Una metáfora. Eso parece cuando Magdalena “Paquita” Romano recuerda que una semilla le cambió la vida. Y es que así fue. La fascinación que le produjo experimentar la transformación de esa miniatura, día a día, hasta convertirse en una planta, la convenció de que era ahí, en ese universo natural, donde quería estar el resto de su tiempo. Y dejar atrás todo lo demás.

Paquita Romano tiene 43 años y es jardinera, diseñadora de espacios naturales y brinda talleres y cursos sobre jardinería, plantas, flores. Antes, antes de hacer de este entorno una vida, Paquita fue diseñadora de modas, productora, trabajó durante años en decoración. Se mudó. Tuvo un hijo a los 18 años. Después, dos más. Pero hoy, su vida se recorta a un florido espacio en Maschwitz, rodeado de casas bajas y árboles con mucha historia. Un lugar que creció en escala con el tiempo y su transformación personal, y al que nombró La Flor Azul. Acá, en este gran espacio en plena floración de primavera, está su casa, el hogar donde viven sus hijos, un jardín tan ecléctico como su personalidad, que se arma y se desarma en cada cantero y cada estación, un herbario para reproducir las semillas y un aula para las 300 mujeres que cada año pasan por sus clases, donde combina la jardinería aplicada y la jardinería de la vida, la “Jardinería Humana”, como bautizó a esta mirada sobre las plantas y su analogía con la vida que promueve de manera muy activa.

Jardín Fest reúne lo mejor de la jardinería y el paisajismo organizado por revista Jardín, en Pilar

Paquita, además, acaba de publicar un libro, Hija de la Flor (India Ediciones) donde repasa su historia, su autobiografía (forma parte de un linaje femenino dedicado a la jardinería) y que entre sus anécdotas, recuerdos y vivencias combina delicadas fotos de flores y plantas; un libro donde entrelaza su mensaje sobre la jardinería y las imágenes de su entorno.

Es que trabajar en el jardín es, para Paquita, un camino de autoconocimiento, una propuesta de reconocer lo propio, lo dado. “La metamorfosis de un jardín es inabarcable, tal como la nuestra, jamás termina. Cuando parece que ya no hay nada más que hacer, nos acercamos a nuestros canteros y, sorprendidas, sacamos una carretilla de yuyos. Del mismo modo, cada vez que trabajo en mí con la intención de conocer mi suelo interno, vuelvo a ser la protagonista de una nueva transformación”, señala en las primeras páginas de su libro, que se aleja del clásico libro de jardinería y que presentará el sábado próximo en Jardín Fest, el evento que reúne lo mejor de la jardinería y el paisajismo organizado por revista Jardín, en Pilar.

¿Cómo empezó todo?

–Siempre cuento que me regalaron una semilla y la germiné, y la tuve durante muchos días, pero no pasaba nada. Dije: “no sirve, mañana la tiro”. Cuando la iba a tirar, vi que algo crecía. Y fue mágico, porque tuve la conciencia de que ahí había vida. Yo no soy paisajista, no estudié ninguna carrera vinculada a esto. Pero cuando asocié la experiencia en el jardín con la vida, todo tuvo otro sentido. Hasta ese momento, la verdad es que me faltaba algo, me sentía incompleta.

Hay algo de novedoso en tu abordaje al hacer una analogía entre el jardín y la vida, pero también pareciera ser un saber muy ancestral que se perdió y ahora se está recuperando.

–Es que un jardín se expresa todo y no puedo separarlo, no lo puedo disociar. Lo malo y lo bueno de la vida se ve ahí, por eso creo que la jardinería es un lugar al que ir. No es solo la flor por la flor, porque es linda y nada más, sino que es cómo una se involucra en ese lugar. Además, lo que tiene la jardinería es que, sin darte cuenta, atraviesa todos los estados posibles. Eso mismo que sucede ahí afuera nos pasa internamente. Por eso creo que es tan importante la jardinería, porque a medida que trabajamos afuera nos vamos trabajando a nosotros. Nos vamos conociendo.

En La Flor Azul, Paquita descubrió que su alma de jardinera había permanecido latente

Hoy hay una vuelta a la naturaleza, al respeto por el medio ambiente, hay mucha más conciencia sobre el valor de la natural.

–Hay mucho más respeto, es cierto, y también hay más contemplación. Igual, nos falta mucho porque todavía se ve a la naturaleza como algo separado de nosotros. La vuelta que nos falta es unirnos nuevamente, entender que nosotros somos también la naturaleza. Somos seres más complejos que una planta o un animal, pero igual somos parte del mismo sistema. Creo que recién estamos viviendo el inicio de un cambio.

¿Dónde ves ese cambio?

–Lo veo en todo. Incluso los chicos ya vienen así, con otra conciencia. Es impresionante la cantidad de personas que están tratando de vincularse de vuelta con la naturaleza. En mis clases, en cómo las mujeres quieren ese saber. Vienen acá a una clase de jardinería y se encuentran con algo nuevo, porque lo que les pasa es que se encuentran con una propuesta de vida distinta. Antes, quizá, los fines de semana era ver tele. Y ahora se dan cuenta de que pueden hacer un jardín. Eso es un cambio increíble. Lo más importante, quizá, es que empiezan a tener otra conciencia del tiempo. Desde hace muchos años se revaloriza la meditación, el estar en el aquí y el ahora. La jardinería pareciera ir en esa misma línea. La jardinería es una meditación constante, todo el tiempo estás en el presente. Estás atento. Pero tiene algo que para mí es muy importante y es que además dejás de estar en la pavada porque estás en contacto con la vida. Mil millones de cosas que antes pensaba, ya no las pienso más, no tengo tiempo. Me concentro solo en lo que vale la pena.

“A la jardinería me atrajo una semilla, la belleza de una flor y el hecho de descubrir una facilidad innata para relacionarme con estas criaturas. Lo que vinimos a hacer y lo que queremos hacer, en general, suelen ser lo mismo, es por eso que cuando logramos fusionar las dos cosas no sentimos tan completos. Pero hay que atreverse”, escribe en Hija de la Flor.

¿Esa fue también tu historia?

–Yo empecé acá con una mini casita que había sido el primer jardín Waldorf de Maschwitz. Y lo hice mi hogar. Lo fui agrandando, fue creciendo, lo fui cambiando. Hoy está todo esto acá, tengo más espacio, pero no por eso soy más feliz. La señora que hace sus macetas en el balcón tiene el mismo vínculo que tengo yo en este lugar. Es la misma felicidad. Todo tiene que ver con la práctica. Con la dedicación. No importa la cantidad de metros cuadrados, importa el esfuerzo que le ponés a eso que estás haciendo. Cuando vienen mis alumnas, en el primer año, hay muchas que jamás estuvieron en contacto con una planta, pero llegan y se entregan. Y, de a poco, si bien quieren tener un jardín así de florido, empiezan a conocer este universo y también se empiezan a conocer a ellas.

En tus clases, además de explicar la parte práctica del cuidado de una planta, solés hablar de esta analogía entre jardinería y vida. Hablás de jardinería humana, ¿cuál es esa propuesta?

–Cuando empezás a tener un vínculo con la naturaleza, te das cuenta de que uno también trabaja de esa manera. Una vez, una persona me dijo que tenía que pasar las cuatro estaciones para saber si podíamos estar juntos. Me pareció tan correcto el pensamiento. Porque yo no soy la misma en invierno que en primavera. En invierno nos falta luz y nos apagamos. Y ese tiempo es necesario y hay que atravesarlo. Las plantas lo detectan de manera tan sabia… llega el invierno y se guardan. Saben que tienen que esperar. Si nosotros pudiéramos ser un poco más conscientes de todo eso. Lo que pasa es que el mundo está muy acelerado. Yo intenté e intento bajarme de esa locura. Y un poco lo logré. Pero es cierto también que el costo es decir que no a un montón de cosas. Yo ya sé que no quiero acumular, no quiero tener por tener.

Ese cambio implica además correrse de un modelo de éxito.

–Totalmente. Creo que hay un error de la palabra éxito, un error de definición del éxito. Si a mí me ves como una persona más exitosa o menos exitosa según mi ingreso mensual, seguramente no sea nada exitosa, pero si me mirás por lo que hago, por la vida que llevo, por como vivo y lo que disfruto, yo me siento exitosa y mucho más que del que gana millones.

Porque hacés lo que querés.

–Porque hago lo que quiero y de la manera que quiero. Y porque, insisto, tengo mucha conciencia del tiempo, de la finitud y de lo que va pasando. Esto que hago lo voy aprendiendo día a día, no es que lo sepa hacer, lo practico. Me doy cuenta de algo y lo laburo y lo laburo. Y voy para adelante y vuelvo para atrás. Para poder darte cuenta de las cosas, tenés que estar muy consciente, tenés que estar en el lugar. No quiere decir que me salgan las cosas, pero las intento.

Sobre eso, en la solapa de tu libro hacés la siguiente pregunta: ¿En qué te vas a gastar tu tiempo de vida hoy?

–Es así. Lo único que nos tiene que importar es qué hacemos con nuestro tiempo. En qué lo utilizamos. Venimos de una educación basada en el éxito, pero con una concepción del éxito mal definida. Trabajamos todo el día para llegar a algún lugar, pero no hay nada en ese lugar. Ese lugar no existe.

”Hace falta la serenidad de los pétalos para profundizar, sumergirse y adentrarse. La quietud del ser humano tiene que ver con prepararse. Hacer nada es otro tipo de hacer, es una toma de distancia desde donde luego surgen las ideas para una futura acción, donde se elabora la materia prima. Consiste en retraerse a la energía que mueve todas las cosas. Tuve que desarraigar el prejuicio de que no estar generando algo palpable estaba mal. Un yuyo más afuera del cantero mental”, contás en tu libro. Vos lograste e hiciste de esto un modo de vida.

–Lo logré, pero porque me lo propuse. Me lo inventé. Me acuerdo del día en que estaba cosechando nomeolvides y me dije: yo quiero vivir de esto y no quiero moverme más de acá. No quiero más el tráfico, no quiero subirme a la Panamericana. Dije basta. Me bajé. Pero requiere de querer hacerlo. Y requiere, y es lo más importante, de no frustrarse y de saber que es un camino. Vas haciendo. Si quiero llegar ya a la meta, no voy a llegar nunca. Cada una tiene hacer lo que tiene que hacer. Yo lo veo mucho acá con las alumnas de primer año que cuando llegan enseguida quieren un jardín así, un jardín que me llevó años y en el que trabajo todos los días. Me levanto a las cinco de la mañana y al rato ya estoy en el jardín. Entonces, lo que yo les trato de mostrar es dónde ponen la vara. No hace falta poner la vara tan alto. Empezá con algo y después quizá llegás. Vas a llegar, pero a otro ritmo, a tu ritmo. Primero serán solo dos amapolas las que van a florecer, pero van a ser las tuyas.

La casa-vivero La Flor Azul

En tus talleres, sobre todo en el tercer año, vinculás el desarrollo de una planta con el desarrollo de una persona.

–Sí, porque esa relación se vuelve evidente. Uno tiene una semilla fértil. Bueno, ese es tu don. Lo que vos sos. ¿Qué tenés que modificar entonces para que esa semilla germine? ¿Qué tenés que hacer para que tus dones se desarrollen? ¿De qué te tenés que bajar? ¿Qué hay en tu ambiente? ¿Qué cosas del ambiente impiden que hagas lo que tenés que hacer? Muchas veces, o la mayoría, le echamos la culpa al afuera.

¿Tiene que ver con hacerse cargo de lo propio?

–Si una semilla no germina, decimos que la culpa es de la semilla. Pero, ¿qué hice yo para que no germine? Claro, si no la riego, no va a germinar, si no le dio la luz, no va a germinar. Uno tiene que asumir que no la regó y que el problema no está en la semilla. Y desde ahí se empieza y se sigue. Muchas veces tenemos que hacer podas internas, sacar todo lo que tenemos dentro para que pueda surgir algo nuevo. ¿Lo hacemos todo el tiempo? ¡No! Y no debemos, como con las plantas. No estamos todo el tiempo podando. Pero hay un tiempo en que hay que parar y mirar qué hacer para darle lugar a lo nuevo. Ser jardinera me hizo aprender a leer las caras ajenas. De tanto mirar y mirar las plantas, aprendí a mirar a las personas. Cuando acá vienen las alumnas, yo ya sé por sus caras qué les está pasando. Ahí es donde hay que ayudar. Una vez, vino una chica al taller que estaba muy angustiada. Le pedí, sin decirle nada, que me ayudara con la limpieza del estanque. Casi como un acto psicomágico. Estuvo varias horas ahí, en silencio. Después la vi llorar un largo rato, sacando para afuera todo lo que ella misma tenía adentro, estancado. No es que hacemos esto en el taller, pero lo traigo como ejemplo porque así es la jardinería, estar en silencio y observar. Hay que callarse para encontrarse. El jardín, la naturaleza, te enseña que hay un tiempo para todo y que todo se acomoda solo. Hay momentos en que estás muy mal y no podés creer lo te está pasando, pero después la cosa se calma y pasa. Como en agosto en el jardín.

¿Por qué?

–Porque en agosto mirás el trabajo que hiciste durante los meses anteriores y decís, esto no va a ocurrir. Para octubre no hay nada listo y desconfiás del proceso natural, desconfiás, en realidad, de vos. Pero si trabajaste, sí va a pasar. Quizá no es lo que esperabas, pero va a pasar. Lo que no nos enseñaron es a mirarnos. Agarro una planta que es de sombra y la pongo a media sombra y vive, pero me quejo de que no da tanta flor. Sé que ahí no iba, pero la quise probar. Y no funcionó. ¿Lo trasplantamos? ¿Cuánto tiempo tarda algo trasplantado en acomodarse? Es el tiempo nuestro, ¿cuánto tardás en acomodarte vos a cada trasplante de tu vida?

En tu caso, viviste un hecho trágico cuando hace un par de años se incendió tu casa.

–Sí… y se quemó un agosto. Yo la miraba quemarse frente a mis ojos, y lo único que pensaba en ese momento era que quería reconstruirla. Se llevó toda mi vida. Tenía tantas cosas que guardaba. Todos mis recuerdos más importantes. Todo. Fue como un cachetazo y arrancar de cero. Quedé tan cansada. Se había muerto mamá también y tenía sus recuerdos ahí. Cuando no hay nada para hacer, como en ese momento, hay que rendirse. Yo creo en la lucha, lo doy todo siempre, pero en ese momento… me rendí a lo que estaba pasando. No había nada para hacer. Se estaba quemando mi casa. Listo. Esa noche lloré sin parar. Toda la noche. Después, seguí para adelante.

¿Tan rápido?

–Sí, lloré y lloré la noche del incendio y después me puse el chip del reconstruyo, porque si yo me dejaba caer, se caía toda la estructura conmigo. Claro que lo digo ahora a la distancia, es durísimo vivir una pérdida tan grande, pero ese momento no había lugar para nada más, había que seguir para adelante, tenía que rearmar la casa para mis hijos. A los diez días yo ya estaba acá trabajando en el cantero, tenía las manos de nuevo en la tierra.

¿Te salvó la jardinería?

–Sí, todos los días me salva la jardinería. Pero no creo que mi historia sea más importante ni más difícil ni más nada que nadie, porque cada uno tiene su invierno. A mí se me quemó la casa, pero a todos nos pasan cosas. Yo cuento mi historia, pero es la historia de todos. Cuento la mía porque es la que conozco. Fijate que la planta hace lo que tiene que hacer y punto. No anda mirando a la de al lado, quejándose. Hace su historia. No intenta fingir ser algo que no es, pertenecer a determinado lugar o hacer esfuerzos para ser incluida. No quiere modificarse ni adaptarse. La planta es lo que es. Pone todo su esfuerzo en dar lo máximo para vivir, para estar en plenitud. Las plantas festejan la vida cada día. Eso me alucina. Tienen que buscar la luz. Ellas van a hacia la luz.

“El jardín es la educación más sagrada que pude haber recibido”. Lo dice convencida y los canteros de amapolas, zinias, cosmos, le dan la razón.