Las comparaciones entre Donald Trump y William McKinley (representados juntos con inteligencia artificial) hablan de un modelo de liderazgo que redefinió el Partido Republicano y consolidó el poder económico y militar de Estados Unidos en el mundo. (Imagen Ilustrativa Infobae)

En la blitzkrieg de decretos presidenciales con que Donald Trump abrió su segundo término en la Casa Blanca, uno pasó casi inadvertido.

Mientras el republicano eliminaba las restricciones a la discriminación laboral de los empleados federales por género, color, religión u origen, retiraba a Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el cambio climático y de la Organización Mundial de la Salud y suspendía el Programa de Admisión de Refugiados, ¿a quién podía interesar que le cambiara el nombre a una montaña?

Y sin embargo, los pequeños detalles pueden estar tan cargados de sentido.

Hoy los analistas políticos ven en esa orden ejecutiva un símbolo. Parecen sacar de allí ni más ni menos que claves para interpretar la dirección del nuevo gobierno de Estados Unidos.

McKinley, ¿el hombre de esta hora?

El decreto inconspicuo devolvió el nombre de McKinley a la montaña Denali, de Alaska. En 1917 el Congreso la había bautizado en honor al presidente número 25, William McKinley. Pero en 2015 Barack Obama lo cambió por un término de la lengua de los nativos que la Legislatura de Alaska reclamaba desde 1975.

¿Qué importancia puede tener, para el gobierno de Trump, un republicano de fin del siglo XIX, asesinado poco después de su reelección, en 1901?

Un libro de Karl Rove —estratega de George W. Bush y asesor senior de su gobierno, influyente voz republicana aunque no una favorita del actual presidente, y un experto en campañas políticas— ofrece respuestas a esa pregunta. El triunfo de William McKinley, publicado hace 10 años, vuelve a circular movido por el revival de esa figura desvanecida en la historia que gestó la primera visión del “Make America Great”, impulsó la expansión territorial de los Estados Unidos, impuso aranceles y aplicó la receta económica de beneficiar a las clases altas y esperar que la prosperidad cayera sobre las otras.

El eslógan de Donald Trump,

Medios como The Hill, Politico, The Wall Street Journal y muchos de los nacionales hablan de McKinley. Las comparaciones de los analistas iluminan otros detalles: su campaña electoral llevó el voto de trabajadores, inmigrantes y demás desfavorecidos al Partido Republicano, y su triunfo sobre los demócratas los dejó en un estado de debate y recomposición que duró tres décadas.

Su comunicación fue hábilmente segmentada por tipo de público, y así ganó tanto el Colegio Electoral como el voto popular. Gobernó en una época de transformación tecnológica de la economía, que pasó de rural a industrial. McKinley tuvo incluso un Elon Musk: el millonario operador político Mark Hanna.

Apetitos expansionistas

Rove destaca en su libro que McKinley “anexionó Hawai y libró una breve y exitosa guerra con España que liberó a Cuba y dio a Estados Unidos el control de Filipinas, Puerto Rico y Guam”. Su concepto expansionista no sólo se plantaba frente al reino que colonizó buena parte del continente americano, sino que también se basaba en que, si iba a “Make America Great” gracias a la producción industrial, hacía falta territorios donde colocar esas manufacturas. “Instituyó políticas que aseguraron que Estados Unidos fuera reconocido como una potencia económica y militar mundial”, escribió.

En su discurso de asunción, el único de sus antecesores al que Trump mencionó positivamente —además de a él mismo— fue el “gran presidente William McKinley”. Revivió sus ideas de una frontera siempre en expansión: “Lo estamos recuperando”, dijo sobre el Canal de Panamá; más tarde hablaría de Groenlandia, desarrollos inmobiliarios en Gaza y Canadá como estado número 51.

The Economist dedicó una tapa reciente a lo que calificó de “presidencia imperial”, y vistió a Trump —su caricatura con el puño derecho cerrado— con la ropa de McKinley. Citó que al asumir este segundo mandato dijo que Estados Unidos debe ser “una nación en crecimiento”, que “aumente nuestra riqueza, expanda nuestro territorio”. Esas palabras pueden ser parte de la desmesura discursiva habitual en Trump; sin embargo, la prestigiosa publicación británica destacó que “los presidentes no han hablado así en un siglo”.

Párrafo aparte merece la atención renovada de Estados Unidos a América Latina desde que asumió el mandatario 47. La primera gira que hizo el secretario de Estado Marco Rubio —significativamente cubano-americano, como Mauricio Claver-Carone, su encargado de Asuntos Latinoamericanos— fue a la región. Recursos básicos, energía y minerales esenciales ponen a estos países, en la inspiración política de McKinley, muy por delante de Ucrania y Europa, por ejemplo, como se vio en el Salón Oval durante la visita de Volodimir Zelenski.

La expansión territorial de McKinley respondía a la doctrina del Destino Manifiesto que durante el siglo XIX justificó la guerra con México y la incorporación de todo el Oeste. Quería que la flota naval de Estados Unidos tuviera presencia en puntos estratégicos, convencido de que el poder marítimo era clave en la seguridad nacional. Por eso, tras derrotar a España en la guerra, no le concedió la independencia plena a Cuba y se quedó con Guantánamo.

La noticia de la anexión de Hawai aparece junto con la destrucción de la flota española en la guerra por Cuba, durante el gobierno de William McKinley.

Los aranceles, otra herencia de McKinley

Quizá el elemento común a ambas presidencias que más atrae a los analistas políticos es el de los aranceles. “La reputación de McKinley creció en batallas [parlamentarias] sobre el gran tema de aquella era: los aranceles proteccionistas”, lo presentó Rove en su libro.

“McKinley difícilmente podría haber elegido un tema más crítico para hacer suyo”, siguió el ex asesor del presidente Bush hijo. Por entonces los aranceles “avivaron las pasiones políticas y abordaron cuestiones importantes sobre cómo crear empleo en una nación en rápida industrialización y quién debería beneficiarse más de la expansión económica del país”.

Con un vago eco actual, los aranceles representaban una discusión de fondo: “La batalla reflejó un debate mucho más amplio y ansioso sobre cómo se distribuiría la riqueza en una América que aún inventaba su economía, quién merecía protección en este nuevo mundo tumultuoso y cómo se debería financiar el gobierno federal”, apuntó Rove.

McKinley, criado en Ohio, había visto cómo el paisaje rural se transformó durante la Guerra de Secesión —en la que combatió, antiesclavista— en uno de la industria del carbón y el hierro, con un ferrocarril que llevaba soldados y materiales al frente. Era, además, hijo y nieto de herreros que se beneficiaron del sistema de protección.

El juez de la Corte Suprema Melville Weston Fuller toma juramento a William McKinley, junto al presidente saliente, Grover Cleveland. (Library of Congress via AP File)

Rove explica en su libro que McKinley representó a aquellos que “creían que los aranceles elevados promovían el crecimiento de la industria manufacturera y la producción agrícola nacionales al garantizar que existiera un mercado local sólido para los artículos producidos en Estados Unidos y que los salarios estadounidenses fueran más altos que los pagados en Europa”.

Y agregó algo que también parece un recuerdo del futuro, este presente: “Ambas partes consideraban demonios a sus oponentes”.

Otra cosa por la que lo comparan con Trump es que en su ensayo “El valor de la protección”, publicado en The North American Review en junio de 1890, McKinley veía los aranceles como un impuesto sobre el extranjero competidor en lugar de sobre el ciudadano contribuyente. Alguien tenía que pagar por la administración pública, pero mejor si lo hacía alguien sin el derecho a votar a sus autoridades.

“La forma de recaudar este dinero con la menor carga para el pueblo es el problema del estadista y del legislador”, escribió. “¿No es mejor que los ingresos del gobierno se aseguren mediante la aplicación de un impuesto o un arancel a los productos extranjeros, de modo que lo hagamos con un respeto que diferencie a nuestro propio pueblo, sus productos y sus empleos?“.

Donald Trump sostiene su más reciente orden ejecutiva sobre el aumento de aranceles, acompañado por el secretario de Comercio estadounidense, Howard Lutnick, en la Casa Blanca en Washington. (REUTERS)

Sin embargo, en una columna reciente en The Wall Street Journal, Rove distinguió diferencias en este punto entre su biografiado y Trump: “McKinley nunca fue partidario de los aranceles altos. Solo apoyaba lo que consideraba necesario para las industrias, rechazando las codiciosas demandas corporativas de aumentos innecesariamente elevados”. Propuso que el lector comparase el 11,5% de McKinley en determinados sectores con las propuestas de Trump, por ejemplo un arancel del 25% a cualquier importación de Canadá o el 45% que se ha sumado para el acero y el aluminio de China.

El apoyo de los empresarios y el papel de Mark Hanna

Un eslógan de McKinley suena, aunque más sofisticado, muy parecido a “Make America Great Again”: “Prosperidad en casa, prestigio en el extranjero”. Y esa fue una de las ideas de campaña que definieron el triunfo de McKinley sobre su opositor demócrata, William Jennings Bryan, un populista que acusaba a los republicanos de ser parte de “una conspiración entre los bancos ingleses y Wall Street”. El republicano, en cambio, era pro-negocios: “La legislación que ayuda a los productores beneficia a todos”, dijo en su discurso de asunción.

La pelea por el estándar de oro —los demócratas querían pasar a la plata, argumentando que el dinero caro empobrecía a la ciudadanía— regaló a McKinley el apoyo de JP Morgan y John D. Rockefeller. “A veces el miedo es mejor motivación para extender un cheque que la complacencia”, ironiza Rove en su libro.

Los nombres de los donantes de McKinley —entre ellos también Carnegie, Vanderbilt y Westinghouse— evocan el público multimillonario que asistió a la asunción de Donald Trump: Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y Sam Altman entre otros. Pero un detalle notable es que un rico empresario del Midwest y notorio operador político, Mark Hanna, cumplió en la campaña de McKinley un papel similar al de Elon Musk en la de Trump.

“Algunos historiadores atribuyen erróneamente la victoria de McKinley en 1896 a Marcus Alonzo ‘Mark’ Hanna, un magnate del hierro y el carbón convertido en agente político”, objeta Rove en defensa de su biografiado. Hanna y McKinley se hicieron amigos en una reunión de republicanos de Ohio poco antes de una convención y en 1890 comenzaron a trabajar juntos en la candidatura del futuro presidente.

Hanna aportó una suma considerable a la campaña, coordinó la recaudación de fondos entre otros empresarios, organizó eventos estratégicos y aseguró el respaldo de los delegados republicanos para garantizar la nominación. Una de las imágenes de la asunción de McKinley lo muestra con él en el carruaje presidencial. Hanna obtuvo una banca en el Senado, en lugar de un Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE).

Gracias a Hanna, subraya Rove, McKinley creó “las primeras campañas modernas de elecciones primarias y presidenciales”. A eso atribuyó su victoria: “La calidad de la campaña de un candidato marca una diferencia fundamental, y el tamaño y el alcance de los esfuerzos pasados para ganar la Casa Blanca palidecieron en comparación con los de los hombres de McKinley”.

Si Bryan recaudó USD 300.000 dólares, su contrincante republicano logró más de 13 veces eso: cerca de USD 4 millones. “McKinley y sus directores dieron prioridad a la organización, y aplicaron métodos empresariales a la política, en particular a las tareas de persuasión y movilización”, elogió Rove.

En 1896 la revista Puck publicó una caricatura de McKinley a punto de coronarse con la candidatura republicana, junto a Mark Hanna.

Más de 700.000 personas, separadas según sus perfiles de votantes, fueron invitadas al porche de la casa de McKinley en Canton, Ohio, para escucharlo hablar de los temas que interesaban a cada grupo específico. El correo despachó unos 250 millones de cartas de propaganda electoral, y en los estados indecisos los votantes recibieron una por semana. Los medios —entre ellos, el Cleveland Herald, de Hanna— reflejaron esas novedades.

Nuevo perfil del Partido Republicano

Un paralelo final entre Trump y McKinley apunta a las transformaciones del Partido Republicano por el peso de su figura y sus estrategias. “En 1896 McKinley surgió como un líder político especialmente adecuado para el momento. Entendió y defendió a los votantes obreros, al tiempo que se ganaba el apoyo de los capitanes de la industria”, sintetizó Rove la atracción doble de McKinley, que bastante evoca a la de Trump.

Una secuencia el 20 de enero la confirmó: luego de la jura en el Capitolio con los dueños y los CEOs de las empresas tecnológicas, el presidente fue a un estadio donde lo esperaban sus seguidores para firmar sus primeros decretos y arrojarles los bolígrafos que usó como souvenirs. Porque además del Colegio Electoral, en 2024 Trump ganó el voto popular.

La campaña y el triunfo de McKinley “tuvieron consecuencias tanto para las elecciones generales como para todo el sistema político del país en los años siguientes”, subrayó Rove. En lugar de cortejar a la dirigencia republicana, se enfrentó a ella y se presentó con el lema “El pueblo contra los jefes”, que, según el libro “entusiasmó a una generación emergente de republicanos deseosos de cambiar la política y cambiar Estados Unidos”. Ahora, con un fuerte sentimiento antipolítica entre los votantes, Trump hizo una operación similar.

La agenda proteccionista y territorialista de McKinley parece resurgir en el segundo gobierno de Trump, cuando Estados Unidos busca reafirmar su dominio global. (Imagen Ilustrativa Infobae)

McKinley también cambió el perfil blanco anglosajón que caracterizaba a su partido: “Rechazó los llamamientos anticatólicos y antiinmigrantes de la Asociación Protectora Americana. Se convirtió en el primer candidato presidencial republicano en buscar activamente el apoyo de los miembros de la jerarquía católica y en realizar un gran esfuerzo para cortejar a los votantes inmigrantes. También se acercó a los votantes negros y defendió sus derechos”.

Esa modernización de la base partidaria, argumenta Rove, permitió que los republicanos y sus ideas “dominaran la política durante los siguientes 36 años”. Hasta la victoria de Franklin D. Roosevelt en 1932, los republicanos ocuparon la Casa Blanca un total de 20 años. No es algo que, al menos dado su fracaso en el primer intento de reelección, en 2020, haya logrado Trump; sin embargo, su segundo intento le dio el éxito.

El lado B de McKinley

El expansionismo de Estados Unidos bajo McKinley tuvo también rasgos que convendría recordar para comprender el contexto: lo marcó una ideología que justificaba los sueños imperiales con la defensa de una supuesta supremacía blanca. Aunque territorios como Hawai, Puerto Rico, Guam y Filipinas pasaron a formar parte del país, sus habitantes se consideraban —lo expresó así la Corte Suprema— “razas extranjeras”, por lo cual no tuvieron derechos constitucionales básicos.

La última foto de William McKinley: entraba a la Exposición Panamericana, donde sería baleado por un anarquista.

McKinley mismo creía en la llamada “carga del hombre blanco”: la responsabilidad de imponer sus convicciones a los pueblos sometidos, que daba por hecha la superioridad de la cultura blanca euroamericana. En un discurso sobre los residentes de los territorios anexados dijo que eran “inadecuados para el autogobierno” y que correspondía a Estados Unidos la tarea de “educarlos, cristianizarlos y civilizarlos”.

En cuanto al racismo en casa, el año en que McKinley fue elegido también fue el año de la sentencia en el caso Plessy contra Ferguson, por la cual la Corte Suprema dictaminó que la segregación racial era constitucionalmente permisible. A continuación siguieron las normas que dieron legalidad a la discriminación durante los años de Jim Crow. En la década de 1890 también se despojó de tierras a los nativos y se forzó su integración social, lo cual condenó sus lenguas y sus culturas a la extinción.

En 1900 McKinley ganó la reelección, pero fue atacado al año siguiente en Buffalo, Nueva York, y se convirtió en el tercer mandatario estadounidense asesinado. Fue baleado por el anarquista Leon Czolgosz durante su visita a la Exposición Panamericana, y murió una semana más tarde por sus heridas.