techo, una whipala -la bandera de los pueblos andinos– se izaba”, contará Ariel en algún momento. Pero esa pregunta no es fácil y Rojas tenía experiencia y agudeza política, de modo que no hay que esperar moralejas y proclamas aunque la ficción va tomando, sutilmente, una posición.
Como tenía él, Los días de La Zona tiene ironía, humor, autoparodia, una forma de mirar la realidad más cruel con apariencia leve y coraje para decir las cosas como son, aunque se pague un precio por eso. Decir, por ejemplo, que hay injusticia y puede haber resistencia. Decir que los buenos pueden no ser buenos. Decir que intentarlo siempre vale la pena. Aun los últimos días. Aun desde el hospital.