Benito Mussolini tuvo dos mujeres que lo acompañaron hasta el final, pero de maneras tan distintas como irreconciliables. Una, Rachele Guidi, la esposa campesina de carácter de hierro que lo siguió desde los días de pobreza hasta la cumbre del poder y el abismo de la caída. La otra, Clara Petacci, la amante joven, fervorosa y devota que prefirió vivir hasta el final junto a él, a pesar de saber que eso era, prácticamente, la garantía de su propia muerte.
Ambas mujeres, con vidas paralelas y destinos cruzados, trazaron el mapa sentimental y privado del dictador más famoso de la historia italiana. Pero mientras una cultivó en silencio la lealtad endurecida por las traiciones, la otra se dejó arrastrar por un amor absoluto, adolescente, que la condenó para siempre al mismo final sangriento.
Rachele Guidi nació en 1890 en Salto di Predappio, una aldea perdida entre las colinas de Emilia-Romaña. Era hija de campesinos pobres, una muchacha que dejó la escuela primaria para trabajar de sirvienta en Forlì y que, desde la adolescencia, conoció la dureza de ganarse la vida a costa de trabajo duro. Benito Mussolini, ocho años mayor, la conoció en esas mismas tierras rurales, donde fue hijo del tabernero y más tarde maestro sustituto de su escuela.
En cambio, Clara Petacci vino al mundo en 1912, en Roma, en el seno de una familia acomodada. Su padre, Francesco Saverio Petacci, era médico del papa Pío XI y dirigía una prestigiosa clínica. Clara soñaba, sí, pero no con un príncipe azul de novela, sino con Mussolini. Desde los catorce años le escribía cartas de admiración adolescente.
La diferencia entre ambas no era solo de edad ni de clase social: era total. Rachele pertenecía a la Italia de la tierra, de la familia, de la miseria y la supervivencia. Clara representaba la Italia moderna, urbana, pudiente y abrumadora.
Rachele y Benito
Cuando Rachele y Benito se unieron sentimentalmente, ella tenía apenas 19 años y él rozaba los 27. Fue un romance de rebeldía: sus respectivas familias, escandalizadas, se opusieron. Pero Mussolini, que nunca fue hombre de pedir permiso, empuñó un revólver y amenazó con matarse junto a Rachele si no los dejaban estar juntos. Así ganó la pulseada.
Se mudaron a un pequeño departamento en Forlì, donde comenzaron una convivencia que era “ilegal” en esa época. Juntos empezaron una vida de luchas políticas y penurias económicas. Rachele acompañó a Mussolini en su etapa de activista socialista, en sus arrestos, en sus fracasos. En 1910 nació su primera hija, Edda. Recién en 1915, durante la Primera Guerra Mundial, se casaron civilmente en un hospital donde Benito se recuperaba de sus heridas en el frente. Más tarde, en 1925, ya en la cima del poder, para complacer a la Iglesia, Mussolini y Rachele sellarían su matrimonio religioso.
Rachele fue, desde entonces, la esposa oficial. La que acompañaba a Il Duce en los actos públicos, la que criaba a sus cinco hijos, la que mantenía la imagen de familia tradicional. Pero no fue nunca la única mujer de Mussolini.
Clara se cruza en su camino
La historia de Clara Petacci con Mussolini comenzó con un encuentro de película. En abril de 1932, Claretta reconoció el auto de Mussolini, lo siguió y logró detenerlo. Cuando él bajó la ventanilla, ella apenas pudo tartamudear su nombre. El Duce, halagado y curioso, la citó días después en su despacho. Desde esa tarde, Clara se enamoró.
Él tenía 49 años; ella apenas 20. Mussolini, que jamás fue fiel, encontró en Clara algo más que una amante de ocasión: encontró devoción. Ella lo llamaba “Ben” en privado. Él la colmaba de atenciones, coches oficiales, guardaespaldas y habitaciones privadas en el Palacio Venezia. Mientras Rachele cuidaba la casa y los hijos, Clara se deslizaba por las sombras del poder, adornando la vida privada del Duce con juventud y una pasión sin condiciones.
Pronto la relación dejó de ser un secreto. Todo el régimen sabía de la existencia de “Claretta”, aunque nadie se atreviera a mencionarla en voz alta delante de “Donna Rachele”.
El triángulo imposible
Mientras Rachele Guidi mantenía la fachada de esposa respetable en Villa Torlonia, criando gallinas en los jardines y organizando meriendas familiares para proyectar la imagen de la “madre fascista ideal”, Clara Petacci se había convertido en una sombra indispensable en la vida íntima de Mussolini. Claretta estaba ahí para escucharlo, para sostenerlo cuando las presiones políticas parecían desbordarlo.
La joven Petacci no solo disfrutaba de los privilegios de ser la amante del hombre más poderoso de Italia, si no que también ejercía una influencia real: tenía acceso directo al Duce sin intermediarios, hablaba con él horas en la privacidad de su despacho, anotaba cada confesión, cada debilidad, cada exabrupto en sus diarios personales, que décadas más tarde revelarían el costado más humano (y en muchas ocasiones patético) del dictador.
Rachele, por supuesto, sabía todo. Y lo odiaba. Odiaba a Claretta. Y sobre todo odiaba la humillación pública a la que Benito la sometía día tras día.
En privado, Donna Rachele desplegaba una estrategia silenciosa para recuperar su lugar: cultivaba aliados dentro del partido, presionaba para desplazar a los cortesanos que alimentaban las aventuras de su marido, conspiraba contra los que consideraba traidores. Sin embargo, el amor adolescente de Claretta y la fascinación que Mussolini sentía por ella resultaban imparables.
El círculo íntimo del Duce se dividió: de un lado, los fieles a Rachele; del otro, los cómplices de Claretta. Y en el medio, el propio Mussolini, cada vez más aislado, atrapado en su propio laberinto sentimental.
Los diarios de la pasión y el desencanto
Entre 1932 y 1945, Clara Petacci escribió más de dos mil páginas de diarios íntimos donde volcó todo: los arranques de ternura del Duce, sus arrebatos de ira, su creciente debilidad política y física y su dependencia de ella.
Los fragmentos publicados décadas más tarde pintaban un Mussolini vulnerable, obsesionado con el sexo pero también corroído por el miedo, la fatiga y la sensación de derrota. En esos escritos aparece un Benito que se queja de sus aliados alemanes, que teme perder la erección tanto como perder el poder, que confiesa sus terrores nocturnos a la joven que lo idolatra.
“Hacemos el amor como nunca antes, hasta que a él le duele el pecho, y luego lo hacemos de nuevo”, escribió Clara en uno de los pasajes más crudos de su diario.
Rachele, mientras tanto, sostenía el fuerte. Ignoraba los rumores (o fingía ignorarlos), disciplinaba a sus hijos, velaba por la imagen pública de la familia Mussolini. Pero en su interior, la vieja campesina de Romagna no perdonaba ni olvidaba. Sabía que el castillo de naipes fascista empezaba a temblar. Y que, cuando cayera, ella estaría allí para recoger los pedazos.
El derrumbe
La Segunda Guerra Mundial fue el principio del fin para Benito Mussolini. A medida que las derrotas militares se acumulaban y el descontento crecía en Italia, su poder se erosionaba. Y con él, su vida personal también comenzaba a desmoronarse.
Rachele se aferró más que nunca a su rol de matriarca endurecida, mientras que Clara vivía en una burbuja. La joven protegida por el amor del Duce se convencía de que la guerra no podía tocarla. Seguía acompañándolo, siguiéndolo, creyendo en su mito personal incluso cuando muchos habían dejado de creer.
En julio de 1943, cuando el Gran Consejo Fascista derrocó a Mussolini, Rachele advirtió que algo terrible estaba por pasar. Según contaría más tarde, la noche antes del golpe le dijo a Benito que no confiara en el rey. No la escuchó. Y al día siguiente fue arrestado.
En septiembre de 1943, los alemanes liberaron a Mussolini del cautiverio del Gran Sasso y lo instalaron como líder de una república títere en el norte de Italia: la República Social Italiana.
Rachele fue evacuada a Alemania con sus hijos menores, pero volvió a reunirse con su marido en Villa Feltrinelli, sobre el Lago de Garda, una casa hermosa y siniestra a la vez, donde la familia Mussolini vivió sus últimos meses bajo la sombra de la derrota inminente.
Clara Petacci, fiel hasta el fanatismo, también se instaló cerca del Duce. Nunca se separó de él. Mientras Rachele mantenía la rutina familiar con los niños, Claretta era la compañía diaria de Benito, la que lo escuchaba, la que intentaba infundirle ánimos cuando la guerra lo aplastaba.
Para Rachele, la situación era insoportable. Su marido, derrotado, compartía el día a día no con ella, sino con Clara. La tensión en Villa Feltrinelli era un secreto a voces: dos mujeres orbitando alrededor de un hombre que ya no era el que había marchado sobre Roma, sino un espectro asustado, envejecido, frágil.
El 17 de abril de 1945, Mussolini se despidió de Rachele y de sus hijos menores. Fue la última vez que se vieron. Ella quedó atrás, refugiada y atemorizada, mientras Benito partía al norte con Claretta y algunos leales, en un desesperado intento por cruzar a Suiza y salvar su vida.
Rachele intentó alcanzarlo días más tarde, pero no lo logró. Vagó por caminos secundarios intentando escapar de la guerra que se cerraba sobre ella. Fue capturada en la frontera, con dos de sus hijos, mientras trataba de huir hacia Suiza. Aun entonces, no sabía que su marido ya había sido atrapado.
Captura y ejecución: el final de Mussolini y Clara
La fuga de Mussolini y Claretta fue breve y patética. Atrapados en Dongo, junto al lago de Como, fueron descubiertos por partisanos comunistas. El 28 de abril de 1945, tras horas de discusiones, el coronel partisano Walter Audisio ejecutó sumariamente al dictador. Clara Petacci, a pesar de que le ofrecieron la posibilidad de marcharse, se negó a abandonarlo. Se abrazó a Benito en el último instante y fue acribillada junto a él.
Algunos relatos aseguran que Claretta se interpuso entre las balas y el cuerpo de su amado, en un acto final de entrega absoluta. Otros dicen que simplemente murió abrazada a un cadáver ya sin vida. Lo cierto es que su lealtad no tuvo matices: murió como había vivido, aferrada al mito de Mussolini.
Sus cuerpos fueron trasladados a la Piazzale Loreto de Milán, colgados cabeza abajo en una estación de servicio, insultados, pateados y escupidos por una multitud enfurecida.
En medio de aquel horror, el cuerpo de Clara Petacci, con su vestido desgarrado, su cabello largo colgando hacia el suelo y la sangre aún fresca, se convirtió en símbolo de la derrota final del fascismo.
Rachele, prisionera de las fuerzas aliadas, se enteró de la muerte de su marido en los días siguientes. El final que había temido (y quizá presentido) se había consumado.
Clara Petacci, la joven devota, la amante incondicional, encontró la muerte abrazada a su sueño roto. Su imagen colgada en Milán se volvió icónica: no solo la del dictador vencido, sino también la de la juventud fascinada que había seguido a Mussolini hasta el abismo.
Rachele Guidi, la esposa oficial, sobrevivió. Pasó meses detenida en campos de prisioneros aliados, fue liberada, y terminó sus días criando gallinas y sirviendo platos de pasta en un pequeño restaurante de la campiña de Forlì.
No renegó nunca de su marido. No pidió perdón. Defendió la memoria del Duce hasta su último aliento. Y murió casi olvidada, en 1979.
El amor de Claretta fue fulgurante y trágico: amor adolescente, devoción suicida, pasión que no admite matices. El de Rachele fue terco y áspero: amor campesino, lealtad forjada a golpes, resentimiento masticado en silencio.
Ambas mujeres amaron al mismo hombre. Ambas vivieron su propio calvario. Solo que una murió por Mussolini, y la otra, contra toda lógica, sobrevivió a él.