La lluvia pudo más. Banfield e Independiente igualaban 0 a 0 bajo el diluvio, cuando a los 23 minutos del segundo tiempo y apenas cinco después de una primera advertencia de Silvio Trucco a los capitanes, el árbitro agitó los brazos en un claro gesto de “no va más” y mandó a todos a la ducha. “Dimos prioridad a la salud física de los jugadores. No se podía seguir. Las opiniones entre ellos estaban divididas y la decisión fue mía”, fue su explicación, que pareció lógica dadas las condiciones de laguna en la que se iba convirtiendo el campo de juego.
Agua por acá y por allá. Desde el cielo y desde mucho tiempo antes del inicio, con mayor o menor intensidad, pero de manera casi incesante. Y sobre todo en el suelo, humedeciendo el césped y la pelota, creando trampas en forma de charcos en sectores dispersos por todo el campo. Agua en cantidades suficientes para obligar a modificar sistemas y estilos, a prestar tanta o más atención a no correr riesgos que a poner en juego gambetas en zonas comprometidas, cambios de frente, toques en corto que pudieran frenarse en el barro, o simplemente a un resbalón que propicie caídas improcedentes o encontronazos violentos en la disputa de una pelota.
El agua como protagonista de la noche y condicionante máximo de un encuentro que no pudo terminar y en cierto modo devolvió el fútbol a tiempos en los que se jugaba en terrenos más desparejos que los actuales y la imprevisión de un mal pique destrozaba planteos tácticos. Solo faltó el barro para completar el maquillaje de épocas añejas.
El Rojo (esta vez de azul por esas cosas del marketing) había llegado al Sur con la opción de recuperar la punta en su zona aunque con la mirada de los hinchas más puesta en los dos clásicos que se asoman en el horizonte cercano (San Lorenzo y Racing), que de algún modo pueden determinar su ubicación final en la tabla de la zona B pero también el grado de fiabilidad del equipo para pensar en metas mayores. Se quedó con las ganas de las dos cosas.
Era, se suponía en el universo de Independiente, una buena ocasión para tratar de resolver la incómoda materia del nivel de juego fuera del Bochini, donde la producción baja varios escalones respecto a la que genera como local. Las circunstancias con las que se encontró empujaron a resetear de manera apresurada. Adiós a la intención de presión adelantada, a la idea de dominar el juego con combinaciones veloces a ras del piso para ir llevando de una banda a la otra, a volcar el peso en las habilidades de jugadores como Kevin Lomónaco o Iván Marcone para marcar el camino desde atrás con pases precisos o traslados con la cabeza levantada. La metamorfosis le costó un rato bien largo.
Lo mejor del partido
Enfrente, el Taladro partió con ventaja desde los apellidos. Con un mediocampo integrado por Lautaro y Gonzalo Ríos, Martín Río y Gerónimo Rivera tenía toda la lógica suponer que bajo el diluvio su juego se iba a acomodar mejor a dejarse llevar por la corriente. Fue así nomás en varios tramos de la primera mitad, aunque pueda sonar a broma.
La agilidad de Rivera por derecha, muy bien acompañado por el lateral Ramiro Di Luciano y Juan Bisanz, complicó más de una vez a Álvaro Angulo y Sebastián Valdez (ambos fueron amonestados en los 45 iniciales); y la plasticidad de los mediocampistas para anticipar y empujar a sus delanteros hacia el área de Rodrigo Rey le dieron al local cierto predominio, aunque sin demasiada presencia en los metros finales.
Hubo un centro cruzado de Bisanz que cruzó el área sin que nadie lo conecte y un tiro libre muy bien ejecutado por Rivera con poco ángulo que estuvo cerca de meterse por el segundo palo fueron sus únicas cuotas de peligro. La seguridad de Lomónaco en los cruces fue suficiente para cortar la mayoría de los avances.
Tampoco el Rojo lograba frecuentar demasiado seguido el territorio de Facundo Sanguinetti, pese a los intentos de Santiago Hidalgo por derecha y el dúo Angulo-Diego Tarzia por el ala contraria. Al promediar la etapa, Julio Vaccari se convenció de que era imposible llegar con la fórmula que promueve en los entrenamientos: pidió a sus jugadores que fuesen más directos para ir al ataque. De ese modo exigió al arquero local con un cabezazo de Matías Giménez a los 35.
El técnico de Independiente había sorprendido en la alineación dejando en el banco a Gabriel Ávalos, delantero que por su altura parecía ideal para el juego por arriba que indicaban las condiciones. Le dio ingreso a los 10 de la segunda mitad, pero apenas pudo verse si el cambio le daba resultado.
Más allá de una atajada de Sanguinetti a un remate cercano de Loyola en el arranque, el agua insistió en ser la gran protagonista de la noche y el fútbol se fue haciendo imposible. Hasta que Trucco dijo basta, y dejó 22 minutos pendientes para resolver el resultado otro día en el que se pueda volver a jugar