El único aporte que hizo a la democracia a punto de ser recuperada, si es que hizo algún aporte, fue el de dejar de ser quien era, un dictador, el último del llamado “Proceso de Reorganización Nacional”, la última trágica aventura del poder militar en la Argentina. En estos tiempos de extrañas añoranzas, bueno es recordar la figura, gris, cenicienta, de un lobo disfrazado a su pesar de cordero: el general Reynaldo Bignone, que murió hace siete años, condenado por violaciones a los derechos humanos.
Fue el último presidente de facto del “Proceso”, luego de las gestiones de Jorge Videla, Roberto Viola y Leopoldo Galtieri, luego del desastre de Malvinas y con una dictadura que se desgajaba día a día, envuelta en una gigantesca crisis económica y un hastío social en el que había derivado el visto bueno, cauto en algunos casos, fervoroso en otros, que había cosechado el golpe que derrocó a María Estela Martínez de Perón el 24 de marzo de 1976. Bignone se hizo cargo también de gobernar, o de intentar hacerlo, unas fuerzas armadas divididas por Malvinas y por la sombra que se cernía sobre ellas: dar cuenta de los crímenes cometidos por el terrorismo de Estado, la represión ilegal de la subversión, que no había adquirido entidad sociológica de tal cuando Bignone llegó a la Rosada.
Encarnó desde el primer día de su gestión la difícil tarea de encausar el país hacia la democracia no por convicción, sino porque la dictadura no tenía frente a sí otra alternativa: la “unidad monolítica” de la Junta Militar, que nunca fue ni una ni otra, daba igual quiénes fuesen los comandantes que la integraban, había quedado desecha tras la renuncia a la presidencia de Galtieri, luego de la rendición de Puerto Argentino. Quienes secundaban a Galtieri en la Junta, el almirante Jorge Isaac Anaya y el brigadier Basilio Lami Dozo, se habían retirado de la Junta Militar y fue el Ejército quien se hizo cargo de llevar adelante el gobierno con su nuevo comandante a cargo, el general Cristino Nicolaides. Fue Nicolaides quien impuso a Bignone como presidente: asumió el 1 de julio de 1982, quince días después del fin de la guerra de Malvinas. Entregó el poder a Raúl Alfonsín, electo en octubre de 1983, el 10 de diciembre de ese año. Las investigaciones que nacieron del accionar de la CONADEP (Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas) y de la sentencia de la Cámara Federal contra las tres primeras juntas militares que siguió al juicio celebrado entre abril y diciembre de 1985, desnudó cuál había sido el accionar de Bignone durante el “Proceso”.
Bignone había nacido en Morón en 1928. Su carrera militar, en especial en sus años como general, tuvo el estilo impuesto por su comandante, Jorge Videla: cautela, silencio, formalidad, recelo. En 1975, el agitado año que siguió a la muerte en la presidencia del general Juan Perón, Bignone era director del Colegio Militar cuando ascendió a general de brigada. Pasó luego a ser secretario general del ejército cuando Videla fue designado comandante general. En diciembre regresó a dirigir el Colegio Militar, un sitial, el de los institutos militares, donde actuaría casi el resto de su carrera. Participó del diseño del golpe del 24 de marzo y, no bien arrancó el “Proceso”, fue designado delegado de la Junta Militar en el Ministerio de Bienestar Social, que había sido el nido de la organización terrorista de ultraderecha Triple A, que apañaba el antes poderoso ministro del peronismo, José López Rega.
El 28 de marzo, cuatro días después del golpe, Bignone estuvo ligado a la ocupación militar del Hospital Posadas, donde luego se instaló un centro clandestino de detención y donde figuran varios desaparecidos, víctimas del terrorismo de Estado. Fue segundo comandante, jefe de Estado Mayor y comandante de Institutos Militares entre 1976 y 1981 y tuvo a su cargo la Zona de Defensa IV, según el esquema de división de fuerzas de represión que había sido diseñado por el Ejército. En Campo de Mayo, territorio en gran parte de Institutos Militares, funcionó un gran centro de detención, con otros centros clandestinos de la zona bajo su dependencia. Bignone se retiró del Ejército tras la remoción de Videla de la presidencia, en 1981.
Como presidente, Bignone enfrentó, sin éxito, una crisis económica gigantesca y una división militar que era un símbolo del desbande provocado por la derrota en Malvinas. Bignone asumió sin el respaldo de la Fuerza Aérea y de la Armada y recién en octubre de 1982 logró cierta cohesión, al menos en apariencia, cuando se sumaron a Nicolaides como miembros de la Junta Militar, el almirante Rubén Franco y el brigadier Augusto Hughes. Salvo el ministro del interior, general Llamil Reston, todo el gabinete de Bignone fue integrado por civiles, un paso al menos simbólico, hacia la institucionalización del país.
Su ministro de Economía José María Dagnino Pastore, declaró el “estado de emergencia” frente a una inflación del doscientos por ciento, un deterioro constante del peso y el cierre de fábricas y de empresas devoradas por la crisis. Su sucesor, Jorge Wehbe, lanzó en septiembre de 1982 un control de precios impuesto a seiscientas setenta y cinco empresas con la idea de “resguardar el salario real”. Pero el salario real caía en picada y sin remedio. Dos presidentes del Banco Central, Domingo Cavallo entre el 2 de julio y el 26 de agosto, y Julio González del Solar dieron los primeros pasos para estatizar la deuda de empresas privadas calculada en diecisiete mil millones de dólares.
El poder militar, lo que quedaba de él, trabó la gestión de gobierno de Bignone que había anunciado una convocatoria a elecciones para el 30 de enero de 1984. Era una fecha que le habían impuesto sus mandantes, la Junta Militar, que planeaba marcharse del poder el 29 de marzo de ese año. Las presiones políticas de “La Multipartidaria”-un espacio de discusión entre los partidos políticos mientras regía el Estado de sitio- que había impulsado el radical Ricardo Balbín y de un peronismo todavía en reconstrucción, se hicieron más intensas. La intención de la Junta, en especial la intención de Nicolaides, era la de demorar lo más posible la entrega del poder hasta que no se hubiera acordado con la dirigencia política dos cuestiones vitales: los desaparecidos y Malvinas.
Las presiones sobre Bignone por parte de sus camaradas de armas eran tales que, según reveló en estas páginas Juan Bautista Yofre, el presidente dijo al teniente coronel Julio Salas el 12 de septiembre de 1982: “No hace falta que saquen un solo tanque a la calle para derrocarme. Me avisan cinco horas antes, retiro mis cosas de Olivos y me voy a mi casa”. El veloz desgaste del gobierno militar obligó a adelantar las elecciones y a zanjar por un decreto el drama de los desaparecidos. El 16 de diciembre de 1982 una gigantesca marcha convocada por “La Multipartidaria” terminó en una feroz represión que dejó un muerto y decenas de heridos.
Años después, el ex fiscal del juicio a las juntas, Luis Moreno Ocampo, revelaría que Bignone intentó condicionar el traspaso del poder y las elecciones a la no investigación de ilícitos y a la no revisión de lo actuado en la lucha antiterrorista. Fueron los días en los que Alfonsín denunció un pacto “militar sindical” que involucraba al ejército y al poderoso jefe de la Unión Obrara Metalúrgica (UOM), Lorenzo Miguel. Más presiones militares, esta vez del almirante Franco y del brigadier Hughes, llevaron al Ejército a nombrar al anciano general Benjamín Rattenbach como cabeza de una comisión investigadora sobre la guerra de Malvinas.
En abril de 1983, ya adelantadas las elecciones para el 30 de octubre de ese año, Bignone firmó un decreto confidencial, el 2726/83 que ordenaba la destrucción de toda la documentación existente sobre detención, tortura y asesinato de los “desaparecidos” y la emisión del llamado “Documento Final de la Junta Militar sobre la Guerra contra la Subversión y el terrorismo”. Ese documento afirmaba, entre otras cosas: “Se habla asimismo de personas ‘desaparecidas’ que se encontrarían detenidas por el gobierno argentino en los más ignotos lugares del país. Todo esto no es sino una falsedad utilizada con fines políticos ya que en la República no existen lugares secretos de detención, ni hay en los establecimientos carcelarios personas detenidas clandestinamente. (…) En consecuencia debe quedar definitivamente claro que quienes figuran en nóminas de desaparecidos y que no se encuentran exiliados o en la clandestinidad, a los efectos jurídicos y administrativos se consideran muertos, aun cuando no pueda precisarse hasta el momento la causa y oportunidad del eventual deceso, ni la ubicación de sus sepulturas (…)”.
El 23 de septiembre, un mes antes de las elecciones, el gobierno de Bignone dictó la ley 22.924, llamada “Ley de Pacificación Nacional” y conocida como “Ley de Autoamnistía”, que liberaba de responsabilidades legales a los miembros de las fuerzas armadas que hubiesen actuado en la “guerra contra la subversión”. La ley fue, más tarde, declarada inconstitucional por el Congreso. Finalmente, Bignone entregó el poder a Raúl Alfonsín el 10 de diciembre de 1983 y no en enero de 1984, como era idea de la Junta Militar. El nuevo gobierno democrático heredaba un descalabro económico signado por una deuda externa de cuarenta y cinco mil millones de dólares: era de ocho mil quinientos millones cuando la viuda de Perón fue derrocada.
Bignone fue procesado por secuestro, torturas y asesinatos cometidos en Campo de Mayo cuando era comandante de Institutos Militares, pero quedó libre de condena porque antes el presidente Alfonsín dictó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida en 1986. Fue juzgado y condenado por la destrucción de los documentos relacionados con la represión. Estuvo preso desde julio de 1989, hasta que el flamante presidente Carlos Menem dictó los indultos en octubre de ese año.
En 1999, tras la reapertura de las causas por secuestro de menores, Bignone fue de nuevo enjuiciado. Y cuando las causas por derechos humanos fueron reactivadas por anulación de las leyes dictadas por Alfonsín, Bignone recibió siete condenas que iban desde los veinticinco años de cárcel hasta dos condenas a reclusión perpetua. Fue condenado por la desaparición de tres soldados conscriptos, secuestrados en el Colegio Militar y un químico del Inti, por haber ordenado la destrucción de toda la documentación sobre detenidos, desaparecidos y sobre los centros clandestinos de detención bajo el mando del Ejército. También fue condenado por apropiación de menores, hijos de detenidas ilegales que fueron entregados a otras familias y sus madres asesinadas, por la represión en el Hospital Posadas y en la megacausa que investigó los delitos de lesa humanidad cometidos en Campo de Mayo.
En su defensa, Bignone expresó: “La lucha contra el terrorismo en los sesenta y en los setenta se trató de una guerra contra integrantes de grupos subversivos que no eran ni demasiado jóvenes ni idealistas. (…) Su ideal era la toma del poder por la fuerza subversiva (…) Se nos tilda de genocidas y represores. Lo de genocida no resiste el menor análisis. Lo ocurrido en nuestro país no se adapta a lo más mínimo al concepto internacional de genocidio (…) Acá no hubo más de ocho mil desaparecidos, cifra que no es superior a las cifras de la inseguridad actual (…) Se machaca con que hay treinta mil desaparecidos. Jamás se mostró la veracidad de esta cifra. No niego que la desaparición de personas sea delito en paz; en tiempos de guerra tiene otra clasificación (…) Nunca se demostró que en diez años de guerra fueron más de ocho mil. Se baraja la cifra de bebés desaparecidos; resulta sensible e impactante. Pero de esas desapariciones ninguna figura el poder militar. En todos los casos son dichos por terceros”.
Bignone murió el 7 de marzo de 2018, a los noventa años.