(Desde Bahía Blanca) El viernes a la madrugada nos despertamos con mi esposo a eso de las 4 de la mañana. La noche anterior una alerta naranja anunciaba una lluvia persistente y el ruido del agua cayendo fuerte no nos dejó dormir. El televisor mostraba las cámaras de seguridad que dan al frente de la casa y a un pasillo al que llamamos patio pero que no es tal, ya que apenas nos conecta con la parte de atrás, donde hay un quincho. A las 5:39 entraron notificaciones del área de prensa municipal a nuestros celulares. La naturaleza del mensaje nos hizo presumir que algo malo estaba por pasar.
Nos conectamos a las redes y supimos que el comité de crisis estaba monitoreando el desarrollo de una gran tormenta. Cinco meses antes, las imágenes de la Dana de Valencia me habían sensibilizado y de alguna forma, se habían convertido en mi peor pesadilla. Con ese recuerdo espantoso, la primera cámara comenzó a mostrar acumulación de agua en la calle en la que vivo, a unas 8 cuadras de la plaza principal de la ciudad. Y convencidos de que era una lluvia fuerte pero no más que eso, comenzamos a colocar esos gusanos de arena que sirven para detener el paso de la tierra o el agua en el borde de la puerta central y en la base del portón del garage, que da a la calle.
De repente lo que se veía afuera era un río de escasa altura, pero cuando ya habían caído unos 100 milímetros de agua comencé a despreocuparme: los desagües pluviales estaban funcionando bien. De hecho, al poco tiempo el nivel había descendido levemente, despejando la acera y pensé “bueno, pasó lo peor”.
Pero me equivoqué. Lo peor vino después. Primero se cortó la luz y para las 7 el nivel del agua en la calle comenzó a subir. Todo pasó muy rápido. Un líquido marrón comenzó a entrar al nivel más bajo del acceso a la casa y desesperadamente empezamos a derivarla hacia el garage con baldes que mi marido llenaba y yo vaciaba sin pensar más. Alcancé a subir las sillas del comedor al borde de la mesa y a poner bolsas de residuos en las patas de madera, atándolas con cinta papel.
Para las 10:20 la crecida se hizo mayor. Miré por el vidrio de la puerta delantera y el agua corría a gran velocidad, como a un metro de altura. Fue cuando mi marido me dijo que vayamos rápido para atrás. Corriendo y con mucha prisa, cerramos las puertas intermedias. En la desesperación agarré unas pocas cosas que consideré de valor, quién sabe por qué: la carpeta donde guardo la escritura de la casa, los pasaportes, la laptop y dos camperas.
“Vamos que el agua sube rápido”
Y así cerramos la última puerta, atravesando el pasillo y nos encerramos en el quincho.
Lo primero que hicimos fue armar una escalera de aluminio que siempre está plegada y usamos de biblioteca, a modo de adorno. La dejamos lista por si teníamos que subir al techo.
Seguía lloviendo.
Nos quedamos ahí en silencio. Esperando. Miré el celular y ya no tenía señal. No sabíamos qué pasaba afuera. A eso de las dos de la tarde fui hasta la heladera que está al lado del fogón y que casi nunca se usa…solo cuando viene gente. Calenté lo que encontré: caldo de carne y un poco de pan árabe que había en el freezer. Y así, comiendo pan y caldo nos sentimos un poco reconfortados, pero al mismo tiempo angustiados porque no teníamos noticias de familia ni de amigos.
No teníamos ni idea de lo que pasaba fuera de esas cuatro paredes. Una rayita de señal me permitió conectarme con mi hija vía SMS, que vive con mi nieto en un piso 12, a unas 15 cuadras, y me aseguraron que estaban bien. Respiré más tranquila.
A las cinco de la tarde había parado de llover. Salimos al pasillo y por la ventana de la cocina vimos que había agua y distintas cosas flotando. Mi peor pesadilla estaba ocurriendo. El agua en la casa. El barro. Y el olor.
Abrimos la puerta, no lo pude evitar y me largué a llorar. Porque la peor parte fue adelante: el escritorio donde diariamente trabajo, el garage, el comedor, con más de medio metro de agua. Los gusanos de arena flotando se movían lentamente, como si fueran serpientes. Y yo miraba ese escenario como si fuera el de una película. O un mal sueño. ¿Estaba realmente allí? ¿Por qué no me despierto?
Miré hacia arriba y empecé el recuento de daños: los techos mostraban lamparones por todas partes, la pintura estropeada; los pisos de madera embebidos, el teléfono fijo mudo, las cajas de luz inundadas… y mucho flotando. El silencio y la incertidumbre de no saber qué pasaba afuera martillaban mi cabeza.
Decidimos que era demasiado tarde para hacer algo; que era mejor esperar a que el agua bajara . Solo atiné a tomar sábanas y frazadas que por suerte siempre guardo en un placard superior. Unas velas chiquitas y la huevera.
Volvimos al quincho donde hay una cama marinera que se usa como sofá y armé las dos camas. Como había una sola almohada armé otra con dos almohadones. Preparé unos huevos revueltos y comimos eso con el pan que había sobrado del mediodía. Pero no pudimos pegar un ojo.
A la mañana siguiente vino la desolación. El agua había bajado pero había una capa gruesa de barro grasoso que lo cubría todo. Por momentos mostraba un reflejo tornasolado, como si hubiera arrastrado algún combustible.
No quedó centímetro de la casa sin ese barro. Nos pusimos a limpiar a eso de las 7.
Primero pasamos el secador, pero solo lo arrastraba y entendimos que ese método no era efectivo. Mi esposo comenzó por el garage. Yo por la cocina. Entendimos rápido que no servía ir con un balde y trapear. El arrastre del barro en el trapo de piso ensuciaba el agua del balde, así que primero arrastramos el barro hacia el balde a mano, agachados. Y una vez hecho esto el método más efectivo resultó pasar el trapo, ir hasta la pileta de la cocina, enjuagarlo bien hasta que saliera limpio y repetir una y otra vez.
Conté las veces que lo hice hasta que el piso de la cocina quedó medianamente limpio: 17. Y así íbamos pasando de un ambiente a otro.
Paramos para comer algo. Un trozo de carne que se había descongelado y fue directo al horno. Fue eso con medio tomate y agua.
Seguíamos sin tener idea del infierno que estaban pasando tantos otros.
Apenas alcanzamos a leer el parte de prensa municipal con las noticias que llegaban de muertos y desaparecidos.
La angustia y el cansancio nos llevó rápido a la cama. Pudimos volver a la habitación, cuyo piso de madera seguía completamente mojado, pero aún quedaba mucho trabajo pendiente. Y claro, dormimos muy poco; despertándonos a cada rato, sobresaltados por el más mínimo ruido.
El domingo arrancamos temprano, creo que eran las 6:30 cuando ya estaba clareando. Seguimos sin luz ni otro medio de comunicación que no fuera el SMS. La señal del celular fue casi inexistente. Por momentos mostraba una rayita, entraban algunos mensajes y luego, impiadosa, volvía a desaparecer.
En ese momento la prioridad era poner la casa habitable. Ya habíamos sacado buena parte del barro. Quedaban otras tantas trapeadas más y desechar despojos: kilos y kilos de telas retorcidas de lo que alguna vez fueron toallones, toallas, manteles, ropa, calzado, libros y todo cuanto fue alcanzado por el agua. El pasillo exterior iba acumulando bolsas y bolsas hasta que ya no quedó más lugar. Saqué a la vereda varias cosas. Algunas, como el calzado empapado, fueron recogidas por otros a quienes tal vez les resultó de utilidad. Lo mismo varios cajones con ropa.
Para ese momento, que era el mediodía del domingo, la veta periodística surgió como siempre lo hace cuando hay una crisis. La necesidad de informar, de dar servicio, de ayudar, pero incomunicada, me sentí impotente. Todo mi mundo es digital. Mi trabajo remoto. Mis fuentes en línea. Todo eso, en aquel momento, dejó de existir.
El lunes, como mi hija ya tenía luz, comenzamos el derrotero de ir a su casa a cargar celulares, baterías y la laptop que por la noche usé también para empezar a escribir estas líneas en la madrugada del martes.
Mientras hacíamos el recorrido de recarga de los celulares y de un pequeño farolito que nos alumbraba en las noches, íbamos tomando conciencia del nivel de destrucción al que nos sometió la naturaleza. Me costó reconocer a la hermosa ciudad que tanto amo. Sus áreas más bellas se habían borrado. Los negocios cerrados, las vidrieras estalladas… costaba reconocer cada rincón. De repente una panadería abrió sus puertas y vi una bandeja con empanadas. ¿Son de hoy?, pregunté. Sí… recién horneadas. Y aquello me pareció un festín.
La conectividad fue apareciendo de a poco. El martes, por 10 minutos y luego nada. Pero bastaba para ver en fotos y videos el nivel de destrucción y el dolor de quienes lo perdieron todo, incluso la vida de sus seres queridos.
Esa noche mi esposo volvió a casa después de asistir a familiares y antes de que nos sentáramos a la mesa casi a oscuras, me dijo: “Pasé por la iglesia”.
No dijo más nada. Pero entendí. Había agradecido. Salir con vida. Recuperar la casa. Ponerla habitable. No tener que llorar muertos propios. No era poco. Y me sentí bendecida.