Si la idea era detectar al elefante y descartar a la hormiga, el uso de la tecnología en el fútbol está desvirtuando el sentido. El objetivo del VAR apuntaba a dejar atrás errores groseros, no a cambiar las consecuencias de mirar un partido. Hoy se analiza menos quién jugó mejor o si el gol fue merecido. Los debates obligan a afinar el ojo para interpretar una posición corporal o para saber si un jugador tocó la pelota con el pie de apoyo antes de rematar un penal. El detalle es absoluto. Se necesitan repeticiones y cámaras más que lentas. Y a veces no hay evidencias. No importa, se cobra algo ínfimo. La hormiga tuvo familia.

El propio Julián Álvarez no lo tenía claro. De vuelta en la mitad de cancha tras su ejecución, se sinceró con los compañeros. Cuando uno de ellos le preguntó si la había tocado dos veces, les dijo “puede ser, no sé”. O sea, digamos. Había perdido el pleno apoyo y, en esa fracción de segundo, cualquier cosa puede pasar. Hasta que una decena de cámaras para transmitir ¡un Atlético Madrid-Real Madrid por Champions! no encuentre anormalidades y que, en la undécima, aparezca algo relevante. Por lo menos así pareció. Ese es uno de los problemas: parece. Sin certezas no debería haber sanciones. Kylian Mbappé y un par de compañeros reclamaron rápidamente el doble toque. Fue más una reacción que algo pensado, casi una estrategia como Carlos Bilardo les pidió a sus jugadores antes de una definición por el lanzamiento de una moneda: “Cuando esté en el aire, salgan corriendo a festejar. No importa lo que pase”. Mientras en la cabina estaban deliberando con el zoom, los futbolistas del Real presumían haber visto la verdad a 50 metros de la acción.

Julián, en el piso, después de haber anotado el penal que el VAR tachó luego

El VAR estará siempre en discusión. Incluso sus partidarios (quien escribe no se baja del barco aun en este momento) debemos marcar sus efectos negativos. La búsqueda de la exactitud se torna imposible en el fútbol. O, más bien, inútil. La clave es encontrar la delgada línea entre lo incuestionable y lo accesorio, lo grueso y la exageración. Para eso se necesita conocimiento, criterio, acción humana. El juego debe seguir guardando sus recovecos. Por ejemplo, un deporte de contacto no requiere la lupa para buscar mínimos golpes que no generan efecto en el rival.

Existe un elemento que va más allá de la tecnología: las reglas. La del penal es la número 14 en el código de este deporte. Establece lo siguiente: “El balón estará en juego cuando se desplace con claridad”. En el caso del miércoles, ¿se desplazó con claridad? Es decir, la norma tal vez ni siquiera avalaba plenamente lo sancionado. Si al VAR lo operan seres humanos, al reglamento lo escriben otros. Y deben interpretarlo unos terceros. Lo escrito no puede atender particularidades o excepciones. Se legisla sobre lo general. Pero se analiza lo particular.

Además, las reglas no sirven para siempre. Son perfectibles. Distintas fuentes del arbitraje creen que esta jugada generará un cambio. Tiene lógica: si el arquero se adelanta (un movimiento adrede) y ataja un penal, este se repite; si un ejecutante la toca dos veces (un movimiento involuntario que genera chances de errar el tiro), se lo da por fallado. Hay que encontrar, en cada sanción arbitral, la ventaja que se pudo haber sacado. Sirve para otros aspectos del juego.

El offside semiautomático que se utiliza en los grandes torneos fue revisado y será diferente en unos meses. Un cambio necesario

La sanción del offside comenzará a probarse de otras maneras. A partir de junio, en algunos torneos estará adelantado sólo quien tenga todo el cuerpo delante del anteúltimo rival. Habrá polémicas, siempre las habrá. Pero menos. Alguien debía reparar que un delantero no saca ventaja por tener un hombro por fuera de la línea de un defensor. Se lo debemos al exentrenador Arsène Wenger. A Wanchope Ábila y varios otros les estiraría la carrera. La objetividad que supone el offside y la tecnología obligaban a una variante para que las vidas no siguieran transcurriendo mientras se trazan las líneas.

No deberían terminar allí los cambios. Un agregado al reglamento de últimos años generó más confusión que soluciones. En el afán por empezar a cobrar las manos de jugadores que no evidenciaban intención de tocar la pelota pero abrían los brazos por las dudas, la International Board incluyó el análisis de la postura corporal. Dos subjetividades en una: primero los árbitros deben determinar si el jugador quiso usar la mano, luego establecer si el brazo estaba donde debía estar. Con todo respeto, ni los árbitros saben qué cobrar. ¿A cuántos centímetros del resto del cuerpo descansa naturalmente un brazo? ¿A diez? ¿Y si son once? La consecuencia, además, fue que los jugadores hayan empezado a moverse como nunca antes: igual que si tuvieran chalecos de fuerza. Para no poner el brazo de forma antinatural y que puedan cobrarles penal, en el área corren de manera… antinatural. Qué paradoja: mientras los jugadores se mueven robotizados, el fútbol tiende a depender cada vez más de lo mecánico. Justo el fútbol, el juego que, por popular y masivo, seguramente sea el más humano de todos.