La foto blanco y negro de su perfil de WhatsApp muestra a una mujer muy joven, de pelo rubio platinado al lado de un caballo. Es Gena Rowlands, la actriz preferida de Belén Blanco. Hasta su gata lleva el nombre y apellido de la protagonista de Una mujer bajo influencia. “Es muy grande lo que hizo, no muchas películas pero cinco espectaculares; transmite mucho, me interpela como actriz. Es lúdica, juega, no le importa nada”, dice Blanco, artista de la incomodidad, de lo que no encaja, de la rebeldía ante la norma.
Clandestina, la obra escrita y dirigida por Natalia Villamil que interpreta todos los viernes en Teatro Callejón, no es su primer unipersonal. En 2000 hizo Kleines Helnwein, de Rodrigo Malmsten, acompañada por músicos, y en 2019, Kinderbuch, de Diego Manso. Esta vez, comparte la escena con la música Guadalupe Otheguy, con quien intercambia miradas y establece una conexión permanente. A público, Marta cuenta como puede, como le sale, sin victimizarse, la historia de un embarazo no deseado y el aborto, en un contexto rural muy desfavorable, de mucha soledad y desamparo.
“Expone lo que le pasó pero no lo tiene muy en claro. Lo vuelve a pensar, como si no lo terminara de procesar. La obra habla de la superación de los conflictos pero creo que hay cosas que no terminan nunca de procesarse”, dice. Y en la charla aparece una angustiante escena de la obra, la del abuso. Un hombre que le gustaba pero que ante el avance, ella se paraliza, no sabe qué hacer: “Esa escena fue clave, la ensayamos mucho, marcó toda la obra, definió hasta cómo era ella. Una chica que no sabe lo que quiere, que es abusada pero no puede reaccionar y a la vez sin solemnizar. Creo que esta es una obra postfeminista. Ella no quiere ser madre, decide hacerse el aborto, se pregunta sobre la maternidad y qué es ser mujer”.
–¿Te apoyaste en experiencias cercanas?
–No, yo siempre me apoyo en el material, todo sale de ahí. Trabajar sobre las imágenes, sobre lo profundo que se está diciendo. Y leí mucho. Es muy difícil interpretar algo. Además, esta historia pertenece a una novela de Natalia (Villamil), Malnacidos, que leí después de leer la obra. Pero después todo eso desaparece para que surja el trabajo que hacés con ese texto con la directora.
–Marta vive en el campo, un ámbito que conocés porque naciste y creciste en un pueblo rural…
–Sí, en Casbas, un pueblo de 5 mil habitantes en la provincia de Buenos Aires. Nací ahí y ahí tengo toda mi familia. Mujeres poco escuchadas. Pasan cosas increíbles, cosas que siguen pasando y nos siguen impresionando. Por eso me gustaría girar con esta obra, moverla, porque esta sociedad está muy reaccionaria. Hacer esto en medio del derechazo que se viene es muy fuerte, muy importante y conmovedor poder hacerla. Me gustaría llevarla a mi pueblo, que la vea mi abuela. Nunca llevé nada.
–Cuándo vas, ¿cómo te reciben? ¿sos la ciudadana ilustre?
–No, nadie me da bola. Igual, cuando voy, me quedo en casa de mi hermano que está alejado, en medio del campo, a 50 kilómetros del pueblo. Los regresos suelen ser conflictivos. Manuel Puig lo retrató muy bien.
Fue Ofelia en la última puesta de Hamlet en el Teatro San Martín, interpretada por Joaquín Furriel y dirigida por Rubén Szuchmacher. Este año, en el mismo teatro y también con Furriel, será parte de Ricardo III con dirección del español Calixto Bieito (el director de La vida es sueño en 2010), pero aún no sabe cuál es su personaje.
“Me gustan las revisiones de los clásicos. Como cuando hicimos La señorita Julia, de (August) Strindberg, la versión de Alberto Ure y dirección de Cristina Banegas. Amo esa obra. Los clásicos son demasiado actuales. Lo que importa es la mirada del director, que ve de todo eso, el punto de vista”, dice la actriz que interpretó a Nora Helmer en Querido Ibsen, soy Nora, de Griselda Gambaro, con dirección de Silvio Lang, en 2013.
–Mencionaste a Ure. Tu debut teatral fue bajo su dirección, en Los invertidos, de José González Castillo, en el San Martín, a principios de los 90. Eras una adolescente. ¿Qué te acordás de esa experiencia?
–Sí. Me acuerdo mucho de Ure. Yo estaba en el secundario y estudiaba con Cristina Banegas -ya vivíamos en Buenos Aires- y ella me propuso para un reemplazo. Tengo muy buenos recuerdos, un tipo muy lúcido. Éramos amigos, venía a mi casa, tomábamos café, lo admiraba mucho, muy capo y muy generoso. Trabajé en otras con él. Una vez, en Don Juan, yo no podía hacer una escena en la que Doña Elvira vuelve convertida en monja. Como un psicólogo, me ayudó, a ver qué pasaba, por qué no podía. Tal vez yo era muy chica para entender algunas cosas. Pero gracias a él, salió.
–Ure, Banegas, Szuchmacher, Lang, Helena Tritek, Leonor Manso, entre otros, además de los autores y directores Diego Manso y Natalia Villamil: mucha experiencia y desde muy joven. Pero siempre en salas oficiales o del off…
–Sí. Intento entrar en el universo del director. El trabajo del actor es eso, ser transmisor de eso que el director ve, tratar de estar ahí. Casi nunca hice teatro comercial, no se dio. Creo que una llama también a los proyectos.
–¿Te pasó de no coincidir con la dirección, de no poder entrar en su universo?
–Dejé muchas obras. Es un momento horrible. Ya no me pasa, creo que antes le daba poco tiempo a las cosas; el teatro tiene que madurar, internalizarse. Esta obra, Clandestina, siento que puedo hacerla en cualquier lado, está adentro mío.
Cuándo tiene algo para contar, cuando surge y se vuelve indispensable hacerlo, Belén Blanco escribe y dirige cortometrajes, un género que la entusiasma. Con el primero, Nadie (2008), acerca de una adolescente que se inventa un novio imaginario para escapar del aburrimiento de su pueblo, participó de la sección oficial del Festival de Cine de Berlín. El más reciente es un documental sobre el Malón de la Paz, el acampe de las comunidades indígenas en el microcentro porteño: “Lo filmé con una cámara que me prestó una amiga porque no tengo cámara. Soy autodidacta pura”.
En cuanto a documentales, puso la voz a uno que aún no se estrenó, Museos, de Francisco D’Eufemia (el director con quien filmó Al acecho) sobre los “museos de la subversión”: “Es insólito. En la Esma y Campo de Mayo hubo museos donde los militares coleccionaban pertenencias de militantes montoneros y del ERP; las guardaban como trofeos, desde zapatillas hasta cartas que pusieron en vitrinas. El director investigó el tema, fue reuniendo imágenes de archivo, inéditas, de los años 70″.
A diferencia de muchas actrices de teatro para quienes el cine es una asignatura pendiente, Blanco filmó varias películas, desde El caso María Soledad, de Héctor Olivera (1993), hasta una de sus preferidas, La deuda, de Gustavo Fontán (2018), entre otras como La puta y la ballena (Luis Puenzo, 2004), Las manos (Alejandro Doria, 2006), La sonámbula (1998) e Inmortal (2020), ambas de Fernando Spiner. También tres films con Sergio Mazza: Graba, El gurí y One Shot; de los cuales el primero, filmado en 2011, en París, trata sobre una inmigrante argentina que se refugia en esa ciudad después de un aborto. “Fue una prueba difícil porque paso gran parte de película desnuda. No tiene nada de erótico. Es una mujer que expone su cuerpo al máximo. Me costó un montón, técnicamente fue complicado sentirme cómoda. De todos modos, creo que actuar es estar incómodo. Porque la incomodidad te lleva a buscar, a ir a otro lugar, a tener otras experiencias como actriz”.
Un rostro inolvidable
Una cara que no se olvida la de Belén Blanco. De una ingenua intensidad. Hubo un momento en que su imagen estuvo muy presente en las ficciones de la televisión. Aparte de la innegable desaparición de producciones para la tevé abierta, poco a poco se la vio menos. El Rafa, Vulnerables, Tumberos, El tiempo no para, Mujeres asesinas, El puntero, Los siete locos y el lanzallamas, Morir de amor y muchos más son los títulos en los que participó.
“No se puede hacer todo, yo no puedo. Esta obra me llevó seis meses de trabajo profundo. Es una lección de vida. Me gusta actuar en la tele con gente copada, talentosa, como Diego Lerman (la dirigió en la miniserie La casa, para la TV Pública). Me encantaría volver a trabajar con él o con Adrián Caetano (Tumberos y Disputas). Es muy difícil el trabajo del actor. ‘¿Por qué no trabajás con Almodóvar?’, me decía mi abuela. Y qué sé yo, porque no me llama, porque vive lejos, porque no lo conozco. Me gusta concentrarme en lo que deseo y en lo que puedo porque lo demás no depende mí”, dice la actriz que intenta vivir día a día, con lo que se presenta. Este año seguirá con Clandestina, estrenará Ricardo III y preparará Los santos y los perros, de Diego Manso, sobre la figura de Juana de Arco.
–No te gusta hablar de tu vida fuera del trabajo. ¿Pero cómo te preparás en tu rutina diaria para salir a escena?
–Hago meditación para sentirme segura y tranquila, hago cosas para prepararme cuando actúo. Después, cuando termino, desconecto. Necesito desapegarme y después volver. Soy muy cambiante, salvo cuando actúo que sostengo la misma rutina. Me gustan mucho los animales y si fuera por mi tendría de todo tipo. Corro, hago yoga, cambio porque me aburro. Y me encanta bailar.
–En Hamlet cantaste y decís que te gusta bailar. Tenés que hacer un musical…
–Me encantaría. Hay que tener mucho talento para eso. Pensé que me moría cuando tenía que cantar en Hamlet. Me preparé muchísimo porque me daba vértigo cantar a capela en la Martín Coronado. Y me encantó. Bailar me hace muy bien. En Clandestina lo hago, es un personaje tierno y lúdico que conmueve.
Clandestina, de Natalia Villamil. En Teatro Callejón, Humahuaca 3759. Los viernes, a las 20