Unos denuncian que “quieren censurar la cultura”. Otros, que “buscan pervertir a los niños”. Los excesos y las simplificaciones, teñidos de oportunismo y dogmatismo ideológico, parecen dominar el debate sobre algunos libros que ha propuesto el gobierno bonaerense para leer en las aulas de colegios secundarios. Cada uno parece sobreactuar su relato sin apego a la mesura ni tampoco a los matices.
De arranque, la cuestión parece mal planteada. La legítima preocupación de muchos padres por la lectura en la escuela de textos literarios que incluyen un lenguaje crudo para describir escenas sexuales no tiene nada que ver con una reacción pacata ni moralista; mucho menos, con una vocación de censura o una postura medieval y oscurantista. Simplemente, es un debate sobre el tipo de literatura que debe proponer la escuela a los adolescentes, lo que ni siquiera incluye, necesariamente, un juicio sobre la calidad artística o literaria de determinadas obras.
Uno de los libros que acaparan el debate es una novela que, seguramente con razón, ha cosechado un gran prestigio y reconocimiento por su valor literario. No es necesario ser crítico ni especialista para reconocer, como mero lector, que efectivamente es un texto ameno y original, que además retrata con honestidad y crudeza un mundo real que late en zonas del conurbano bonaerense. Que algunos párrafos incluyan el relato de escenas sexuales de manera explícita no lo convierte, ni remotamente, en un texto pornográfico; ni siquiera, en literatura erótica. Pero es lícita y constructiva la pregunta: ¿es un texto apropiado como lectura escolar? Aunque solo incluya breves pasajes de “lenguaje fuerte”, ¿es el lenguaje que debe promover la escuela? Tal vez no haya respuestas categóricas, pero que a muchos padres les genere dudas, o les provoque directamente rechazo, no es algo para descalificar como si fuera un intento de censura o una reacción puritana.
Hay un fragmento que puede estar muy justificado en una obra de realismo crudo pero que sería disonante, y hasta violento, por ejemplo, glosar en esta columna. ¿Eso encuadraría como un acto de autocensura? ¿O sería el simple reconocimiento de que un determinado código puede ser apropiado en un ámbito y desubicado en otro?
El gobernador Kicillof posó con los libros de la polémica y tuiteó: “Qué mejor que un domingo de lluvia para leer buena literatura argentina. Sin censura”. En la misma línea se habían rasgado las vestiduras otros funcionarios de su gobierno. La censura es demasiado seria, y demasiado peligrosa, como para banalizarla y confundirla con un debate o una inquietud razonable. Que se discuta si una buena obra literaria debe convertirse, o no, en material de lectura escolar está muy lejos de ser un intento de prohibición o censura. La confusión implica, además, una falta de comprensión sobre dos mundos con reglas distintas, como son el arte y la escuela, que a veces pueden confluir, pero otras veces no.
Hay grandes películas u obras teatrales que ovacionamos de pie en un cine o en un teatro y que, sin embargo, resultaría chocante o directamente inapropiado que se proyectaran o representaran en un recinto escolar. La libertad del escritor o del artista es absoluta; la del docente está ceñida a una responsabilidad profesional. El arte en general puede apelar a la provocación y la transgresión; la escuela, no. La literatura no tiene que pedir permiso ni tener miedo a ofender; la escuela, sí. El artista no tiene límites ni reglamentos como sí tiene la escuela, que es, además, un espacio institucional en el que debe respetarse un contrato tácito con comunidades de padres esencialmente diversas y heterogéneas, con valores, ideas y sensibilidades distintas.
Que obras literarias de ficción se utilicen, eventualmente, en las clases de Educación Sexual Integral es algo que también puede generar reparos muy atinados. Esa materia, que todos los especialistas consideran fundamental para las escuelas secundarias, y que en muchas provincias ha contribuido a una drástica reducción del embarazo adolescente, ¿no debería ajustarse a textos técnicos y científicos? ¿No debería desarrollarse con un lenguaje aséptico y despojado? Son preguntas que tampoco remiten a ningún ánimo de censura ni de moralina, sino a la simple dimensión del sentido común.
Es cierto que hoy los chicos tienen acceso permanente e ilimitado a contenidos y lenguajes de todo tipo, y seguramente no se van a enterar por una buena ni una mala novela de determinadas cosas vinculadas al sexo. Pero el debate pasa, sin embargo, por los contenidos que propone y legitima la escuela. Una cosa es que el lenguaje soez forme parte de la “vida real”, y que incluso lo tomen ciertos géneros literarios, cinematográficos o musicales como parte de sus creaciones, y otra bien distinta es que lo incorpore la escuela como un contenido pedagógico.
El debate que se ha planteado en estos días tiende a ocultar una cuestión de fondo: ¿con qué criterio y amplitud se hacen los catálogos oficiales de libros? El mismo gobierno bonaerense que hoy agita la denuncia de una supuesta “censura” ¿no practica la exclusión sesgada a la hora de definir qué ensayos o novelas compra para las escuelas y las bibliotecas públicas? La mirada de un simple lector sobre el catálogo de títulos de “Identidades bonaerenses” alcanza para formular interrogantes: ¿no incluye un exceso de afinidades y simpatías ideológicas y una evidente marginación de autores que “no son del palo”? ¿No se usa a unos pocos clásicos ineludibles, como Bioy o Roberto Arlt, para enmascarar un listado mayoritariamente dominado por autores cercanos a la ideología del poder?
Hablar con ligereza de “pornografía” y pretender ubicar determinados títulos o autores como “libros malditos” es otra forma de ensuciar el debate y llevarlo al barro del reduccionismo y la virulencia, con un tono que sí parecería resonar con ecos de la vieja Inquisición. Pero ni siquiera esas posiciones radicalizadas han propuesto la censura, aunque sí han alimentado la hoguera de las redes sociales, donde las discusiones suelen derrapar entre la violencia y el panfleto, muchas veces desde el anonimato. Los extremos tienen una coincidencia: la verdad importa poco; los matices, mucho menos. Convertidos en “brazos armados” o en “guardias pretorianas” de una supuesta batalla cultural, algunos núcleos ideologizados ven “enemigos”, “pervertidos”, “zurdos” y “ensobrados” en personas que piensan diferente, mientras otros ven a “oscurantistas” y censores entre los que se permiten dudar o discrepar desde el sentido común. Unos sobreactúan la indignación; otros, el victimismo. Es un juego en el que ambos fanatismos se retroalimentan. Parece ser un tiempo poco propicio para la moderación y los debates constructivos. El kirchnerismo exacerbó una lógica de antagonismos que ahora se practica, con insultos y arrogancia, desde sectores del nuevo oficialismo. En esa atmósfera se ha desvirtuado la discusión sobre la literatura en la escuela.
Lejos de la censura, la polémica ha funcionado, con intención o sin ella, más como una campaña de promoción y de marketing que como una mordaza inaceptable sobre los libros en debate. Uno de ellos trepó, en apenas una semana, de los últimos a los primeros puestos en el ranking de ventas de todas las librerías.
Tal vez convenga el esfuerzo de alejarse del ruido y los eslóganes para mirar el tema con serenidad. ¿El gobierno bonaerense no debería escuchar y tomar nota de la incomodidad y la preocupación de muchos padres por lecturas que se sugieren o se recomiendan en las aulas secundarias? ¿No debería haber un debate más amplio sobre la diversidad y la apertura de los catálogos oficiales de libros y de autores? Toda selección es, en algún punto, arbitraria, pero podría exhibir menos sesgos ideológicos y un pluralismo indiscutible. Hay escritores de enorme prestigio y reconocimiento que parecen deliberadamente excluidos, a pesar de que en muchos casos su obra encuadraría a la perfección bajo ese difuso paraguas de la “identidad bonaerense”. Tal vez podría proponerse una conversación entre padres, docentes y especialistas para discutir el tema sin oportunismo político. Seguramente los propios estudiantes tendrían algo que decir. ¿En las clases de literatura deben leerse textos que reflejen el lenguaje y el mundo de los chicos, en una suerte de espejo de una realidad que les resulta familiar?, ¿o sería mejor abrirles mundos y palabras que no conocen para incentivarlos a que aprendan otras cosas? Es un debate que merece más espesor y más altura. Sería una pena que quedara atrapado en la beligerancia ramplona entre “las fuerzas del cielo” y el pseudoprogresismo kirchnerista.