RINCÓN DEL CERRO, Montevideo.-Nos presentamos, confirmamos que estábamos en el lugar indicado, nos estrechamos las manos y no aguanté más:

-Disculpame, pero, ¿dónde está la casa del “Pepe”?

Miré hacia delante, por donde seguía el camino de piedrilla, pensando que la vivienda que se veía al fondo, a la izquierda, era la del expresidente José Mújica.

El muchacho sonrió, acostumbrado al error o por mi falta de perspicacia.

-Ahí-, dijo, y con el rostro apuntó a la derecha del camino, donde bajaba una entrada disimulada entre arbustos y árboles.

No entendí.

-¿Dónde?

El muchacho, una suerte de asistente, secretario y custodio, me hizo un ademán para que lo siguiera unos metros hasta que, entre las sombras, vislumbré la punta de un alero.

Allí estaba el rancho legendario. Sencillo, sin pretensiones, con piso de cemento alisado, con un cañito negro que salía de la tierra junto a la galería y, a un costado, el banco hecho con tapitas de gaseosas en el que se sentó Juan Carlos de España. Uno tan rey, de traje y zapatos lustrados; el otro tan “Pepe”, camisa fuera del pantalón y zapatos veteranos.

Cordial, el muchacho nos dijo que el “Pepe” estaba con otra persona, que debíamos esperar. Nos vino bien. Recorrimos la escuela agrícola que Mujica construyó con parte de su salario presidencial al otro lado del camino: un galpón, paredes de ladrillo, techo de chapa.

La recorrida nos ayudó a ponernos en clima, a entender el lugar y detectar varias personas que viven pegadas al expresidente y a su mujer, Lucía Topolansky.

-¿Y estos?-, le pregunté al muchacho, sorprendido por una convivencia tan próxima entre aparentes vecinos en una zona rural.

El muchacho volvió a sonreír, negando con la cabeza.

-Un día llegaron, pidiéndole una mano, y el “Pepe” les entregó la mitad del rancho.

El rancho -que alguna vez sus críticos tildaron con sorna de “tapera”, sólo para cosechar la furia de muchos-, queda a treinta minutos del centro de Montevideo, por una autopista que sale hacia el oeste, deriva luego en una ruta, después en camino asfaltado y, por último, piedrilla, hasta que una señal impone frenar y, unos metros más adelante, hay una oficinita montada en una suerte de contenedor adaptado. Allí espera el muchacho, porque el expresidente y Lucía, exsenadora y exvicepresidenta, se atienden solos, sin que nadie los ayude a cocinar o limpiar. Quieren seguir así mientras se los permita la salud de uno -89 y cáncer- y otra -80-, conscientes de que cada día les permite un poco menos.

La chacra en las afueras de Montevideo en la que viven Mujica y su mujer

Conseguir la entrevista llevó tiempo y un par de tanteos fallidos en 2021 y 2023, hasta que la generosidad de un gran colega y buen amigo de El País de España, Federico Rivas Molina, me colocó en la senda correcta para un tercer intento. Aún así, cerca estuvo de caerse –de hecho, pensé que se había caído-, hasta que llegó un e-mail inesperado el 9 de diciembre.

“Me consulta Mujica si sigue vigente el pedido de la entrevista”, consultó su secretaria, Raquel, por e-mail el 9 de diciembre. “¿Ustedes vendrían a Uruguay?”.

Mi respuesta fue más que obvia.

Su réplica fue una fecha -jueves 19 de diciembre, a las 16.30- y un pedido: “No sean un montón, traten de que la delegación sea reducida”.

Cuando el muchacho al fin nos autorizó a ingresar, lo primero fue acostumbrarse a la penumbra. Al fondo, en la cocina, vimos a Lucía, que leía el diario. Saludó distante y distantes nos quedamos, para no molestar. Y a la izquierda, sentado en una silla, con una almohada en la espalda para más comodidad, nos esperaba el “Pepe”, que no se levantó.

-Señor Presidente, un gusto conocerlo –dije, y le estreché la mano.

-No, m’hijo, no. ¡Tuteame!

¿Qué iba a explicarle? ¿Que no tuteo por una cuestión de respeto? ¿Que me han enseñado y yo comparto que todo aquel que ha sido presidente, embajador, general o ministro debe ser tratado como tal hasta el final de sus días, por respeto a la persona y a la investidura? ¿Eso voy a decirle al “Pepe”, que está de vuelta?

-Perfecto, gracias. ¿Cómo estás de salud?

Ahí mismo me arrancó la primera carcajada.

Estoy viejo…

Pero no lo dijo desde la queja, sino desde la sorna, como preguntándome si no me daba cuenta de que estaba como estaba, sin fuerzas siquiera para levantarse de la silla.

-Me faltan cinco meses para 90 años. Y enfermo y tal. Y ahí estoy, tratando… Pero tengo un caño con el que me alimentan por acá, ¿viste? –y levantó su camisa para mostrarnos la sonda-. Estoy peleando con… Y casi con 90 años. Entonces estoy que no quiero más, yo.

Entrevista con JoséŽ Pepe Mujica, ex presidente de Uruguay en su chacra en las afueras de Montevideo

Mis colegas, el fotógrafo Aníbal Greco y el camarógrafo Matías Aimar, dos tipos de primera, experimentados y queridos en la redacción, apuraron el tranco. En silencio, acomodaron luces, cámaras y micrófonos para empezar a grabar y registrar cuanto antes la conversación porque ignorábamos cuántos minutos tendríamos antes de que el “Pepe” nos dijera que no tenía más fuerzas y debiéramos retirarnos.

Aprendiendo de entrevistas y errores pasados, por las dudas ya había encendido el grabador en mi teléfono, que dejé activo hasta el final. Según ese registro, el “Pepe” nos regaló 83 minutos y 7 segundos de su tiempo, que se agota.

-Suerte muchachos –nos despidió al cabo de esa hora larga de reflexiones, enseñanzas y lecciones de vida-, ¡y que la Argentina supere la pobreza! ¡Lo necesitamos! ¡Y no desinteresadamente! ¡Muy interesadamente!

Esas fueron las últimas palabras que registró mi grabación, que recuerdo acompañadas con una sonrisa pícara, de alguien que ha vivido mucho, que ha aprehendido más, que está en paz porque está donde y como quiere estar, y que con su humildad demoledora nos había dado un ejemplo de coherencia. Porque pudimos ver cómo vivía y comprobar que estábamos ante alguien que, equivocado o no en sus ideas –cada uno pensará como quiera- dice lo que piensa y hace lo que dice. Una rareza total.

Faltaban pocos días para que todos nos sensibilizáramos, esta semana, con su último mensaje: “Me estoy muriendo, ya terminó mi ciclo”, confesó con crudeza antes de detallar que el cáncer se ha expandido por su cuerpo y que decidió no seguir con los tratamientos.

En el atardecer de ese jueves ya salimos conmovidos. No tristes; sacudidos, y envueltos en un silencio que se extendería durante un trecho largo de nuestro regreso a Montevideo.

Saludamos al muchacho, que entró para consultarles al “Pepe” y Lucía si necesitaban algo y nos detuvimos por un instante junto al auto, mirando hacia el rancho.

Me salió del alma.

-Siento como un dejo de tristeza-, dije.

La respuesta fue de Aníbal.

-Porque fue una despedida.