Hay una persona abrazada a la pata de un elefante. Otra, en el mismo momento, aferra la cola del animal. Cada una de ellas describe al paquidermo desde el lugar en que se encuentra. Ambas niegan enfáticamente que la otra esté hablando de un elefante. La discusión sube de tono mientras dejan de escucharse y al poco tiempo se están insultando. Es la receta perfecta para una bronca absurda que termine en agravios, injurias, descalificaciones e incluso en agresión física. La lingüista estadounidense Deborah Tannen pone este clarísimo ejemplo en su libro La cultura de la polémica. Y esa es hoy la cultura cuyo aire respiramos. La polémica (palabra que proviene del griego polemos, que significa guerra) convertida en modo natural de (in)comunicación. Todos quieren tener razón. Más que eso, todos son dueños de la verdad. Y cuanto más pública o poderosa es la persona, más dueña se siente, y con más derecho al insulto. En ese clima sobran bocas y faltan orejas. Escuchar las razones del otro se siente como una derrota.

Planteada en esos términos toda gresca es, más que nunca, una guerra entre fantasmas. Desde que el psiquiatra, psicólogo y pensador suizo Carl Jung (1875-1961) definiera e investigara lo que denominó sombra, el sótano de la psiquis en el que ocultamos los aspectos negados, reprimidos o ignorados de nuestra personalidad, es posible observar que buena parte de ese contenido oscuro es arrojado sobre el otro durante una reyerta. La parte más pesada, más densa, más agraviante de lo que se le echa en cara al insultado suele tener que ver con uno mismo antes que con aquél. Claro está que no se elige a cualquiera como espejo, sino a quien tiene alguna de esas características, pero no con la dimensión que se atribuye en la ofensa. Lo demás es proyección. En las discusiones más desbordadas cada polemista debería detenerse a revisar con qué aspectos rechazados de sí mismo se está peleando. Decía Jung que los demonios que uno echa por la puerta regresan por la ventana. Lo que es propio y negado se empeñará, cada vez con mayor pujanza, en ser reconocido y admitido. Y lo hará de diferentes maneras. A veces en la figura de aquel a quien se insulta, a veces como síntoma o enfermedad, a veces como casualidad aparentemente inexplicable, a veces como sueños o pesadillas recurrentes, a veces como “mala suerte”.

La discusión es un fenómeno natural de la vida y de las interacciones humanas. La realidad se construye con las miradas de los observadores

En la medida en que amplifican peleas públicas y privadas (ya que la privacidad parece haber dejado de existir), las redes sociales se convierten en vaciaderos de aspectos reprimidos y rechazados, basurales de sombras no admitidas. Sin embargo, sólo la admisión de la sombra propia, el reconocimiento de los aspectos negados, la admisión y exploración de estos, puede ayudar al autoconocimiento. Entonces, explicaba Jung, al decir “yo” se estará hablando de quien uno realmente es. En caso contrario quien habla es el ego, la máscara con que cada uno se presenta en el mundo pretendiendo mostrarse a la luz, pero sin sombra. Un imposible. En la psique rigen leyes inviolables, como las de la física. Donde hay luz hay sombra; cuanto más intensa es una, más oscura la otra.

La discusión es un fenómeno natural de la vida y de las interacciones humanas. La realidad se construye con las miradas de los observadores. Somos todos diferentes, de modo que lo real es una suma e integración de subjetividades. La cuestión no es negar el desacuerdo, el debate, sino discernir cuánto hay de propio en lo que se le achaca al otro. Un antiguo dicho de origen desconocido advierte: “Cuando estés discutiendo con un tonto asegúrate de que él no esté haciendo lo mismo”. Sabio consejo. Mientras sea desoído asistiremos a peleas cada vez más virulentas en las que cada contendiente será el fantasma del otro. Verdaderas batallas en la sombra, en las que, de alguna manera, cada uno lucha contra sí mismo.