El campo, el desierto, un pueblo, un río, el mar, alguna ciudad de provincia: son lugares, sí, son lugares. Cuando Diego Angelino los ve, sin embargo, cuando los escribe y los da a ver, parecen ser más que nada tiempo. No es que dejen de ser lugares, no es que dejen de disponer un espacio, espacios a ocupar o espacios a recorrer; pero cobran su verdadera existencia (y con ella, su sentido) en tanto pasan a definir duraciones: escalas de la duración. Un río se cruza o no se cruza, el mar se pliega o se viene encima, la vastedad precipita un vértigo de distancias y soledades. En los pueblos y en las ciudades chicas, donde todos se conocen, imperan los “todos sabían”, “diría todo el mundo”, “se recuerda todavía”: una memoria y un saber que es de todos, como lo son el olvido y la ignorancia. Pero son lugares que a Angelino le importan, más que por su condición de tales (paisajes, geografías, regiones), por su poder de suscitar un tiempo (y no uno, sino varios). Estos Cuentos completos en cierta forma se traman con aquello que dura o que perdura, en el medio de lo que se pierde o se olvida, o de lo que sencillamente pasa (y pasando, queda atrás). Ese árbol que sigue ahí, en “Bajo la luna, sobre la tierra, bajo la noche”; los huesos que en “Un lugar entre muchos” persisten después del olvido; o el nombre del que se ha ido en “Cartas desde el Perú”: “Lo único que conservábamos de él”.
Ese tiempo largo y lento que Angelino sabe desprender de los espacios, como si fuese su emanación o su secreto, acerca su literatura a la verdad esencial de las esperas, de la quietud, de la soledad. No son cuentos en los que nada pasa: pasan cosas, y a menudo terribles; ni son cuentos de personajes apagados de apatía: incluso en el apocamiento, algo tienen de desaforados. Y es que en eso consiste el arte de narrar de Diego Angelino: en que una fuga pueda ser “lenta y desesperada” (desesperada, ¡pero lenta!); en que alguien pueda escaparse sin proponérselo y sin casi saberlo, o perseguir cierta cosa que nadie ubica y acaso no exista; en que la llegada a cierto lugar sea tan larga como el viaje que la produjo (así llegan los inmigrantes a Comodoro, así llegan los inmigrantes a Nogoyá); en que en la acción de guerra imperen lo moroso (“el moroso avance de la tropa”) y lo monótono (“el monótono golpe de los cascos”); en que la creciente de un río tarde en llegar, mientras la burocracia a su vez “se toma su tiempo”; en que algo que aparece por fin, a lo lejos, donde no había nada, lo haga “como a desgano”. Angelino sabe narrar lo más difícil de narrar: las esperas (esperar la llegada de una carta, esperar la bajante de un río, esperar que se produzca un combate y que esa espera no sea un preludio, sino “el tejido de la guerra”), las fijezas (“esa quietud del campo al mediodía”, “el hombre permanecía parado horas y horas”, “permanecía sentado los días y los días y parte de las noches”), el mundo insondable de los ensimismados (¿se bastan a sí mismos? Más bien no pueden consigo mismos). Y hasta narrar una mirada (en una historia en la que, en cierto modo, lo que ocurre es básicamente eso).
Cuando Diego Angelino designa, hacia el final de “Mi amigo, las islas, el Capitán y la muerte”, ciertas “cosas inenarrables”, detalla de inmediato: “Las calles barrosas por las que me hundía descalzo, la luz realmente mortecina de un farol que casi no alumbraba, el perfume de los paraísos”. No se trata, evidentemente, de cosas extraordinarias, sino más bien de esas cosas comunes de las que lo extraordinario brotará, para ocurrir, y a las que se reintegrará una vez que haya ocurrido. Eso es lo inenarrable para Angelino, y eso es precisamente lo que narra. Por eso dice en uno de los cuentos que “no se trata de contar una historia”, sino de decir que “ya no hay música en Campo del Banco”: lo que hay que narrar es una falta, lo que hay que narrar es una ausencia, lo que hubo y ya no hay, lo que había y ya pasó. Por eso dice también Angelino: “Es difícil relatar algo que prácticamente nunca aconteció”. Y dice un poco antes: “Había llegado con los años a ese raro equilibrio del relato donde los hechos mismos parecen desaparecer”.
Es difícil relatar algo así, en efecto. Y es difícil alcanzar ese raro equilibrio del relato. Pero es lo que Diego Angelino consigue en cada uno de estos Cuentos completos, escritos entre los años setenta y el presente. Por eso puede narrar como narra un crimen, por eso puede narrar como narra un suicidio, por eso puede narrar como narra una muerte. Porque un crimen puede narrarse con un revólver que se levanta (porque ese revólver va a matar) o con una daga en la mano (porque esa daga ya mató) o con una frase tan simple y rotunda como “sonó el tiro”. Y un suicidio puede narrarse con un cuerpo “calmo” y “detenido” que pende de un árbol como pende una rama. Y la muerte como lo que más profundamente es: una forma de quedarse quieto el cuerpo (“hay que quedarse quieto para esperar la muerte”, “seguía empujando el cuchillo, empujándolo hasta que el cuerpo dejó de conmoverse”).
Por eso puede haber un muerto que lo está antes incluso de haber muerto, o puede haber un muerto que lo está sin que nadie lo note (y entonces la muerte será ni más ni menos que eso: un cuerpo quieto que, al ser tocado, “se fue cayendo despacio”). Narrar huellas, narrar inminencias, narrar restos, narrar olvidos: lo que está por pasar o lo que acaba de pasar, lo que parece haber acontecido apenas, lo que se diría que desaparece incluso mientras está sucediendo. Es un arte de narradores eximios. Y Diego Angelino es sin dudas uno de ellos.
Buenos Aires, noviembre de 2024