Tras la batalla de Ayacucho en 1824, que dejó claro a España y al mundo que el dominio colonial había terminado, el Perú comenzó a forjar, no sin tropiezos, su incierta pero decidida identidad republicana. Pero como suele ocurrir con los imperios heridos, el país europeo no supo retirarse con dignidad y, décadas después, volvió a tocar la puerta —esta vez con cañones— pretendiendo recuperar lo que ya no le pertenecía.
Fue entonces, en 1866, que el puerto del Callao se convirtió en el escenario de una respuesta categórica: el combate del 2 de Mayo fue un grito de soberanía. A pesar de las divisiones políticas internas y la fragilidad institucional del país, distintos sectores sociales se unieron para resistir el bombardeo de la escuadra europea.
Los antecedentes de este enfrentamiento se remontan a 1862, cuando la Corona española envió a las costas sudamericanas una flotilla naval bajo el pretexto de realizar una misión científica. Pero, ¿qué ocurría en el Perú en ese año y en los siguientes hasta el inicio del conflicto bélico contra los españoles? Es sabido que, en ese entonces, la exportación de guano desde las islas del litoral transformó la economía y la política nacional.
Antes del fuego: los hechos previos al combate del 2 de Mayo
A mediados del siglo XIX, el Perú atravesaba una etapa de prosperidad impulsada por la explotación del guano, un recurso natural altamente valorado en los mercados europeos. Durante años, este negocio fue administrado por firmas extranjeras, siendo la británica Antony Gibbs & Sons una de las más influyentes.
“Con una casa comercial como la de Gibbs manejando la mayor parte del comercio del guano que llegaba al Reino Unido, al Imperio Británico y a Europa, parecerían existir pocas dudas de que el Perú sería un excelente ejemplo de cómo trabajaba ese ‘imperio informal’”, escribió el historiador escocés William M. Mathew en su libro ‘La firma inglesa Gibbs y el monopolio del guano en el Perú’.
Este dominio extranjero en el comercio del guano comenzó a debilitarse en 1862, cuando el Estado peruano promulgó una ley que priorizaba la participación de empresarios locales en la gestión del negocio. Esta medida permitió a los llamados ‘hijos del país’ retomar el control de una de las principales fuentes de ingreso nacional.
Mientras tanto, en Europa, España intentaba reafirmar su presencia en el ámbito internacional. Tras haber perdido la mayor parte de su imperio en América, emprendió diversas acciones militares como la ocupación de territorios en Marruecos y en la costa africana del Atlántico. Aún mantenía posesiones en el Caribe, Asia y Oceanía. En ese contexto, volvió su mirada hacia Sudamérica, región donde había tenido dominio colonial y donde aún conservaba intereses económicos y políticos.
En 1862, la monarquía española envió una escuadra al Pacífico sudamericano con el pretexto de realizar una expedición científica. No obstante, el verdadero propósito era establecer presencia en la región y velar por los derechos de sus súbditos. Entre los integrantes de la misión destacaba Marcos Jiménez de la Espada, reconocido por su labor en la recopilación de documentos históricos.
España también tenía entre sus objetivos instalar bases navales a lo largo de la costa del Pacífico. Al conocerse la partida de la escuadra, el entonces presidente peruano Miguel de San Román solicitó al Congreso poderes especiales para fortalecer la Marina. Sin embargo, el Legislativo le negó el respaldo.
San Román había asumido el cargo luego del mandato de Ramón Castilla, pero falleció en 1863, dejando la presidencia temporalmente en manos del propio Castilla. Poco después, Pedro Diez Canseco fue designado presidente interino, hasta que Juan Antonio Pezet asumió la conducción del país ese mismo año.
La flota española, al mando del almirante Luis Hernández-Pinzón, llegó a Valparaíso, donde fue recibida con desconfianza debido a sus aires de superioridad. Desde allí, se dirigió al Callao, arribando en julio de 1863. Aunque las relaciones entre Perú y España eran nulas desde la independencia, los oficiales españoles fueron cordialmente atendidos en Lima durante su breve estadía.
Tras su paso por el puerto peruano, la expedición continuó su ruta. No obstante, un hecho en el norte del país provocó su regreso. En la hacienda Talambo, cerca de Chiclayo, donde vivían colonos vascos dedicados al cultivo del algodón, ocurrió una pelea con vecinos locales. El altercado dejó un español y un peruano muertos. Este episodio fue aprovechado políticamente por el diplomático Eusebio Salazar y Mazarredo, quien formaba parte de la expedición.
Salazar, figura polémica y con una postura altiva, presentó reclamos en nombre de la Corona española. Alegaba representar directamente al rey con el título de comisario regio, una figura propia del periodo virreinal, lo cual fue rechazado por las autoridades peruanas. Su indignación creció y, en coordinación con Hernández-Pinzón, ordenó la ocupación de las islas de Chincha, ricas en guano. Este acto fue considerado una agresión directa contra la soberanía nacional.
En diálogo con TV Perú, el historiador Juan Luis Orrego Penagos dijo que los españoles tomaron las islas de Chincha “porque eran los principales yacimientos del guano”. “Al ocupar las islas, de algún modo estaban embargando el guano y ejerciendo presión sobre el Perú”, agregó.
La cancillería peruana informó a los gobiernos del continente sobre la ocupación extranjera. Es preciso señalar que el presidente Pezet no declaró la guerra a España, dado que el país no estaba preparado militarmente.
Respecto a la actitud del presidente, el historiador John Rodríguez dijo lo siguiente en el programa Sucedió en el Perú: “Habría que ponernos un poco en el lugar de Pezet. El problema que enfrentaba el Perú en ese momento era que, desde el punto de vista militar, no representábamos una fuerza disuasiva. Al gobierno peruano no le quedaba otra opción que intentar una salida diplomática”.
Pese a su postura conciliadora, Pezet envió a Francisco Bolognesi a Europa en misión de compra de armamento. En paralelo, oficiales peruanos como Miguel Grau impulsaron la construcción del Monitor Huáscar y la Fragata Independencia en astilleros británicos. También se adquirieron otras naves como La Unión y La América, que ya estaban operativas.
En diciembre de 1864, el almirante José Manuel Pareja reemplazó a Hernández-Pinzón, y la escuadra española recibió refuerzos, incluyendo el acorazado Numancia. Ante esta presión, Pezet aceptó iniciar negociaciones. En representación del Perú, Manuel Ignacio de Vivanco firmó un tratado con Pareja el 27 de enero de 1865, a bordo de la fragata Villa de Madrid. En este documento, el Perú aceptaba pagar una deuda de tres millones de pesos a España, derivada de acuerdos anteriores, y los españoles se comprometían a retirarse de las islas ocupadas.
El acuerdo fue mal recibido por la opinión pública y desató una ola de indignación. En Arequipa comenzó una rebelión que fue respaldada por oficiales como Lizardo Montero, quien ofreció su embarcación al general Mariano Ignacio Prado. Las fuerzas insurrectas marcharon hacia Lima y forzaron la salida de Pezet del poder. Prado asumió la presidencia en 1865.
Por otro lado, Chile reaccionó ante la toma de las islas guaneras de Chincha por parte de los españoles. Había cerrado sus puertos a la armada enemiga y, como represalia, la escuadra comandada por Pareja bombardeó el puerto de Valparaíso el 31 de marzo de 1866. Desde las colinas, los chilenos vieron la destrucción de su ciudad.
Mientras tanto, en el Perú, Manuel Pardo se ocupó de reunir recursos para la guerra; José María Quimper asumió funciones en materia de orden interno; y José Gálvez, figura del gabinete, lideró los esfuerzos políticos. Finalmente, el Perú declaró la guerra a España en enero de 1866.
Desarrollo del combate del 2 de Mayo
Después del bombardeo al puerto chileno de Valparaíso, ocurrido el 31 de marzo de 1866, la escuadra española, al mando del almirante Méndez Núñez, puso rumbo al Callao. Antes de llegar, hicieron una parada estratégica en la isla San Lorenzo, frente a la costa peruana.
Si bien estaban preparados para atacar desde el 1 de mayo, los comandantes decidieron esperar un día más, ya que el 2 de mayo tenía un significado histórico para España: conmemoraba el levantamiento popular de Madrid contra la invasión napoleónica en 1808. Para entonces, los barcos comerciales ya se habían alejado de la zona del conflicto.
En tierra, la ciudad del Callao mostraba señales claras de preparación: las casas mantenían sus puertas cerradas, banderas ondeaban por todas partes y los batallones se mantenían alertas cerca de las fortificaciones. También los bomberos, tanto de Lima como del Callao, se habían posicionado en los últimos edificios entre el puerto y Bellavista, listos para asistir en cualquier emergencia.
La escuadra española contaba con seis fragatas, una corbeta y algunas embarcaciones de apoyo, con alrededor de 300 cañones a disposición. Por su parte, los defensores peruanos habían instalado numerosas baterías y convocado a soldados y civiles. Muchos de los cañones eran nuevos, y sus operadores apenas habían tenido tiempo de entrenarse. La defensa estuvo organizada por José Gálvez, secretario de Guerra, quien asumió la responsabilidad con firmeza.
A las 11 de la mañana del 2 de mayo, comenzó el enfrentamiento. Las naves españolas se colocaron en formación de V y avanzaron peligrosamente cerca de la costa. El fuego se abrió simultáneamente en todos los sectores. En el norte, los ataques fueron repelidos con eficacia, y los barcos enemigos sufrieron daños importantes. En el centro, los civiles habían instalado a última hora el llamado ‘cañón del pueblo’, que también entró en acción.
El sector sur fue el más golpeado. Allí operaba el imponente acorazado Numancia, que provocó serias bajas en las líneas peruanas. En esa parte del puerto se encontraba el Torreón de La Merced, una estructura aún inconclusa que parecía una torre sin terminar. Desde un nivel elevado, una especie de balcón, José Gálvez dirigía la defensa. Sin embargo, una explosión causada por una bomba alcanzó los sacos de pólvora usados como protección. El lugar estalló al instante, cobrándose la vida de Gálvez y de quienes lo acompañaban.
Durante todo el combate, las bandas de música mantuvieron el ritmo con marchas militares, intentando elevar el espíritu de los defensores. Si bien la pérdida de Gálvez significó un duro golpe, la resistencia no se quebró. Sin un comando claro, la lucha se prolongó hasta el final de la tarde. A las cinco, cuando el sol empezaba a ocultarse, se ordenó cesar el fuego. Todavía en ese momento, el Fuerte Santa Rosa lanzaba sus últimos disparos. El enfrentamiento duró unas cinco horas.
Los daños en la ciudad no fueron tan graves como se temía. Además del colapso del Torreón de La Merced y algunos incendios menores, las pérdidas materiales fueron limitadas y la población civil apenas sufrió consecuencias.
Los españoles, convencidos de haber cumplido con su misión, se retiraron hacia San Lorenzo. Allí atendieron a sus heridos, enterraron a sus muertos y repararon sus embarcaciones. Poco después iniciaron el regreso a su país. Su presencia en aguas sudamericanas había durado casi cuatro años, y el viaje de vuelta por el Cabo de Hornos durante el crudo invierno fue trágico: muchos tripulantes murieron por enfermedades como el escorbuto.