GENERAL CERRI, Bahía Blanca.— Sin escaleras porque la casa tiene solo planta baja, “como un gato” según describe a LA NACION, Ángel Guzmán se trepó por las paredes hasta el techo y desde allí improvisó un pasamanos con su esposa, Melisa, para que sus hijos Julieta, Valentina y Santino se instalaran a resguardo del agua que no paraba de entrar y crecer. La marca que la tierra dejó en las paredes marca casi 1,25 metros.
“Esto era sálvese quien pueda, y nos salvamos”, dice, desde el acampe que desde hace dos días comparten en esa terraza con otras dos familias vecinas a las que les brindaron cobijo.
Es un verdadero desastre lo que se vive en esta pequeña localidad que, de arranque, tuvo más de 800 evacuados. Está al este de Bahía Blanca y es de la zonas más bajas del distrito. El temporal que comenzó el viernes a la madrugada llegó con fuerza por allí con las primeras luces del día.
“Como una ola”, apunta Melisa sobre el sostenido y pronto ingreso de agua. “En cinco minutos pasamos de filtración a más de un metro de profundidad en la casa”, asegura.
La puerta de acceso por calle Joaquín V. González quedó bloqueada y ahora el ingreso es por una ventana: los chiquitos que lo toman como un juego, los jóvenes y también y los que tienen las articulaciones más duras por los años, ahora más flexibles por obligación ante una emergencia que no dio alternativas. “Lo perdimos todo”, repiten por fin al sol, delante de las dos carpas bajo las que pueden descansar sin humedecerse los pies.
La inundación ya se retiró desde la tarde del sábado, cuando los canales de la zona comenzaron a drenar mejor. Pero queda una humedad a ras de piso sostenida, espesa y pestilente. Olor a podrido. Sintoniza con el desastre que quedó al descubierto. Cuando dicen que perdieron todo no exageran: salvo lo que es ladrillo, el resto no parece tener segunda chance.
Llegan dos camionetas a lo de los Guzmán, cargadas a tope con bolsas, embaladas y rotuladas: “Ropa de bebé”, dice una. “Calzado niño”, la otra. “Frazada” y “Pañales”, se alcanza a ver y leer entre los bultos que envía el Comité de Crisis. Los colchones llegan en otro vehículo y a cuentagotas. No porque no haya sino que por volumen son los más difíciles para transportar en vehículos tradicionales.
Cerri es uno de los pozos del distrito. En su perímetro exterior se produjo el desborde que llevó agua por encima de la Ruta 3. En el camino arrasó con los terraplenes que sostenían rieles de la red ferroviaria que cruza la zona. Un camión con acoplado quedó colgado, en V, mitad de un lado y mitad del otro de esos rieles.
Como si fueran cajas de cartón, la fuerza del agua puso a flotar y desparramó sobre el pavimento casi una decena de pesados contenedores, que todavía están esparcidos entre calzada y banquina, lo que obliga a un zigzagueo del tránsito vehicular y un permanente control policial, día y noche.
Son contenedores de la empresa TGS, que estaban de un lado de la ruta y terminaron arriba o del otro lado. De milagro no arrasaron con el quincho de troncos y paja de “Don Carlín”, un puesto de comidas al paso que tiene uno de esos contenedores apoyada sobre uno de los extremos. Otros dos más pasaron para el fondo y terminaron entre pastizales.
“Nos salvamos nadando”
Walter y José estaban adentro de ese puesto, donde cocinan, atienden y duermen. El perro que los acompaña, dicen, fue el que los despertó a puro ladrido. Se venía el agua con fuerza y en un chasquido estaban inundados. “No se puede creer, pero nos salvamos nadando”, cuentan a LA NACION mientras preparan un mate y siguen con lo puesto. “Estamos pidiendo ropa, alguna frazada y calzado, nos quedamos sin nada”, dicen.
Ese parador rutero, a la altura del kilómetro 702 y a metros de un puesto de Gendarmería, es propiedad de Luis Silva. “Lo tengo hace cuatro años y casi no lo pude inaugurar porque hace más de un año me lo voló aquel temporal, hace poquito me lo cascoteó el granizo y ahora el agua no me dejó nada adentro”, describe a LA NACION.
Tampoco afuera: confirma que perdió todos los animales que tenía, caballos, cerdos, corderos y gallinas. “Tres yeguas pude salvar, nada más”, celebra —si algo hay para celebrar aquí— y anticipa que cuando baje el agua se verá el otro crudo costo de esta tragedia: el ganado que se le murió a los productores de la zona.
En Cerri, puertas adentro de la localidad, sale el sol y se intenta volver a vivir. Andan uniformados por el barro, de tanto andar sacando muebles empapados, colchones que gotean en el frente de cada casa y lo que cualquiera se pueda imaginar. Para todos, y quizá más que en Bahía Blanca, es un volver a empezar de cero.
“No dio tiempo a nada, nos metió un metro de agua en toda la casa, nos tapó el auto que quedó cerrado en el garaje y con la llave adentro y también un camión de mi viejo que estaba en otro lado”, cuenta Leonardo Villalba, que vive con su familia y se refugió en la planta alta.
“Ni tiempo a rescatar nada”, reconoce, y muestra la pila de libros que ubicó junto al cesto de basura, en la vereda. Repartidos en el jardín, decenas de muebles, electrodomésticos y ropa.
En la esquina de su casa hay una parroquia. Dice que allí fueron muchos de los vecinos, espontáneamente, porque está un poco más alta que el resto de las viviendas. “La abrieron y se metieron”, detalló.
A pocos metros andan de aquí para allá Silvia González y Juan Irala. Viven en una pequeña casita en el fondo del lote, detrás de otra donde habita un matrimonio mayor, con el hombre víctima de un accidente cerebrovascular que hace un tiempo lo dejó hemipléjico. “Más que salvar nuestras cosas fuimos a ayudarlos a ellos porque pedían ayuda”, explica a LA NACION sobre esa reacción que tuvieron cuando el agua les cubría algo más que la cintura.
Consiguieron mantenerlos a resguardo hasta que a la pareja vecina la retiraron en un kayak. Silvia y Juan se quedaron pero sin poder salvar nada de sus pertenencias. Ellos dos pusieron sillas sobre la mesa y asegura que allí pasaron la noche, sentados, dormidos cuanto pudieron, a la espera de una asistencia. La ropa seca que tienen, cuenta, es la que estaba en el estante superior del placard. “Nos destrozó a nosotros y a todos”, dice Juan, aprieta los puños y aguanta las lágrimas.
El problema en Cerri se agrava porque no pueden consumir el agua de red. La inundación ensució todos los depósitos generales y todo lo que brota de las canillas aparece como un riesgo sanitario. Y salir a buscar agua a los puntos de entrega requiere tiempo y paciencia que están dedicando mucho más, al menos por ahora, a acomodar sus casas. Una botella de dos litros se administra: un poco para el mate, otro poquito para lavarse los dientes.
Los Guzmán y sus vecinos dicen que, mientras el buen tiempo lo permita, seguirán acampando en la terraza. Ya no tienen inundado el interior de sus casas pero el agua no para de brotar. “Ese olor puede ser que estén emergiendo líquidos de las cloacas”, arriesgan. Hasta que eso mejore, al menos, no se planea mudanza de regreso a planta baja.