Sin dudas su nombre no está entre los más conocidos de su época, salvo en su país, Eslovaquia, donde es considerado el pintor más importante de su historia, por lo menos para algunos críticos. Así y todo, “El viejo pescador” es una de esas obras que todo admirador del arte se cruzó alguna vez en la vida y que, por sus extrañas características, quedó grabada en algún rincón del cerebro.

Tivadar Csontváry-Kosztka (Kisszeben, Imperio Austrohúngaro, 1853 y hoy Sabinov, Eslovaquia) fue uno de sos creadores, llamémoslo “peculiares”, esos lobos solitarios que no eran de aquí ni de allá, ya que en sí nunca manifestó interés por ninguna de las vanguardias, aunque en su trabajo hay dejos del postimpresionismo. Se sabe, escapar al clima de época es casi imposible para todos los mortales.

Hijo de un farmacéutico, se desempeñó en la tradición familiar, mientras realizaba experimentos con pólvora en el campo, algo que no era del todo extraño por el seno de su familia, pero ya en sus primeros años se lo tildaba de extravagante por su poco interés a la vida social. Tivadar, de hecho, siendo aún un niño prefería la compañía de los insectos del monte que la de los compañeros de escuela, de la que se escapaba, y ya adulto rechazaba los espacios donde se consumía tabaco y el alcohol.

Autorretrato

En la Revolución y guerra de independencia de Hungría (1848-1849), su padre tomó una postura imperialista, por lo que la familia debió marchar al exilio a un distrito rural de la actual Ucrania. La vida continuaba y su interés por el arte llegaría recién a los 41 años, cuando tuvo una revelación mística.

Antes, se recibió de farmacéutico en Budapest, realizó el servicio militar y estudió derecho. Fue incluso un voluntario durante una gran inundación y tenía un proyecto para la cría de gusanos de seda, que acercó al gobierno, pero no le prestaron atención.

Dice la leyenda, que una tarde, sentado en la puerta de la farmacia, se puso a garabatear un carruaje detrás de una receta y una voz le dijo: “Serás el pintor más grande del momento”.

Esta experiencia religiosa, aún cuando ya había abandonado el catolicismo, lo convenció de que su camino era el de las pinturas. Pero antes de siquiera agarrar un pincel visitó a diferentes escuelas de arte y artistas en ciudades como Múnich, Karlsruhe y París, además de realizar viajes por museos de Italia, Dalmacia, Siria y Egipto, entre otros.

Regresó a muchos de estos destinos ya como artista, lo que se puede apreciar en los paisajes que realizó: El muro de los lamentos, La gran cascada de Tarpatak, Paseo en carruaje bajo la luna nueva en Atenas o Ruinas del teatro griego en Taormina.

Pero sin dudas, su obra paisajística más reconocida fue la realizada en el Líbano, El cedro solitario y Peregrinación a los cedros del Líbano, pinturas que solo se destacan por su vibrante uso del color y su composición, sino también por el simbolismo que encierran. Algunos críticos sugieren que los cedros representan un autorretrato simbólico del artista, reflejando su deseo de reconocimiento y su lucha interna. En particular, la presencia de una rama rota y un pájaro posado en una de las obras podría aludir a los altibajos de su carrera y su carácter.

El pescador viejo, por su parte, es una pieza intrigante, realizada en 1902, en la que a golpe de vista se observa a un anciano sosteniendo un bastón, dentro de un paisaje montañoso, y en el que en una caleta o una costa se pueden ver una serie de fábricas lanzando humo desde sus chimeneas al aire.

Cuando a la obra se le coloca un espejo, de cualquiera de los dos lados, cobra otro significado. Si se la espeja desde la izquierda, aparece un mar sereno y el pueblo parece calmo, mientras el anciano se toma de las manos. En cambio, cuando se la espeja desde la derecha cambia drásticamente, y esa benevolencia desaparece para presentar un rostro algo demoníaco, oscuro, mientras las fábricas parecen comerse a la naturaleza. El artista, así, presentó un juego visual en el que puso énfasis en la dualidad de la naturaleza humana.

A pesar de la monumentalidad de sus lienzos, que en algunos casos alcanzaban los 30 metros cuadrados (320 pies cuadrados), Csontváry-Kosztka no logró el reconocimiento en vida. Su obsesión por el detalle y su carácter excéntrico lo llevaron al aislamiento, y finalmente murió en la pobreza en 1919.