El tiempo que tenemos (We Live In Time, Reino Unido/Francia/2024). Dirección: John Crowley. Guion: Nick Payne. Fotografía: Stuart Bentley. Edición: Justine Wright. Elenco: Florence Pugh, Andrew Garfield, Grace Delaney, Lee Braithwaite, Adam James, Douglas Hodge, Aoife Hinds. Calificación: apta para mayores de 13 años. Distribuidora: Imagem Films. Duración: 108 minutos. Nuestra opinión: buena.
Hay historias que necesitan actores “importantes”. No solo importantes en términos de su talento, o su prestigio, o siquiera en su incidencia en la taquilla. Importantes por su cualidad de estrella, algo que Alfred Hitchcock entendía bien y dejó inmortalizado en la larga entrevista con François Truffaut que resultó en El cine según Hitchcock. Hablando de Saboteador (1942), una de sus primeras películas en los Estados Unidos, señaló entonces la condición “ligera” del protagonista Robert Cummings como una de las razones de la falta de compromiso del público con su suerte. “El público concede menos importancia a los problemas de un personaje interpretado por un actor que no le resulta familiar”. Un actor que no tiene esa cualidad de estrella, podríamos agregar.
Quizás esa es la verdadera preocupación del irlandés John Crowley a la hora de elegir al reparto de El tiempo que tenemos, su verdadera incursión en el melodrama, aún en tono menor. La historia es simple, algo convencional -como lo había sido Brooklyn (2015), su éxito previo al horrible traspié de El jilguero (2019)-, pero no por ello menos conmovedora. Una mujer joven sabe que está enferma y que el tiempo que le resta debe pasarlo haciendo tratamientos para sobrevivir de manera pasiva, o emprender una entrega más absoluta a lo que quiere y desea. Está enamorada de su pareja, tienen una nena de tres años, y además disfruta y se luce como chef en su propio restaurant en el corazón de Londres. Es claro, piensa Crowley, que para que nos importe ese periplo que combina la amenaza de la muerte y el ímpetu por la trascendencia, los actores que interpretan a esos personajes queribles, y de algún modo condenados, deben resultarnos familiares -en palabras de Hitchcock-, involucrarnos en su destino, y conmovernos hasta las lágrimas.
Florence Pugh y Andrew Garfield hacen un gran trabajo. Tienen carisma, química en sus escenas de amor, transitan con fluidez entre el drama y la comedia, y transmiten una verdad que escapa al mero verosímil. Pese a ello, la película no llega a estar a su altura. Elige una caprichosa estructura de alternancia temporal, que se presume sofisticada y que no termina de usar en su favor, esquivando la dimensión existencial en virtud de un juego con piezas a reacomodar. Entonces tenemos tres cronologías en danza: cuando los protagonistas se conocen, se enamoran, surge el fantasma de la enfermedad; luego cuando están esperando a su hija, con vaivenes de comedia que ofrecen las escenas más memorables; y luego un presente en el que las sombras reaparecen y con ellas las elecciones de vida. Ese ida y vuelta en el tiempo no ofrece más que un pretencioso rompecabezas que no esconde nada porque siempre tiene lo que ya sabemos para mostrar.
El tiempo que tenemos es una historia de amor amenazada por la muerte cuyas tensiones están delineadas sobre un lienzo universal: ¿qué es lo esencial de una vida, la memoria del mundo o la de los propios que nos recuerdan? ¿Un tiempo efímero de gran intensidad o una pasiva agonía? Preguntas que ha transitado el melodrama a lo largo de su historia y de las que Crowley tiene clara conciencia. Sin embargo, no se termina de conformar con esa premisa. Elige un espiral temporal que no es más que una anécdota, subraya algunas escenas con pantalla partida o música melosa cuando alcanzaba con el rostro desnudo de sus protagonistas, y enfatiza falsos dilemas de la modernidad -¿trabajo o amor? ¿Matrimonio heteronormativo o convivientes sin papeles?- cuando apelar a lo esencial es siempre la mejor solución.
Por suerte, Pugh y Garfield están ahí para hacernos sentir y creer en lo que vemos, para rescatarnos cuando la película se desvía en sus propios aires de “importancia”.