Un acto tan cotidiano como es comer una ensalada puede ser menos saludable de lo que pensamos. Tras décadas de agricultura industrial, todo el mundo es consciente de que la comida en mayor o menor medida puede estar contaminada por pesticidas. Y también del impacto medioambiental que supone consumir alimentos que vienen del otro lado del mundo.
Rafael Navarro de Castro, sociólogo y diplomado en Extensión y Desarrollo Rural, sabe lo complicado que es luchar contra ello, pero reclama que se indique al menos con carteles grandes de dónde provienen los alimentos que compramos y cuántos pesticidas contienen para saber qué nos llevamos a la boca y luego que cada cual decida. En su opinión, el cultivo bajo plástico de los invernaderos es la metáfora perfecta de este mundo moderno.
La Tierra no tiene un plástico que la recubra, pero sí gases que hacen el mismo efecto: conservar el calor. De ahí el título de su segundo libro Planeta invernadero, en el que el escritor introduce al lector en un viaje a lo largo de 2019 en el Poniente, una región costera española marcada por los invernaderos que configuran este peculiar mar de plásticos.
A través de su protagonista Sara, una ingeniera agrónoma madrileña, muestra el impacto de la industria agroquímica en el medio ambiente y en la salud humana, así como la migración y la explotación laboral en el sector agrícola.
Él, como su protagonista, decidió hacer un cambio de vida, en su caso hace 24 años. Abandonó su pequeño apartamento en el centro de Madrid para irse a vivir a Monachil, un pueblo a los pies de Sierra Nevada, en el sur de España, donde sus vecinos pensaron que no duraría ni un año.
Pero, se equivocaron. En esas más de dos décadas vio de primera mano el cambio climático: castaños milenarios que se mueren por falta de agua y una cuota de nieve que subióx de los 2000 a los 3000 metros convirtiendo los ríos en verano en pequeños riachuelos.
BBC Mundo habló con él en el marco del Hay Festival de Cartagena 2025, el festival de literatura e ideas que cumple a fines de enero sus 20 años de celebración en esta ciudad del Caribe colombiano.
—En tu novela Planeta invernadero hacés un retrato de la sociedad en la que vivimos y de sus problemas, desde los medioambientales hasta los sociales. ¿Qué te impulsó a escribirla?
—Tendríamos que remontarnos a la novela anterior. Mi primera novela se llamaba La tierra desnuda y cuenta la vida de los campesinos que yo conocí en la montaña en el año 2000, cuando llegué. Cuenta más o menos la historia de mis vecinos. Es un elogio y un homenaje a esos hombres y mujeres y a esa forma de vida, que estaba desapareciendo delante de mis ojos. Era un elogio de la vida que llevaron estas familias, que eran autosuficientes y respetuosas con el medio ambiente.
Para el siguiente libro pensé en qué venía después de esa agricultura tradicional. Pues lo que vino es la agricultura intensiva industrial. Empecé a investigar y pensé en cuál es la expresión más extrema de la agricultura intensiva: el invernadero. Hay varias regiones en Andalucía [sur de España] que están completamente cubiertas de plástico. Igual estamos hablando de 60.000 hectáreas cubiertas de plástico. Un mundo absolutamente impresionante.
—Centrás tu historia en un lugar en el que lo que no está cubierto de plástico está cubierto de hormigón y donde el color verde está desterrado a pesar de ser la huerta de Europa. ¿Cómo llegamos hasta aquí?
—Por el capitalismo y el productivismo. En España y en Europa el proceso fue abandonar las zonas rurales, porque eran improductivas. La gente tenía que irse a las ciudades a trabajar. Pero, hubo regiones -como por ejemplo el Poniente Almeriense o la Corona Norte en Huelva- que se desarrollaron tecnológicamente porque tenían acuíferos subterráneos y buenas condiciones meteorológicas. Esos territorios no se vaciaron porque encontraron una forma de rentabilizar sus cultivos. La forma era el invernadero.
Con los invernaderos consiguen producir durante todo el año. Multiplican las cosechas, multiplican la cantidad de producto. Pero, todo esto tiene un costo medioambiental gigantesco, que fundamentalmente es la contaminación del suelo y del agua, la sobreexplotación de los acuíferos y una contribución al cambio climático impresionante porque todo esto se hace a base de energía y de química.
Estos lugares crecieron y siguen creciendo con el doble problema, primero de la explotación laboral y luego de la destrucción medioambiental. Yo en el libro intento que se vea que esto no es un problema de la agricultura industrial. La industria textil se basa en los mismos principios.
—A lo largo del libro llamás la atención sobre la carne medicada, los cereales transgénicos, el pescado repleto de microplásticos, pesticidas y alimentos insípidos como los tomates. ¿Cómo lograr que el consumidor gane conciencia de lo que come?
—No es solo que los tomates no sepan nada, sino que encima están contaminados y contienen muchos productos químicos que nos hacen daño y esto más o menos lo sabe todo el mundo. La pregunta es, si todos sabemos que están contaminados, ¿por qué seguimos comprándolos y por qué seguimos comiéndolos?
Desde el punto de vista colectivo se podrían hacer mil cosas sencillas como comer de temporada. Es decir, comer paltas en la época en que son de España, no cuando vienen del Perú. Solo eso sería un avance para la civilización y no supone un esfuerzo económico grande.
¿Por qué la gente no cambia? Porque está metida en una inercia. No miras de dónde vienen las cosas. Yo no entiendo cómo no se exige. Debería verse muy claro de dónde viene cada producto y qué productos químicos tiene una naranja, unas acelgas, una lechuga o un tomate y luego que cada cual decida si se lo come o no.
—En ese contexto, la protagonista se formula preguntas como: ¿cuántos pesticidas contiene ese plato tan saludable como una ensalada?
—Mi editorial y editora me dicen que no hable mucho de pesticidas, porque la gente prefiere no saber qué contiene la lechuga, el tomate o la frutilla, porque si no, ya no comería. Pero, yo reivindico el derecho a saberlo y además la información está ahí y se sabe que los pesticidas son cancerígenos, que afectan al sistema hormonal, al sistema reproductivo, se sabe que hay muchos problemas como el hipotiroidismo, cánceres que están relacionados con la cantidad de pesticida. Hasta el agua de la canilla y la cerveza tienen pesticidas. Se sabe, pero el consumidor no reacciona y las instituciones menos.
En 2024 la Unión Europea aprobó una moratoria del glifosato de diez años más. Es el pesticida más vendido del mundo. Se sabe que es cancerígeno. En los Estados Unidos ya hay sentencias que condenaron a Monsanto a pagar a agricultores que habían contraído cáncer después de utilizarlo. Estoy seguro de que antes o después se prohibirá. Pero, entre tanto nos lo estamos comiendo. Está en prácticamente todos los alimentos.
—¿Creés que veremos entonces, como escribís en tu libro, mensajes como los de las cajetillas de tabaco?
—No lo sé. A mí me gustaría que por lo menos la gente lo supiese, pero la gente no lo quiere saber. Deberían saber qué siete pesticidas tiene un kilo de frutillas. Porque no tienen un pesticida ni dos ni tres, tienen siete diferentes. Esta es una problemática muy grave. Como hay límites a los pesticidas los agricultores diversifican la cantidad de pesticidas que usan.
Respecto al tabaco, Marie-Monique Robin, una francesa que escribió mucho sobre agricultura y pesticidas, dice que en un momento determinado, la industria agroquímica se puso de acuerdo para culpar al tabaco de todo y así no se va a hablar de la contaminación química de todos nuestros productos.
Yo no soy de los que dice: pesticidas cero. Creo que en determinadas circunstancias igual hay que usar pesticidas en una situación de plaga, pero es que ahora se fumigan las plantaciones de manera preventiva y la cantidad de pesticidas que nos comemos es horrible. Pero, no creo que lleguen a poner “estas lechuga pueden perjudicar seriamente su salud” (risas), pero por lo menos deberíamos exigir que ponga lo que tiene.
—Hablás de fertilizantes, de pesticidas, del aumento del cáncer, de cómo los acuíferos españoles son esquilmados o contaminados. ¿Qué futuro nos espera?
—Lo que yo propongo es hacer algo, tenemos que intentar algo, funcionará o no funcionará, pero si seguimos así vamos a tener serios problemas. Estuve en los invernaderos de Almería [sur de España] hablando con los agricultores, con los empresarios, inmigrantes y allí nadie se lleva a engaño. Ellos saben que esto es una cuestión de décadas, que en 10, 20, 30 o 40 años ahí ya no va a crecer nada.
El suelo está muerto a base de química, los acuíferos están sobreexplotados, contaminados y como baja el nivel del agua, se cuela el agua del mar, y también están salinizados. Si seguimos por este camino, el desastre está garantizado. Tenemos que intentar algo. Como mínimo echar el freno. No seguir construyendo invernaderos. Pero, cada vez que voy a Almería veo invernaderos nuevos por todos lados. Pero, ¡si no hay agua!
—En tu libro hablás de Rachel Carson que publicó “Primavera Silenciosa” en 1962 y la activista alemana Petra Kelly, una de las fundadoras del partido de Los Verdes en 1980. Ambas fueron perseguidas por alertar de los peligros. ¿Cómo luchar contra un engranaje tan fuerte como el que mueve la industria alimentaria?
—Cuando empecé a investigar sobre la agricultura industrial me acordé de Rachel Carson y de Petra Kelly, que las había leído hacía 30 años.
Después seguí investigando y vi que todas las voces que han hablado contra la agricultura industrial más en serio son mujeres. Y decidí que la protagonista fuera una ingeniera que trabaja en los invernaderos.
Después me fijé en que todas fueron insultadas, descalificadas, amenazadas, incluso agredidas y perseguidas. Entonces pensé que eso era lo que le iba a pasar a mi protagonista. Ella forma parte del sistema, pero lo va a criticar y como consecuencia la van a insultar y perseguir como hicieron con una mujer en Almería.
De hecho, yo también he recibido insultos y denuncias. La lucha de los activistas siempre va a estar en cuestión. Mira a Greta Thunberg si no ha recibido amenazas, yo creo que sigue viviendo medio escondida en algún lugar de Suecia.
—A través de Sara conocemos todo lo que pasa debajo del mar de plástico de los invernaderos incluida la vida de los migrantes sin papeles que sufren una explotación laboral que roza la esclavitud.
—Esta es la contradicción que gobierna el universo. Todos lo sabemos, pero no es solo el kilo de tomate, es el teléfono que tengo yo aquí en la mano y que tendrás tú por ahí también.
Estos productos están hechos a base de explotación, de explotación de niños en minas africanas, en unas condiciones de vida inimaginables y que todos sabemos. Ya nadie puede decir que no lo sabía.
Lo que intento es ponerle rostro a esa gente. Sin el abuso y la explotación de todos estos inmigrantes, estas industrias no seguirían ni una semana más. Tú quitas mañana a los inmigrantes y tienen que cerrar, literalmente.
Puse rostro a las cosas con la pequeña esperanza de que quizás alguien diga que esto no se puede consentir.
—Dices que vivimos en un mundo de contradicciones donde, por ejemplo, llevamos bolsas de tela al supermercado pero luego volamos miles de kilómetros para tumbarnos al sol. ¿Qué problemas conlleva vivir en una contradicción constante?
—Creo que esta contradicción es una fuente de frustraciones, de insatisfacciones, de ansiedad probablemente. Creo que la gente vive muy ansiosa y sobre todo la gente que hace cosas que sabe que están mal.
Pero es una contradicción que todo el mundo lleva dentro. Por eso quizás la gente prefiere no saber los detalles. No quieren saber mucho para no sentirse fatal. Vivimos con eso.
Hay gente que lo resuelve con pequeños lavados de conciencia, como por ejemplo la bolsa reutilizable en el supermercado. Hay gente que piensa que como recicla ya puede subirse a un avión para pasar el fin de semana en París o escaparse a las Maldivas.
En mayor o menor grado todos tenemos que convivir con la contradicción, porque hacerlo todo bien es casi imposible.
—Tú, al igual que tu protagonista, decidiste abandonar en Madrid para irte a vivir a un pueblo a los pies de Sierra Nevada. ¿No corremos el riesgo de romantizar esa huida a la naturaleza?
—A mí siempre me acusan de eso, de idealizar el campo y la vida en el pueblo. Sí es verdad que mi propuesta no es colectiva, yo no creo que todo el mundo se pueda ir a vivir a la naturaleza ni al campo.
La vida en la montaña es muy dura y tienes que renunciar a muchísimas cosas. Ha sido la opción que yo he tomado en mi vida y ha sido la opción que le he dado a mi personaje, pero no es una propuesta colectiva, ni viable, porque no habría campo suficiente.
Para mí la vida en la naturaleza es más sana y más sostenible y menos contaminante que la vida en la ciudad. Estoy muy cansado también de esta visión contraria, que condena el pueblo.
Irte al pueblo puede ser horrible o puede ser maravilloso. Igual que irte a una ciudad puede ser horrible o puede ser maravilloso.
—Leer el libro unos meses después de la DANA de Valencia hace que afirmaciones como que el cambio climático ha dejado de ser una amenaza para ser una emergencia estén más de actualidad que nunca. ¿Crees que este tipo de tragedias sirven para lograr una mayor concienciación sobre el clima?
Está visto que tenemos una memoria de pez, porque esto pasa todos los años. La DANA que yo cuento en la novela en 2019 no es inventada, sucedió realmente. Y los datos que yo doy son también reales.
No fue tan terrible como la del año pasado (en Valencia), pero es un fenómeno que se repite. Si ya lo sabemos, ¿por qué no tomamos medidas? Medidas, sobre todo, preventivas.
Yo creo que uno de los problemas del siglo XXI es la falta de memoria. Sigue habiendo políticos que siguen negando el cambio climático. Se sigue construyendo en zonas inundables.
Volvemos un poco a lo de antes también: no queremos saberlo o nos cuesta mucho o no queremos renunciar a nada o queremos seguir teniendo y disfrutando.
*Por Almudena de Cabo