Hace muchos años que la psicología estudia nuestra relación con personas desconocidas. Los llamados “lazos débiles”, se sabe, contribuyen a nuestra felicidad. Una charla con el portero sobre el clima o un breve intercambio con el taxista sobre la canción que suena en la radio pueden mejorar sustancialmente nuestro día. El problema es que esos cruces están en peligro de extinción.

Hace unos días tomé un Waymo en San Francisco. Conocidos como robotaxis, son los vehículos autotripulados que creó Google en la década pasada y desde 2023 circulan libremente en las cercanías de Silicon Valley, el primer lugar del mundo en admitirlos. Hoy son 700 autos que operan también en Los Ángeles y Phoenix. Se piden desde una app, pasan a buscarte por donde les digas y te llevan a destino. Todo igual que un Uber, Lift o similar, solo que no hay conductor.

Hace unos meses un grupo de vecinos indignados presentó una queja porque decenas de autos de la empresa se tocaban bocina entre sí durante toda la noche en un estacionamiento y no los dejaban dormir

Lo primero que llama la atención, por supuesto, es la tecnología. Un sistema de sensores, cámaras y software alimentado por IA permite que los autos circulen sin conductor. Las estadísticas de la empresa dicen que son más seguros que los autos manejados por humanos: 81% menos de airbags activados, 78% menos de choques con heridos.

Hay problemas, es cierto. Un competidor de Waymo, Cruiser, perdió su licencia el año pasado luego de que uno de sus autos atropellara a un peatón que, luego de un accidente causado por humanos, quedó tirado en la calle. El auto se empecinó en quedarse sobre el cuerpo. No lo podían mover.

En 2023, Cruise, la unidad de vehículos autónomos de General Motors, debió suspender sus operaciones

En el caso de Waymo la mayor parte de las polémicas son risueñas. Hace unos meses un grupo de vecinos indignados presentó una queja porque decenas de autos de la empresa se tocaban bocina entre sí durante toda la noche en un estacionamiento y no los dejaban dormir. En otro episodio, un Waymo se metió en el cemento fresco de una calle en construcción.

Esos errores los acercan a los humanos. Pero las similitudes terminan ahí. El Waymo no te habla. No se queja de los piqueteros, no escucha radio Aspen ni critica el camino que propone Waze. Es cierto, te deja mirar por la ventanilla o concentrarte en tu celular. Los lazos débiles se debilitan. Es un ítem más en la larga lista de espacios de interacción humana que la tecnología anuló, como la cabina del peaje, el mostrador de la pizzería o la caja del supermercado.

No son solo las apps. Las interacciones con extraños también están obstaculizadas por el uso masivo de auriculares. Los modelos más recientes de Google y Apple promocionan su sistema de “cancelación de ruido”. En ambos productos, si nosotros hablamos el volumen de lo que estamos escuchando disminuye y el efecto cancelación se apaga. Pero si alguien nos habla a nosotros no pasa nada. Seguimos aislados.

En 2013 las académicas canadienses Elizabeth Dunn y Gillian Sandstrom hicieron un experimento simple en una cafetería de Toronto. Reclutaron un grupo de voluntarios y, a la mitad de ellos, les pidieron que cada vez que compraran su café le sonrieran al barista y tuvieran una mínima conversación. Los que lo hicieron reportaron sentirse mejor, de buen humor y más conectados con sus congéneres durante el resto del día. Lo mismo pasó en un estudio de 2014 en Chicago, donde los participantes debían tener mínimas interacciones con sus compañeros de viaje en colectivo.

Las interacciones con extraños también están obstaculizadas por el uso masivo de auriculares

Curiosamente, antes de empezar ambos experimentos, los participantes predijeron que hablar con extraños les haría tener una peor experiencia, no una mejor. Sucedió al revés. Es probable que quienes diseñan tecnología se guíen por esas predicciones misántropas a las que somos propensos. Eso explicaría que sigan inventando dispositivos que nos hacen ganar tiempo, pero también nos hacen perder los pequeños intercambios que podrían hacernos más felices.

La autora es directora de Sociopúblico