Para Billy Corgan, The Smashing Pumpkins puede ser muchas cosas. Fue una de las bandas encargadas de darle empuje al rock alternativo a principios de los noventa desde su Chicago natal mientras el huracán del grunge dominaba el protagonismo; fue también un grupo que se abrió a la experimentación ante la partida de uno de sus integrantes clave, y también sigue siendo a la fecha la plataforma desde la que su creador se mide con las grandes bandas (las que escuchó en su adolescencia, pero también las contemporáneas a su carrera) para reclamar un reconocimiento que considera tan debido como justo. En su cuarta visita a la Argentina, The Smashing Pumpkins mostró todas esas facetas con un show de dos horas, donde la celebración del legado tuvo también espacio para la validación de su presente.
El principal atractivo de la versión 2024 de la banda es que cuenta con tres de sus cuatro miembros fundadores entre sus filas: junto a Corgan están el guitarrista James Iha, que regresó a la banda en 2018, tras casi dos décadas de ausencia, y el baterista Jimmy Chamberlin, en lo que es su tercer regreso al grupo donde sabe que cumple una función vital. La química entre los tres se notó desde el vamos, cuando el riff pesado de “The Everlasting Gaze” puso a la maquinaria en marcha, con una interpretación que debió luchar contra un audio empastado que fue acomodándose en las primeras canciones. Después, “Doomsday Clock” fue una demostración de virtuosismo en las seis cuerdas por parte de Corgan, Iha y de la guitarrista Kiki Wong, flamante incorporación de la banda desde abril de este año.
Y a pesar de contar con 13 discos y 35 años de carrera a disposición, el tercer tema de la noche fue un cover. “Zoo Station” de U2 sonó en una versión aggiornada: ahí donde la banda irlandesa apeló a la experimentación en su versión original, The Smashing Pumpkins se encargó de darle un empuje mucho más rockero, donde la tracción a sangre le ganó a la perfección de las máquinas. Aunque inesperada, la elección parece simbolizar también el ideal que Corgan quiere para su propia banda, un balance entre la masividad, pero sin descuidar los vanguardismos. Y si de reconocimiento se trata, “Today” fue la primera concesión a la época imperial de The Smashing Pumpkins, dándole al himno de Siamese Dream (1993) el lugar que se merecía en la noche. Poco después, “That Which Animates the Spirit”, del ambicioso Atum: A Rock Opera in Three Acts (2023), apareció como para dejar en claro que la historia de los Pumpkins se conjuga en tiempo presente.
A tono con la puesta en escena, donde una estructura de luces de apariencia sencilla generaba despliegues visuales de alto impacto, The Smashing Pumpkins no necesitó de artificios ni pistas para uno de sus más grandes himnos. “Tonight, Tonight”, la fábula orquestal de Mellon Collie and the Infinite Sadness (1995), sonó igual de conmovedora sin más recursos que tres guitarras, bajo y batería. El único recurso sonoro extra apareció poco después, cuando las máquinas acompañaron primero a “Beguiled”, y luego a “Ava Adore”, con Corgan despojado de su instrumento y convertido en un crooner industrial. Entre tanta descarga eléctrica, la siempre efectiva “Disarm” fue la puerta a un set acústico en el que Corgan se quedó solo con su guitarra para interpretar “Landslide”, de Fleetwood Mac, y “Shine on, Harvest Moon”, que nació como un vodevil hace más de un siglo, y que él reformuló como un blues rural.
De vuelta con la banda sobre el escenario (que completa el bajista Jack Bates, hijo de Peter Hook), fue el turno de “Mayonaise” con sus guitarras que, en palabras del comediante Jacob Givens, suenan como una frazada abrigada. El tema funcionó como antesala para “Bullet with Butterfly Wings”, un himno generacional capaz de empatizar con cualquier adolescente frustrado sin importar la época (“A pesar de toda mi rabia, todavía soy una rata en una jaula”) que en el Movistar tuvo una versión demoledora, cortesía de la marcialidad de Chamberlin. Su paso fue tan estridente que le hizo sombra a la más reciente “Empires”, y obligó a bajar los decibeles con “Perfect”, lo más cerca del pop que supo estar alguna vez The Smashing Pumpkins.
Ya en el último tramo de la noche, Corgan se encargó de recordarle al público que la banda lanzó un disco hace solo tres meses, y hacía allí fue “Sighommi”, para mostrarle a los desprevenidos de qué la va el flamante Aghori Mhori Mei. La intención fue noble, pero el efecto duró poco, porque lo que le siguió fue la nostalgia gratificante de “1979″, como preámbulo de la poderosísima “Jellybelly”, rescatada del olvido después de 27 años. Y como todo en los Pumpkins siempre puede ser impredecible, Corgan ubicó cerca del cierre a “Gossamer”, un tema inédito de extensión variable (en el Movistar duró quince minutos, pero puede llegar a durar hasta 35 según el día). En su recorrido, la canción se paseó por varios climas, una versión sintetizada de todo lo que los Pumpkins pueden llegar a ser, con estallidos guitarreros, climas hipnóticos y texturas de dream pop.
En su última estocada, The Smashing Pumpkins se animó a hacer explícita la intención de que su obra dialogue con los clásicos canónicos del rock. Primero, fragmentos de “Iron Man” de Black Sabbath y “Thunderstruck” de AC/DC sonaron mientras Iha presentaba a los músicos en la previa a “Cherub Rock”; más tarde, el propio Corgan se permitió jugar con esa misma idea al amagar con tocar temas de Led Zeppelin (“Heartbreaker”), Nirvana (“Smells Like Teen Spirit”), Metallica (“Enter Sandman”) y “Lenny Kravitz (”Are You Gonna Go My Way”), antes de finalmente decidirse por su propio “Zero”. El tema estaba destinado a ser el cierre de la noche, pero tras unos minutos, los cinco músicos retomaron el escenario para que Iha tomase el protagonismo para homenajear a David Bowie con “Ziggy Stardust”, una manera de rendir pleitesía a un modelo inspiracional, pero también de dejar en claro la percepción de a qué escala se miden después de tantos años de carrera.