Como todos los recuerdos infantiles, la imagen llega con algunas distorsiones. Pero lo esencial está allí. Estamos en el muelle de Mar de Ajó, creo que toda la familia (padres y seis hijos), y mi madre me lleva de la mano, con cierta inquietud por ese trasiego de cañas, mediomundos, líneas plagadas de anzuelos que son revoleadas en el aire para llegar más lejos de los hombres y más cerca de los peces.

La vista de todos deja de pronto de prestar atención a las probables presas y se detiene en una figura humana, apenas visible entre el oleaje, que a esa hora de la tarde parece embravecerse. El cuerpo se hunde y emerge casi sin control y el muchachito, muy joven, lucha desesperadamente para que el agua salada no entre en sus pulmones.

Vaya uno a saber qué miedos empujaron los gritos espontáneos de mi madre: “¡¡¡Ese chiquillo!!!!! ¡¡¡Ese chiquillo, que se ahoga!!!!!” Sus alaridos me estremecieron. Miraba aterrado su rostro desencajado y la silueta del joven que apenas lograba distinguir desde el muelle y que trataba de mantenerse a flote.

No puedo precisarlo, pero creo recordar que, al pasar junto a mi madre, le hizo un gesto de agradecimiento y, a la vez, de consuelo: “Ya pasó, señora, por suerte el chico está bien”

Nadie podía saber desde allí arriba si algún guardavidas habría llegado a ver esos gestos de angustia. El hombre, uno más de los tantos que estaba en la primera línea junto a la baranda del muelle y que ya había descuidado sus aparejos para enfocarse en esa potencial tragedia, no dudó: se deshizo lo más rápido que pudo de su ropa y se arrojó al mar para intentar lo que podía ser un imposible.

Difícil saber si fue su destreza, la resistencia del muchacho o ambas. Lo cierto es que el guardavidas improvisado (aunque virtuoso nadador) llegó muy rápido hasta el bañista para llevarlo, no sin esfuerzo, de vuelta a la orilla. Mi madre se echó a llorar por la emoción al ver que el episodio se encaminaba a un buen final.

Nuestro pescador/rescatista volvió a subir al muelle para recuperar sus ropas y sus instrumentos. Aplausos y gritos de alegría lo acompañaron desde que subió las escaleras en la playa hasta la cabecera, bañado en sal y sudor tras el esfuerzo. No puedo precisarlo, pero creo recordar que, al pasar junto a mi madre, le hizo un gesto de agradecimiento y, a la vez, de consuelo: “Ya pasó, señora, por suerte el chico está bien”.

Diego González, el guardavidas que a comienzos de este mes recuperó el cuerpo del argentino Franco Toro en Punta del Este, Uruguay:

Cada verano vuelvo a emocionarme al ver a los guardavidas, profesionales o voluntarios, en acción. Y me enoja cuando no se les hace caso. El episodio, de sainete si no hubiera sido real, ocurrió el domingo 5, aunque se conoció al día siguiente, cuando se hizo viral por las redes. Un turista, en Playa Unión, Rawson, insistía con entrar al agua en una zona claramente delimitada como peligrosa. Primero uno y después varios de los guardavidas del lugar intentan disuadirlo de malos modos al ver que el hombre no aflojaba. Incluso lo insultaron, lo que puede costarles el despido.

“¿Cómo quieren que reaccione un guardavidas, que es la autoridad en la playa, ante una piña? Les digo más, si el tipo tiene un accidente en zona náutica los guardacostas son penalmente responsables”, publicó en su cuenta de X la usuaria @pitu_pop, exguardavidas. Sabe de lo que habla: disfruten acá (https://x.com/pitu_pop/status/1489648966732066817) un hilo maravilloso que describe con el corazón en qué consistía su trabajo. “Rendirse no es parte del contrato que firmaste. No es una opción”, dice, sobre el momento en que el mar se resiste a que ella cruce la rompiente. Y cuando lo logra “sos libre. No sabés dónde empieza y termina tu cuerpo. Estás inmerso en la eternidad”. Y esto solo es parte del entrenamiento matutino cuando aún no hay gente en la playa, para estar preparados para la emergencia.

Guardavidas en las playas de Orense

El verano pasado volví a conmoverme. En la hora mágica de un atardecer de febrero, el joven bañero cruzó la playa como un galgo hacia la zona de otros colegas, que no parecían advertir que varias personas tenían dificultades para salir de la rompiente. Corrió sin siquiera pensar “no es mi área”. No había peligro, finalmente, pero nunca se sabe.

En aquel muelle no existían los videos, solo mis ojos de videotape.