En la puerta de La Armonía paran varias líneas de colectivos

A lo largo de varios relatos, he tenido la oportunidad de describir algunos vecindarios o territorios de cercanía de cada cafetín porteño. En oportunidades, sus ubicaciones coincidieron con cruces de calles que hacen de vértice a cuatro barrios diferentes. Por ejemplo, el Gran Café Gardel de Independencia y Entre Ríos, cuyas cuatro esquinas pertenecen a Montserrat, Constitución, San Cristóbal y Balvanera.

Buenos Aires está atravesada por extensas avenidas que funcionan como fronteras y, con solo cruzar la calle, se salta de un barrio a otro. El caso de Entre Ríos, y su continuación Callao, tiene una justificación histórica. A principios del siglo XIX su trazado sirvió de límite urbano oeste de la aldea que era Buenos Aires.

Fue Bernardino Rivadavia, en 1821, siendo ministro del Gobernador Martín Rodríguez, quien le otorgó la categoría de avenida de circunvalación llevándola a 30 varas de ancho contra las habituales 11 de las demás calles. A partir de entonces, este antecedente lejano de la avenida General Paz, indefectiblemente, aunque hubiera una historia en común a cada lado de la traza, dio origen a barrios con sus propios días de fundación, nombres e instituciones.

La clientela de La Armonía se nutría de empleados de La Martona e integrantes del sindicato La Fraternidad

En la actualidad, la avenida Entre Ríos reafirma ese patrón. Distorsiona una armoniosa melodía ejecutada durante más de 200 años. Lo explico.

El bar La Armonía está ubicado en la esquina de la avenida Entre Ríos y 15 de noviembre de 1889. Abrió en 1910. Son más de 100 años. Este hecho ya expresa un mérito por sí mismo. ¿Cuál es la composición que, en esta ocasión, vino a interrumpir Entre Ríos? Veamos.

En los terrenos del Parque Vuelta de Obligado –también popularizado como Garay– y el que ocupa el Hospital Garrahan se había establecido, en el siglo XVIII, la Orden de los betlemitas. Hacia 1817 se afirma que el lugar fue arrendado por el naturalista y botánico francés Aimé Bonpland quien, junto al prusiano Alexander Von Humboldt, se instaló para estudiar especies botánicas locales. La zona era pródiga en pantanos, pastizales, plumerillos, ombúes y sauces.

Bajo uno de esos árboles se detuvo Juan Manuel de Rosas, de regreso de su derrota en Caseros, para escribir la carta de renuncia al cargo de gobernador de la provincia de Buenos Aires. Décadas más tarde, el 23 de agosto de 1885, el presidente Julio Argentino Roca inauguró en el lugar el Arsenal Principal de Guerra Esteban de Luca. Ocupaba el predio entre las calles Rincón, Brasil, Garay y Combate de los Pozos.

El café se sirve en jarrito de vidrio con agarre de metal

Desde ese arsenal salieron los soldados que reprimieron la Revolución del Parque –actual Plaza Lavalle– en 1890. También los militares necesarios para enfrentar a los huelguistas de 1919 durante la llamada “Semana Trágica”.

Ya en la segunda mitad del siglo XX, en el interior del arsenal fueron fusilados dos militantes peronistas luego del derrocamiento del gobierno del presidente Perón en 1955. Solo después de ese trágico suceso, la dictadura de entonces, tomó la determinación de demoler y trasladar el arsenal.

Pues bien, la esquina de Entre Ríos y 15 de noviembre de 1899, según la división política actual, pertenece a Constitución. Los acontecimientos narrados antes, situados al otro lado de la avenida Entre Ríos, ocurrieron cuando la zona era San Cristóbal. Sin embargo, tiempo después, con el corrimiento de mojones decidido por peritos de escritorio, el lugar pasó a formar parte de Parque Patricios. En la actualidad, Constitución, San Cristóbal y Parque Patricios, además de ser barrios diferentes, pertenecen a tres comunas distintas. ¿Entienden el desaguisado? Vuelvo al bar.

Muchos se preguntarán ¿Cómo es posible que La Armonía aún se mantenga en funcionamiento, por más de una centuria, en esa localización? En el libro “Radiografía de la Pampa”, Ezequiel Martínez Estrada narra los cambios –en cuanto a recorridos y nuevas rutas– que produjo el trazado ferroviario que privilegió la vía directa desde el interior del país hacia el puerto de Buenos Aires por sobre los poblados, cultura y costumbres preexistentes. El ferrocarril dejó fuera de circuito a postas, caminos y pueblos enteros. ¿Nunca se preguntaron por qué algunas pulperías de la primera mitad del siglo XIX están ubicadas en el medio de la nada? En principio, porque la nada no era tal. Respondían al habitual peregrinaje y recorrido que se usaba para transportar mercaderías a caballo y tenían, como lógica, la cercanía a bañados, aguadas y montes para que descansasen los animales.

Un

El tren ignoró todo. Algo similar ocurrió con algunos viejos bares de Buenos Aires. Hoy parecen estar fuera de toda lógica comercial, pero no siempre fue así. En la calle 15 de noviembre 1750, entre la avenida Entre Ríos y Solís, funcionaba una de las dos usinas de La Martona, la que alguna vez fue fábrica láctea más grande del país. También a media cuadra, pero en el 1948 de Entre Ríos, existe un palacete francés de cuatro pisos más mirador, el Palacio Maglione, que alojó oficinas del sindicato de maquinistas de locomotoras y trenes La Fraternidad. Pues entonces lecheros y ferroviarios ocuparon las mesas del bar en sus épocas doradas. También funcionó a la vuelta un molino harinero –hoy cooperativa de viviendas–, más un mercado de abastecimiento en la esquina de enfrente que lo proveyó de clientela.

¿Por qué recuerdo estas fábricas e instituciones? Porque, de no hacerlo, la experiencia quedará reducida a detenerse frente a una construcción de principios del siglo XX, observar las aberturas, las carpinterías originales del tipo guillotinas, el piso y las molduras de antaño.

Tampoco sabrán que la calle 15 de noviembre de 1899 antes se llamaba Armonía. El dato lo refrenda la publicación “Las calles de Buenos Aires” del Instituto Histórico de la Ciudad. Pero también agrega respecto al origen del nombre Armonía: denominación tradicional que, según Udaondo-Béccar Varela, provenía de un comercio de ese nombre instalado sobre una de estas calles (Béccar Varela, Adrián y Udaondo, Enrique, Plazas y calles de Buenos Aires; significación histórica de sus nombres, Buenos Aires, Talleres Gráficos de la Penitenciaría Nacional, 1910). Es decir, como era de uso y costumbre, la calle tomó el nombre de un comercio –en otros casos fueron templos o teatros– para identificarse. ¿Será nomás que fue este bar que le dio nombre a la calle? De ser así, pavada de crédito a favor. Lo tomo como válido hasta que se demuestre lo contrario.

Las cintas para subir y bajar las persianas están

José Braña compró La Armonía hace 35 años. Desde entonces está al frente del bar. Lo secunda Carlos Guillén, mozo de larga trayectoria por el barrio quien, a los 18 años, entró a trabajar en Tren Mixto, frente a la Estación Constitución. Tren Mixto, fue una célebre confitería elegante fundada en 1888 –al año siguiente de la inauguración de la Terminal Ferroviaria de Constitución– ubicada en la esquina de Brasil y Lima. La confitería, como tal, cerró en 1961 pero siguió funcionando con el mismo nombre pero en el rubro de pizzería. Hoy mantiene la denominación aunque su actual oferta acompaña el devenir de una zona que perdió la elegancia hace décadas.

La feligresía de La Armonía se nutre en gran parte de clientes casuales: los que suben al colectivo o bajan del bondi. En la esquina del bar están las paradas de las líneas: 9, 28, 25, 65, 91, 95, 134 y 90. Ese constante ir y venir de pasajeros le dan al bar un carácter de parador de ruta. Cuando se ingresa a La Armonía uno percibe la sensación de paso. El salón es amplio. Con capacidad de albergar la llegada simultánea de varios micros de larga distancia. Una vez sentado, el televisor que cuelga por sobre la puerta de la ochava atrae la mirada. En tiempos de tanta virtualidad y pantallas electrónicas, las imágenes que transmite se confunden con la vida cotidiana que se observa a través de los vidrios de las puertas y los ventanales. ¿Cuál de las dos es la realidad? ¿Quién es el director de cámara?

Don Braña, contra viento y marea, intenta sostener el antiguo esplendor del barrio. El salón de La Armonía tiene un sector semi privado dividido con una baranda con balaustrada, también hay un piano y las cintas para levantar las persianas están prolijamente ocultas en cajones de madera.

El predominio del color verde tiene una explicación: de esa tonalidad era el auto que el dueño vendió para poder comprar La Armonía

El piso de granito esconde su antigüedad. En una pared hay incrustado el frente de hierro de un antiguo balcón. La barra, donde suele armarse el altarcito pagano, está ganada por botellas de ginebra, damajuanas, whiskies variopintos, medidores para distintos tragos y, como corresponde, una caja de Alikal. Un almanaque de pared, de los que se arranca a diario el día que pasó, es el único elemento que remite al presente.

El café con leche se sirve en enormes tazones de loza y el café de pocillo viene en jarrito de vidrio con agarre de metal. Sin embargo, el dato cromático particular se distingue en las paredes y el mobiliario de tonalidad verde sabana. Me cuenta José que al tomar posesión del local lo primero que hizo fue mandar a cambiar el revestimiento de las tapas de mesas y sillas. Las hizo mutar del típico marrón cafetín a una infrecuente tonalidad de verde. Luego pintó el boliche de igual color.

¿Por qué cometió este irredento pecado para gran parte de la feligresía porteña de café? Fue para recordar a su viejo Peugeot 504, de la misma tonalidad, que tuvo que vender con la finalidad de reunir la suma de dinero necesaria para adquirir el boliche. Pura armonía.