En la actualidad, el tenedor es un elemento tan habitual en la mesa que su presencia apenas llama la atención. Sin embargo, su camino hasta convertirse en un utensilio de mesa indispensable estuvo marcado por controversias, rechazos y transformaciones culturales que atravesaron siglos y fronteras. La historia de este elemento muestra cómo la innovación y la resistencia social moldearon incluso los hábitos más cotidianos.
Las primeras versiones del tenedor surgieron en la Edad del Bronce en China y el Antiguo Egipto, aunque su función principal fue la preparación y el servicio de alimentos, no el consumo directo. Los romanos también fabricaron tenedores de bronce y plata, pero se reservaron para manipular la comida en la cocina. Comer con un tenedor personal resultaba una rareza, y la costumbre de llevarlo a la mesa tardó siglos en consolidarse.
El salto hacia el uso doméstico del tenedor ocurrió en el Imperio bizantino durante el siglo X, donde las élites lo adoptaron con entusiasmo. Esta novedad escandalizó a los visitantes de Europa occidental, poco habituados a ver a alguien comer sin usar las manos.
El caso más célebre fue el de María Argyropoulina, hermana del emperador Romano III Argyros, quien en 1004 contrajo matrimonio con el hijo del dux de Venecia. María provocó conmoción en Venecia al rechazar comer con los dedos y preferir un tenedor de oro. La reacción fue inmediata: el teólogo Pedro Damián atribuyó su muerte prematura a los veinte años a un castigo divino por su “vanidad” al emplear “tenedores de metal artificiales” en vez de los dedos “que Dios le había dado”, según se detalla en The Conversation.
A pesar de la polémica, el tenedor encontró terreno fértil en Italia. En el siglo XIV, su uso se extendió por el auge de la pasta, un alimento que resultaba mucho más sencillo de consumir con un instrumento puntiagudo. La etiqueta italiana incorporó el tenedor, sobre todo entre las clases comerciantes adineradas, y desde allí comenzó su expansión hacia el resto de Europa.
El siglo XVI marcó un punto de inflexión con la aparición de figuras femeninas influyentes que extendieron el tenedor más allá de Italia. Bona Sforza, nacida en el seno de las familias Sforza de Milán y Aragón de Nápoles, creció rodeada de refinamientos renacentistas, donde el tenedor representaba símbolo de sofisticación.
Al casarse con Segismundo I, rey de Polonia y gran duque de Lituania, Bona llevó a la corte polaco-lituana no solo nuevos ingredientes y vinos italianos, sino también el tenedor de mesa. En una región donde predominaba el uso de cuchillos y cucharas, y la mayoría de los alimentos se comían con las manos o con pan, la llegada del tenedor constituyó una novedad llamativa. Al principio su uso se limitó a ambientes formales, pero con el tiempo se popularizó entre la nobleza de Lituania y Polonia, especialmente a partir del siglo XVII, afirman desde The Conversation.
Un proceso parecido tuvo lugar en Francia con Catalina de Médici, miembro de la poderosa familia florentina y sobrina del papa Clemente VII. En 1533, Catalina se casó con el futuro Enrique II de Francia y llevó consigo no solo tenedores de plata, sino también cocineros, pasteleros y una variedad de productos y costumbres italianas. Su influencia transformó la mesa francesa, convirtiendo las comidas cortesanas en auténticos espectáculos y dejando una marca duradera en la gastronomía local. Platos como la sopa de cebolla o el pato a la naranja, hoy considerados franceses, tienen raíces en la mesa de Catalina.
Sin embargo, la aceptación del tenedor en Europa occidental no fue inmediata. En Inglaterra, a comienzos del siglo XVII, el uso del tenedor se consideraba una muestra de pretensión. El viajero Thomas Coryat describió con asombro las costumbres italianas, mientras que en su país se juzgaba más “masculino y honesto” comer con cuchillo y los dedos.
Incluso en el siglo XVIII persistía esta visión, aunque el cambio ya estaba en marcha. El tenedor empezó a percibirse como símbolo de limpieza y refinamiento, y en Francia quedó asociado a la cortesía cortesana. En Alemania, la variedad de tenedores especializados aumentó durante los siglos XVIII y XIX, con modelos para pan, encurtidos, helado y pescado.
En Inglaterra, el uso del tenedor terminó por convertirse en un marcador de clase social. La forma correcta de sostenerlo distinguía a las personas educadas de quienes se consideraban groseras.
Durante el siglo XIX, la producción en masa y la aparición del acero inoxidable abarataron los cubiertos y multiplicaron la presencia del tenedor en todos los hogares. Los manuales de etiqueta establecieron reglas precisas sobre su empleo: no pinchar ni sacar comida y mantener las puntas hacia abajo. Para entonces, la discusión dejó de centrarse en si debía usarse y pasó a tratar sobre la forma adecuada de hacerlo.
El trayecto del tenedor, desde objeto exótico y polémico hasta herramienta imprescindible en la mesa, ejemplifica cómo la innovación, la influencia de figuras históricas y la persistencia frente a la resistencia social lograron transformar los hábitos más arraigados.
Hoy resulta casi impensable sentarse a comer sin este utensilio, cuya historia milenaria pervive en cada comida. El tenedor superó el escepticismo, renovando para siempre la experiencia de compartir la mesa. Este instrumento, nacido de la cultura y la adaptación, refuerza la conexión entre pasado, costumbre y vida cotidiana.