La pretensión de superioridad moral, que desde hace tiempo invade muchas de las conversaciones, tiene una característica indudable: es insufrible.
En redes sociales y en la política, pero también en otros espacios, inclusive aquellos más íntimos como el de las familias, la competencia por ser superior en el plano moral se expande y genera una suerte de campeonato, dentro del cual gana aquel que logra erigirse como adalid de lo virtuoso. Ese escalón moral supera en importancia, para los que compiten, al tema en sí acerca del cual se habla. Estar en el pedestal de la virtud es lo que de verdad importa.
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Las personas dicen lo que piensan, lo que está muy bien, pero lo hacen pasando un aviso moralista por debajo de la mesa al considerar que lo propio, no solamente es mejor sino que es, sobre todo, más virtuoso moralmente que lo que lo de los otros que, de esa manera, quedan en “orsai”.
Antes, el moralista decía que era moralista y se la bancaba. Buenas mofas recibieron aquellos docentes, religiosos, padres y madres que se dedicaban a despotricar con cara amarga por la falta de moral en una sociedad en la que emergía la “liberación”. Esa falla moral, a su decir, corroía las bases de la sociedad y requería un retorno a un orden.
Era asfixiante vivir bajo el yugo de aquella moralina, pero nadie puede dudar que aquellos personajes, en la actualidad vistos como peligrosos o patéticos, trabajaban “en blanco” a la hora de pontificar. Hoy la moralina trabaja en “negro” y de manera camuflada bajo el disfraz cool de la modernidad.
El discurso presidencial de turno, las discusiones futboleras, los intercambios tuiteros, las premisas sobre el trato correcto hacia los animales, las maneras de alimentarse, la educación actual comparada con la “irrespetuosa” crianza de antaño, las intenciones de adoptar nuevas formas de gestionar el mundo emocional… Todo tiene el afán de superioridad moral que lo desvirtúa todo, arruinando las conversaciones.
Este artículo corre también el riesgo de pretender ser superior, moralmente hablando, que aquellos escritos por quienes van por ahí diciendo que ellos son moralmente mejores que los que ven las cosas de forma distinta. Sin embargo, en general, el riesgo de hacer lo mismo que se está criticando se diluye reconociendo que nada de lo humano nos es ajeno, y que todos podemos caer, aunque sea un rato, en el malsano gozo de ganar en el campeonato de la superioridad moral. Claro, una cosa es manifestar una crítica moral ocasional ante algo que se considera “malo” y otra es quedarse a vivir en esa sintonía.
Laberintos desagradables
A modo de ejemplo sobre esta problemática, vemos que en los diálogos conyugales las parejas discuten, pero también demasiadas veces se condenan en términos moralistas. En esas discusiones se supone que alguien tiene que ser el virtuoso y otro tiene que ser el culpable, y es así que se enredan los vínculos entre personas que, aun queriéndose, se meten en laberintos desagradables. En general la salida del laberinto está “por arriba”, apuntando a la solución de los problemas más que a la procura de culpables.
Quedar del lado de los malos es lo peor dentro de este escenario de competencia. Ejemplo de esto es la cultura de la cancelación, que tiene en su base una vestimenta moralista que roza el puritanismo. Si bien en ocasiones señala a personas perversas o execrables, sin embargo, genera una atmósfera de miedo y censura que tiñe todo intercambio y degrada la espontaneidad saludable. Se sabe que cuando las personas y las poblaciones están atemorizadas, son más fáciles de dominar.
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Lo notable es que, a la vez que ocurre lo que señalamos aquí, aparecen tendencias en las redes que, como el “escuchamos pero no juzgamos” que es moda en TikTok, supuestamente habilitan a las personas a comunicar cosas que antes no decían, con la garantía de no ser juzgados por sus dichos. No sabemos si eso sirve para algo realmente, pero el juego, obviamente, supone la superioridad moral de aquellos que no juzgan por sobre los que sí juzgan. Como se ve, el diablito de la superioridad moral se infiltra en todos lados.
Identificar el propio afán de ser superior en virtud al otro y, honestidad mediante, soltar amablemente dicho afán para dejar que se genere una verdadera conversación, es la clave. Claro, eso significa dejar de competir, lo que, dado los tiempos que corren en los que la idea de competencia parece invadirlo todo, parece algo difícil de conseguir.
Ya han existido bastantes inquisiciones en la historia, por lo que tal vez sea tiempo de salir de ese juego de egos desbocados y manipulaciones de baja calidad que es el campeonato de la superioridad moral, para explorar opciones más generosas e interesantes.