¡Qué difícil resulta salir de la consternación que nos ha generado nuestro Presidente en su discurso en el Foro de Davos! Obviamente no nos vamos a sorprender porque, por un lado, sus palabras parecen estar en sintonía con una época en la que los conservadurismos morales y del conocimiento son, quizá, tan graves como los económicos y los políticos; por otro lado, porque parecen normalizadas las bravuconadas e insultos del máximo mandatario del país contra cualquiera: periodistas, políticos, educadores, médicos, empresarios, trabajadores, en fin, contra los ciudadanos de a pié. Hoy, también, contra los ciudadanos del mundo.
Hay mucho por subrayar en ese discurso, pero ahora quiero poner foco en el pasaje sobre su falta de comprensión sobre feminismo. No son sólo palabras que inquietan a las mujeres y a los hombres que en los últimos años hemos abierto los ojos frente a una realidad histórica de desigualdad, para coronar esas luchas con una real evolución de la condición jurídica que garantiza derechos y estándares de tutela que son sin duda irrenunciables. Sino que perturban principalmente porque el otro brazo de la tenaza es la declaración reciente del ministro de Justicia que busca derogar la figura del femicidio en el Código Penal.
Pareciera ser la lógica de este gobierno: por un lado el palabrerío absurdo, amenazante, violento e irrespetuoso que usa los datos para construir un relato alejado de la realidad –aprendió bien de la casta lo importante de aquello que antes y ahora se llama “reforma cultural”-. Por el otro lado, el brazo pragmático que pone en marcha los cambios necesarios para cumplir los deseos de su amo. Así de verticalista y antidemocrático es el gobierno del amo, sus cortesanos y los esclavos.
No uso esta metáfora social casualmente. Estamos en un regreso contundente hacia la edad oscura: moral pacata y conservadora, pérdida de derechos sociales e individuales, conocimiento mágico alejado del pensamiento científico, alejamiento del estado de derecho y, muy especialmente, la convicción de una visión jerárquica de la sociedad. Este medioevo del siglo XXI parece conducirnos al liderazgo de la población occidental de los países centrales sobre otra población que ha luchado en los últimos tiempos por muchos derechos que ahora se busca cercenar. En un arco de 40 años, en Argentina hemos podido separarnos legalmente de la persona que ya no amamos y casarnos con la que sí amamos -independientemente de los prejuicios- porque así lo dispuso la ley. Este país que, con sus bemoles, progresaba moralmente, ha sido detenido. Mucha responsabilidad les cabe a quienes han hecho de ese progresismo la base para la corrupción y la defensa de privilegios. Sin embargo, esta cultura pendular y oscilante entre un polo y otro, ha pasado de la defensa del abuso de derechos a su eliminación. ¿Habrá un día en el que la ciudadanía se exprese electoralmente a favor del diálogo de cara a la sociedad, alejados de los negociados y los privilegios, y a favor del raciocinio de sus dirigentes?
Volvamos a Davos. Milei dijo que el feminismo pretende defender los derechos de la mitad de la población sobre la otra mitad y utilizó la figura penal de femicidio como ejemplo. Claro, utiliza los datos y las definiciones con mucha desinformación o con manifiesta malicia. La Dra. Dianna Russell fue una activista feminista sudafricana que acuñó por primera vez el término femicidio para poner en evidencia que hay un tipo de violencia que el hombre ejerce sobre la mujer por el hecho de ser mujer. Es decir, el hombre mata a la mujer reproduciendo un modelo patriarcal en el que se configura la noción del hombre fuerte y de la mujer sometida y obediente. El problema resulta cuando el hombre considera que esa sumisión, esa diferencia jerárquica no es suficiente y no lo convence. Entonces debe matar para asegurarse llegar hasta las últimas consecuencias de la masculinidad. Ahí ya no quedan dudas de quién es quién, de quién tenía razón.
En la Argentina, se incorporó la figura de femicidio en el Código Penal en el 2012 a través de la Ley 26.791 y la definición de violencia de género a través de la Ley 26.743. Mediante estas leyes se entiende que el varón que mata a una mujer debe ser castigado teniendo en cuenta que las cuestiones de género son un agravante y le corresponde la pena máxima.
Contestando al Presidente, entonces, recordamos que el femicidio ocurre en la gran mayoría de los casos en el ámbito doméstico, que en el mundo una mujer muere cada 10 minutos por violencia de género y que en nuestro país en el 2024 murió una mujer cada 27 horas. No es lo mismo morir en un asalto, que morir en manos de un amante, ex amante, esposo, padre, hermano -o cualquiera sea el vínculo- porque considera que su fuerza debe llegar hasta la muerte para demostrar su superioridad a través de la forma del control extremo. Si no te puede controlar en vida, entonces decidirá tu muerte.
Antes de la figura penal del femicidio, un caso de muerte violenta en el ámbito doméstico muchas veces se leía con la lente de la “emoción violenta” y la pena, consecuentemente, se reducía. La diferencia entre el femicidio y la muerte violenta común reside, entonces, en aceptar o no la superioridad de una vida sobre otra o que algunas vidas pueden ser descartadas. La falta de consideración del sufrimiento de la víctima y de los menores que se quedan sin madre (generalmente los femicidios están relacionados con la maternidad o los embarazos) ante las amenazas previas, las persecuciones, las agresiones y la posterior muerte a manos de una persona cercana, muestra la inhumanidad de quien dice lo que dijo el Presidente y lo que ratifica el ministro de Justicia a través de sus dichos.
Inhumanidad propia de un modelo político medieval, tosco, ignorante y malvado que no tiene pruritos en mostrarse sin máscaras porque, al igual que el femicida, se cree superior a todos y, casi como un dios o un mesías, pretende decidir sobre la vida y la muerte, sobre qué vidas valen la pena ser vividas y a qué vidas conviene coartarle los derechos y reconducirlas al más rancio de los oscurantismos.
Alarma como posición institucional del titular de la cartera de Justicia que parece desconocer que la igualdad es principio basal de nuestro texto constitucional y que la reforma de 1994 impuso además las medidas o políticas de discriminación positiva, entendiendo que es la norma la que debe poner a las partes en un equilibrio al que no acceden por sí solas.
Tampoco dejo de pensar la dosis de hipocresía de quienes se embanderan en una ortodoxia religiosa más bien propia de regímenes autoritarios que someten a las mujeres a todo tipo de vejaciones y que tampoco le brindan oportunidades para ser parte o motor del desarrollo económico, social y cultural en condiciones de protagonistas principales.
Solo desearía pensar que todo lo que hemos escuchado no sea más que el delirio de un Presidente sin apoyo de la sociedad. Pero lo que preocupa profundamente es la anomia de quienes parecen aún dispuestos a entregar derechos, historia, conquistas e instituciones, convalidando la oscilación pendular entre kirchneristas y libertarios. Lamentablemente, el costo que se pagó y que se pagará por ese error de lectura es gravísimo.