Rafael Abuchaibe
BBC News Mundo
@RafaelAbuchaibe
Es una pequeña criatura, de piel brillante y escamosa, que deambula por los desiertos de Norteamérica con paso lento y que, indirectamente, sirvió para impulsar una revolución farmacológica.
Su nombre científico es Heloderma suspectum, pero la mayoría de la gente lo conoce como el monstruo de Gila.
Y aunque su venenosa mordida podría llegar a ocasionarle serias complicaciones a un ser humano -en noviembre de 2024, un hombre falleció en el estado de Colorado luego de ser mordido por su monstruo de Gila mascota-, este pequeño y más bien torpe animalito está detrás de uno de los descubrimientos médicos que más vidas podría salvar en el futuro.
En su veneno, los científicos descubrieron una enzima que inspiraría a los científicos a desarrollar medicamentos que aumentan la actividad del receptor GLP-1, que hoy se venden en el mercado con las marcas Ozempic, Wegovy y Mounjaro y prometen ser una revolución en la lucha contra la diabetes tipo 2 y la obesidad.
Así como el monstruo de Gila fue la especie clave para el desarrollo de estos medicamentos, el estudio de las toxinas de los animales para encontrar terapias que curen a las personas no es nuevo y ha llevado a desarrollos importantes como el del control de la presión arterial y medicamentos para la regular coagulación de la sangre.
Pero ¿qué tiene de especial este lagarto y cómo se logra obtener de una de sus toxinas, uno de los medicamentos con mayor promesa terapéutica de las últimas décadas?
El veneno del monstruo
“Las toxinas evolucionan para cumplir funciones muy específicas, como defenderse de depredadores o incapacitar a sus presas”, le explica a BBC Mundo el profesor Kini, quien ha dedicado su vida a explorar distintos tipos de toxinas para encontrar usos alternos para ellas.
En el caso del monstruo de Gila -una de las dos especies de lagarto venenoso nativas de Norteamérica-, su veneno evolucionó para inmovilizar presas pequeñas, dada su falta de agilidad.
Lo que los científicos descubrieron es que, además de tener un efecto sobre la presa, una hormona presente en el veneno parecía estar ayudando a que el metabolismo del monstruo de Gila se ralentizara a tal nivel que este lagarto puede sobrevivir hasta un año con apenas seis comidas, según la Universidad de Queensland.
Al aislarla, los investigadores descubrieron que esta hormona, a la que llamaron exendina-4, era muy similar al GLP-1, una sustancia que los seres humanos producimos de manera natural para regular los niveles de azúcar en la sangre después de las comidas.
Sin embargo, la exendina-4 es diferente al GLP-1 en una característica clave: mientras que el GLP-1 humano sale rápidamente del cuerpo a través de los mecanismos naturales de excreción, la exendina-4 se mantiene más tiempo en el organismo, lo que hace que su efecto sobre la regulación de la glucosa sea de mayor duración.
De ahí surge la base para desarrollar fármacos que actúan como agonistas del receptor GLP-1.
De tóxico a terapéutico
La primera gran aplicación práctica de la exendina-4 fue para el desarrollo de un medicamento llamado Byetta (exenatida), específico para tratar la diabetes tipo 2.
Este tratamiento ayudaba a reducir los niveles de glucosa y, con pequeñas modificaciones, sentó las bases para otros compuestos más resistentes y duraderos, como la semaglutida (Ozempic, Wegovy).
“Es increíble cómo con un cambio en uno o dos aminoácidos se puede lograr que la molécula dure más tiempo en el torrente sanguíneo, manteniendo o incluso aumentando su eficacia terapéutica”, le dice a BBC Mundo el profesor Kini.
En el caso de la semaglutida, explicó, lo que se hizo fue agregarle una cadena de ácidos grasos que la uniera a la albúmina sérica -la proteína en la sangre que ayuda a transportar hormonas, vitaminas y enzimas en el cuerpo-, lo que hace que se mantenga en la circulación por más tiempo.
Sin embargo, el profesor Kini dice que el de la semiglutida no es el único caso en el que las toxinas sirvieron de base para desarrollar un medicamento.
Emulando a la naturaleza
Tal como señala el profesor Kini, investigadores de todo el mundo llevan décadas analizando venenos de distintas especies y revelando compuestos que luego se convierten en medicamentos de uso masivo.
“Ya en la década de 1970 –explica– se aisló un péptido del veneno de la serpiente brasileña Bothrops jararaca, que dio origen a los inhibidores de la ECA (enzima convertidora de angiotensina)“, fármacos que hoy son esenciales para el control de la presión arterial y la insuficiencia cardíaca.
Con el tiempo, se sintetizaron productos como el captopril o el enalapril, que siguen recetándose a millones de pacientes en todo el mundo.
Los ejemplos abundan: desde caracoles marinos, cuyas neurotoxinas permiten tratar dolores crónicos cuando se modifican en el laboratorio, hasta las sanguijuelas médicas, cuyo anticoagulante natural derivó en fármacos que reducen el riesgo de embolismos.
El principio es siempre el mismo: “Las toxinas evolucionan para causar efectos muy precisos en el organismo de sus presas o depredadores. Si logramos aislar y entender esos mecanismos, podemos convertir el veneno en un aliado terapéutico”, explica Kini.
El propio Kini estudia toxinas de serpientes y la saliva de mosquitos con el objetivo de desarrollar medicamentos que prevengan daños en el corazón tras un infarto o controlen problemas de diuresis.
En su experiencia, muchas de estas toxinas presentan ligeras variaciones en uno o dos aminoácidos que desatan efectos fisiológicos sumamente específicos, y es cuestión de aislarlos y modificarlos para la creación de nuevas terapias.
Un futuro con toxinas
La experiencia con el monstruo de Gila demuestra el potencial de combinar biología molecular, farmacología y el estudio detallado de venenos.
Para Kini, el hecho de que un reptil relativamente lento e inofensivo a simple vista —capaz de sobrevivir con pocas comidas y portar un veneno estable— haya provisto la base de medicamentos revolucionarios es una muestra de lo que podría hallarse en otras criaturas.
“Vivimos en una era en la que nuevas herramientas nos permiten avanzar más rápido que nunca. Aun así, el mayor desafío suele ser la financiación: convertir un hallazgo de laboratorio en un fármaco comercialmente disponible lleva años de ensayos clínicos y grandes inversiones”, advierte.
Con todo, considera que los resultados justifican con creces el esfuerzo, especialmente si se tiene en cuenta el profundo impacto que tienen enfermedades como la diabetes, la obesidad o la hipertensión.
“Las próximas décadas podrían depararnos nuevas sorpresas —señala Kini—. Podríamos encontrar compuestos aún más eficaces en el veneno de algún otro animal, o diseñar versiones sintéticas que ataquen enfermedades desde ángulos inéditos”.