La primera vez que Miguel Krochik logró estremecer a quienes seguían a los pioneros del rock hecho acá fue en junio de 1972, en el recital que idearon Litto Nebbia, Domingo Cura y León Gieco: El Acusticazo, una especie de ‘Lollapal(e)ooza’ en donde también participaron David Lebón, Gabriela, Edelmiro Molinari y Raúl Porchetto. Cuando salió el disco con las canciones que sonaron en el escenario del Teatro Atlantic (novedad absoluta, porque no había registros de los conciertos en esa época), “Guilmar” tuvo una gran aceptación y sonó muchísimo en las radios. Krochik la incluyó en un álbum al que le puso el mismo nombre y apareció al año siguiente, pero la poca difusión y la falta de oportunidades para seguir presentándose en vivo lo desmotivaron y decidió abandonar su carrera musical.
Casi una década después, se reveló el lugar que la historia de la música tenía guardado para él. Miguel Krochik se casó, tuvo hijos y se dedicó a la venta de sábanas en un local de la calle Segurola, en el barrio de Floresta, que pertenecía a su abuelo. Ahí mismo –sin que su mujer se diera cuenta–, con el asesoramiento técnico del productor Carlos Piriz, comenzó un proceso de transformación del comercio y logró convertirlo en un estudio de grabación.
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No imaginaba que acababa de construir una auténtica fábrica de éxitos: el estudio Panda, por el que pasaron grandes figuras de nuestra música. En especial, integrantes de la constelación rock como Charly García, Sumo, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Soda Stereo, Fito Páez… pero también reinaron la voz de Mercedes Sosa y la cumbia de Gilda.
Hace unos dos años vendió el estudio para dedicarle tiempo a su arte favorito: cantar. Luego de la publicación de La baraja del destino (en dupla con Carlos Damiano; 2023) Krochik se embarcó en la arriesgada aventura de interpretar algunas canciones de Artaud, el emblemático álbum que Luis Alberto Spinetta grabó como solista y editó como Pescado Rabioso, considerado por la crítica especializada como el mejor disco de la historia del rock argentino.
Artaud combina poesía visceral con una musicalidad revolucionaria, está tallado con complejos arreglos y emblemáticos solos instrumentales. Su icónica tapa fue diseñada por Juan Orestes Gatti –un destacado artista de la generación Di Tella, creador de gran parte de la gráfica de las películas de Pedro Almodóvar– y constituyó una declaración conceptual disruptiva desde la mismísima forma: su asimetría impedía que entrara en las bateas de vinilos.
Además de marcar un quiebre estético el álbum se ha convertido en una obra de culto, inspiró a generaciones de músicos a reinterpretar y rendir homenaje a su profundidad emocional y su estructura innovadora. Los tributos a Artaud buscan capturar la esencia de la obra de Spinetta y, además, reinterpretar su legado a través de nuevas perspectivas y sensibilidades artísticas.
Como muestras, pueden escucharse las versiones que en el marco del ciclo Discos Esenciales dirigieron Hernán Jacinto y Loli Molina o las tres que Pedro Aznar seleccionó para Puentes Amarillos: Aznar Celebra la Música de Spinetta. Gustavo Cerati incorporó un fragmento de “Cementerio Club” hacia el final de la versión acústica de “Té para tres” incluida en Comfort y música para volar (este artículo no puede pasar por alto la paradoja de que el Acusticazo probó aquello que consagró MTV décadas más tarde con versiones desenchufadas de canciones eléctricas y Soda Stereo hizo caso omiso de aquella condición del canal y grabó todo con sus relucientes cables más una línea de cuerdas, en 1996), pero la conexión con Artaud se manifestó más temprano en Amor amarillo (1993), su debut solista.
Hay un homenaje obvio, porque la lista de canciones incluye a “Bajan”; pero también podría argumentarse que la esencia spinettiana ya está presente en el corte que le da título e inicio al álbum, allí evoca una suerte de material genético de toda la obra de Spinetta.
Volvamos al presente, después de ver a tantos artistas bailar sobre esa lava, ¿qué descubrió Krochik en su laboratorio de observación? “Quise crear un proyecto centrado en guitarras acústicas, enriquecido con la presencia de cuerdas. Añadimos clarinetes para darle un toque más clásico, esa era la intención: lograr algo clásico y distintivo en el acompañamiento, mientras mantengo mi estilo vocal”.
–¿Cómo lo armaste?
–Empecé con “Todas las hojas son del viento”, “Bajan” y “Cantata de puentes amarillos”. No lo planeé, pero elegí los tres que para mí son los más importantes (todos son importantes, claro), los que mejor me calzaban para cantar, los que más sentía que debía interpretar. Queda pendiente “Por”, pero me pasó algo raro; cuando lo canté sonaba bien, pero al escucharlo después decidí que lo iba a descartar, porque no me gustó como quedó.
–Se me viene a la mente Fernando Barrientos que grabó completo Caseros (las mismas canciones y en el orden original del único disco de Tanguito). No recuerdo otros casos, al menos del mainstream, en los que se recrea toda la obra. ¿Tu idea es hacer el álbum completo?
–No sé. Veré con el tiempo, no tengo prisa. Hoy en día, quizás, es mejor hacer covers de las mejores canciones de cada disco de cada artista, en lugar de intentar hacerlos completos. De todos modos, en breve, vamos probar “A Starosta el idiota”, otra de las que me gustan.
–¿Te gusta hacer covers?
–Siempre me ha gustado hacer covers de los temas más populares de cada compositor. Por ejemplo… “El Oso” y “Muchacho”, de Moris, que son dos temas imbatibles. También hice una versión de “La Balsa” en un disco homenaje a Litto Nebbia organizado por gente de Mar del Plata (Sinfonías para catedrales vivas, 2012) en el que participaron muchos artistas.
–Pienso en Palo Pandolfo, enfatizaba mucho la importancia del rol del intérprete.
–Sí, el intérprete y su impronta son cruciales. La interpretación es fundamental; para hacer un tema de otro artista, por ejemplo, hay que identificarse mucho con la época de la composición. No es necesario justificarse por los covers, hacerlos no es ningún crimen. ¡Los Beatles hacen cinco en su primer disco!
–¿Qué interpretes te sorprendieron?
–Tuve la suerte de conocer a Mercedes Sosa, todo lo que ella cantaba se transformaba. Le daba un barniz… a diez o a mil metros ya sabías que era La Negra cantando. Siempre le dio ese toque especial a cualquier canción. Por ejemplo, “Barco quieto”, de María Elena Walsh. No hace tanto, pude estar presente en una grabación de Michael Bublé. No lo grabé yo, pero estuve ahí. Bublé es un tipo que canta muy bien –estuvo en Panda dos días–, pero para llegar a lo de Frank Sinatra… Bublé, además, es un tipo simpático, pero no es un Nat King Cole en su estilo. Son voces elegidas, muy personales, Bubble es un crooner. Son tipos que pueden cantar cualquier canción.
–¿Por qué volviste a la música?
–Teniendo el estudio pude haber grabado un disco por semana, pero no lo hice porque no estaba sintonizado con eso. Cuando lo vendí, dije “vuelvo a la música porque siento una deuda con Dios y con el destino”. Elegí el camino de grabar, no estoy arrepentido.
–¿Cómo nació la idea de recrear Artaud?
-Cuando escuché el disco por primera vez tenía 17 años, hablé con Charly García, León Gieco, Rául Porchetto y todos coincidían en que el disco era una locura. Respiramos todos un aire distinto, algo de otro planeta, porque no se parecía a nada de acá ni del exterior. Pasaron más de cincuenta años de su publicación y siento lo mismo. Es un tributo a su modernismo. Decidí que tenía que ser diferente, porque hacer un cover exactamente igual al de Spinetta, con la misma formación, no tenía sentido. Entonces encontré a Sebastián Espósito, un guitarrista excepcional.
–¿Por qué elegiste usar cuerdas?
–Para darle una personalidad única a lo que sentía y a lo que sonaba en mi cabeza, junto con Sebastián.
–Las canciones son complejas, ¿hubo alguna muy difícil?
–En el caso de “Cantata…” que es la canción más difícil y dura alrededor de ocho minutos, había que saber cómo armarla, darle contrastes y decidir cómo cantarla. No podía interpretarla como un tanguero típico; era importante hacerlo con mi estilo, mi color vocal y un enfoque bien clásico. Quise acercarme a la línea de Spinetta con mi propia forma de cantar. Los homenajes a Spinetta sobre Artaud que he escuchado son pocos y, en mi opinión, no muchos son buenos. Tuve la suerte de que la gente que ha escuchado el trabajo hasta ahora, incluso gente del medio, ha quedado impresionada.
–¿Hay una dimensión competitiva cuando se trata de hacer un cover?
–Superar discos o covers o canciones como las del Flaco o canciones de artistas de renombre internacional o los famosos standars… es muy difícil. La razón por la cual los artistas nuevos vuelven a cantar esas canciones viejas es porque sus melodías son imbatibles, quizás más que las letras. En cambio, hay muchas en castellano en las que lo imbatible es su poesía. Muchos artistas internacionales y argentinos han marcado épocas con sus canciones. Podes hacer algo similar, pero si lo comparás con la época y el momento justo, en el lugar adecuado, no, contra eso no se compite.
–Fue un momento importante para el rock, ¿qué recuerdos te vienen a la mente al pensar en la transición de la dictadura a la democracia?
–En la década del 70, todos nos moríamos de hambre: Spinetta, Charly, León. El cambio se produjo cuando empezó el tema de las Malvinas y la prohibición de pasar música en inglés; recién ahí comenzó a ser negocio. A las compañías les faltaba catálogo, excepto Microfón Talent o algo de Music Hall, porque las importadas, como RCA Victor, tenían artistas extranjeros y estaban obligadas a lanzar todo el catálogo extranjero. Empezaron a llamarme en 1982: necesitábamos mil horas para este, diez mil horas para aquel… tenía que hacer a Juan Carlos Baglietto, Los Abuelos de la Nada, Charly con sus discos solistas, Fito, Andrés Calamaro, Dulce 16, Celeste Carballo, Los Decadentes, Los Pericos, hasta los Redondos hicieron un par de discos en Panda. Cuando el rock empezó a ser negocio para los hombres de traje y corbata se grabó a troche y moche.
–Además de esa selección de Artaud, ¿vas a grabar un disco?
–Hoy es muy difícil definir qué es un disco. Si son cuatro canciones, podría ser un EP. Ahora tengo la idea de hacer uno sobre la historia de Los Gatos, para cantar “El rey lloró”, “Madre, escúchame”, “La Balsa”, esos temas de sus primeros discos. Ahora, cuando pienso en hacer estas versiones, no sé, por ejemplo, ¿llamo a Lito y le digo “voy a hacer esto” o lo hago directamente? Tengo que tener mucho criterio y estética para hacerlo, no puedo lanzar algo que no esté a un nivel profesional, con buena interpretación; si no, ni lo hago. Además, tiene que tener mi esencia (no puedo hacer un cover y cantar igual que Litto).
–En ese sentido, entonces, ¿cómo te definís como intérprete?
–Un baladista con tono melancólico. Siempre me gustaron David Gates, Stephen Bishop, James Taylor. Cuando teníamos 18 ó 20 años no entendíamos un carajo de inglés y aun así las canciones nos llegaban. No entendíamos la letra, pero sí cómo las interpretaban, cómo las decían, los arreglos vocales. Guillermito Fernández lo explicaba con el tango: cuando cantaba en el exterior, en lugares donde no se habla castellano, la gente se emocionaba igual. Cantaba en Francia o en Japón y obviamente interpretaba los tangos en su lengua, no podés cantarlas en inglés. Esto me hizo pensar en cómo escribían Discépolo, Cátulo Castillo… En la forma de escribir y contar la vida –los dramas del amor, la espera de una mujer por su novio, todos esos dramas psicológicos– abordaron esos temas antes que grandes psicólogos como Freud o Jung. Se adelantaron a su tiempo.
Detrás del nombre del mejor disco del rock argentino
En octubre de 1973 apareció Artaud del grupo Pescado Rabioso, aunque en realidad se trató de un disco solista del “Flaco” Luis Alberto Spinetta.
En una nota publicada en este diario el pasado año, el periodista Fernando García hizo referencia a la historia del nombre del que es “considerado el mejor álbum del rock argentino”.
“Antonin Artaud (Marsella, 1896; Ivry-sur Seine, 1948) –escribe García– aparecía en la tapa del disco en una foto tipo DNI y para entenderlo había que sumergirse en sus textos que formaron parte del grupo surrealista original y que terminaron en una idea de arte total a la que llamó Teatro de la Crueldad. La editorial porteña Argonauta había editado en setiembre de 1972 la primera versión en español de su libro Heliogábalo o el anarquista coronado (1934), donde Spinetta leyó: ‘Y la música que surge de esto va más allá del oído para alcanzar el espíritu sin instrumentos y sin orquesta’”.