Antonio Gasalla murió a los 84 años en el Sanatorio Otamendi. La noticia, que corrió como un susurro triste por el espinazo de Buenos Aires, fue confirmada por Carlos Rottemberg, su histórico productor teatral. “Después de una prolongada enfermedad”, escribió, aludiendo sin rodeos a ese largo deterioro que lo había alejado del escenario y de las cámaras, y que había dejado un vacío anticipado en el mundo del espectáculo.
Pero Gasalla no se fue del todo. Su estela quedó suspendida en los momentos irrepetibles que creó en el cine, en el teatro y, sobre todo, en la televisión argentina, donde moldeó personajes que ya son parte del imaginario colectivo. ¿Cómo olvidar a La Abuela, aquel torrente imparable de palabras y preguntas incómodas que logró lo imposible: hacer tartamudear a los todopoderosos de la política y el espectáculo? ¿O a Mamá Cora, esa anciana traviesa y desmemoriada que en Esperando la carroza se convirtió en un ícono de la comedia nacional, cruzando la frontera de la pantalla para alojarse en la cultura popular?
Pocas veces un comediante fue capaz de transitar con tanta naturalidad la frontera entre la risa y la emoción profunda. Gasalla no solo hizo reír: dejó al descubierto las manías, las hipocresías, y obligaba a mirarlas de frente, aunque fuera con una carcajada como escudo. Aquí, un repaso por algunos de esos momentos que quedarán para siempre en la memoria del espectáculo nacional.
El día que La Abuela dio paso a Antonio Gasalla
En el escenario colosal del Gran Rex, Antonio Gasalla decidió, por una vez, despojarse del disfraz. Era el cierre de la temporada 2017 del programa de Susana Giménez, y los festejos por los 30 años del ciclo envolvían la velada en un clima de celebración que, sin aviso, derivó en un instante íntimo y conmovedor.
El actor, fiel a sus rutinas, había llegado escondido tras la ironía punzante y la ternura desbordada de La Abuela, el personaje que durante casi dos décadas convirtió las entrevistas en confidencias y las risas en catarsis nacional. Pero esa noche, en medio del bullicio y los aplausos que llenaban el histórico teatro de la calle Corrientes, algo cambió. Con un gesto lento y solemne, el actor se llevó las manos a la cabeza, retiró la peluca plateada y dejó que, por unos minutos, el hombre eclipsara al personaje.
“Siempre que trabajé con vos fue con un disfraz”, dijo, mirando a Susana Giménez como si fuera la primera vez. La multitud contuvo el aliento. “Me parece que los dos tenemos edad para hablar como personas”.
El teatro estalló en aplausos. Gasalla, vulnerable y auténtico, dejó asomar las lágrimas. “Te quiero agradecer mucho, tengo recuerdos enormes”, confesó, la voz quebrada. Frente a él, la diva de los teléfonos apenas pudo balbucear una respuesta cargada de afecto y admiración: “Los recuerdos son mutuos.”
Habían pasado 16 o 17 años, recordó Susana, compartiendo un escenario donde nunca existió el libreto, donde cada cruce de miradas y cada línea de diálogo nacía en el vértigo de la improvisación. “Vos siempre con esa rapidez mental inventando… yo hago la segunda porque sos un actor fabuloso”, agregó, sin intentar disimular la emoción que le empañaba los ojos.
“Espero que la abuela sea un recuerdo…”, dijo Gasalla, pero antes de que pudiera terminar, Susana lo interrumpió, levantando la voz por encima del clamor del público: “¡Imborrable!”
El abrazo entre ambos, prolongado, emocionado, fue el cierre simbólico de una etapa. Susana lo besó, lo tomó de la mano y lo despidió de pie. No era el final de una colaboración artística: era la consagración de una amistad forjada en la complicidad de los años, la entrega al oficio y el respeto mutuo.
Aquel día, La Abuela dio paso a Antonio Gasalla. Y el escenario, por primera vez, pareció demasiado pequeño para tanta verdad. Un instante imborrable.
El día que entrevistó a David Bowie
En enero de 1990, el calor húmedo de Río de Janeiro parecía derretir hasta las estatuas. Allí, entre los sonidos vibrantes del Rock in Rio, un visitante ilustre acababa de aterrizar tras un largo viaje: David Bowie, el camaleón del rock, el hombre que convertía la música en una experiencia cósmica, se preparaba para reencontrarse con su público latinoamericano. En medio de aquel frenesí, un argentino aguardaba su turno para acercarse al astro británico. Antonio Gasalla, el actor que había conquistado los escenarios porteños con su ironía afilada y sus personajes entrañables, viajaba con una misión concreta: entrevistar a Bowie antes de su primera visita a Buenos Aires.
Lo logró. Fue un encuentro breve, casi un parpadeo en la inmensidad de la gira mundial Sound+Vision, pero suficiente para sellar un diálogo que aún hoy resuena en los ecos de aquella década.
Soledad Dolores Solari, a dúo con Fito Páez
1990, la televisión argentina vibraba con un brillo distinto. “El Mundo de Antonio Gasalla”, transmitido por Canal 9, era un espacio donde el humor, la sátira y la emoción se mezclaban sin pedir permiso. Allí, en ese escenario que parecía una pasarela entre la ficción y la realidad, un invitado especial hizo su aparición: Fito Páez, el rosarino de los rulos indomables y el piano urgente, llegó para regalar un momento que aún hoy late en la memoria colectiva.
Lo hizo acompañado de Soledad Dolores Solari, la criatura icónica de Gasalla. Una beata impiadosa y terca, envuelta en su vestido negro, que aquella noche dejó su tono dramático y se convirtió en cómplice musical de Fito. Una escena improbable. Una especie de milagro.
Sentado frente al piano, la solemnidad cedió paso al juego. Juntos cantaron “Uno”, el tango inmortal de Mariano Mores y Enrique Santos Discépolo, como si el boliche más melancólico del Abasto se hubiera trasladado a la escenografía del programa. Las manos de Fito volaban sobre el teclado mientras la voz de Gasalla, en su personaje, sostenía la melodía con un temblor.
Charly García, de la música en la pantalla chica a llevarlo al teatro
En un rincón del estudio, Charly García juntaba las piezas sueltas de canciones que había dejado sin grabar durante años. Así nació “Cómo conseguir chicas”, un álbum que vio la luz en 1989. Era un disco ecléctico, una especie de caja de Pandora musical donde cabían el rock, el pop, el funk y el espíritu irreverente que siempre lo había definido.
De ese álbum, una canción comenzó a escucharse en cada rincón del país: “Fanky”. No sólo se convirtió en un éxito radial; también sonó en la televisión, como cortina musical del programa de Antonio Gasalla. El humorista eligió ese tema como la banda sonora de sus sketches y su mundo delirante. Y no fue casualidad.
La relación entre Gasalla y García era más que cordial; era una complicidad. Uno, el actor que desafiaba los límites de la moral y el buen gusto en la pantalla chica con los personajes más variados. El otro, el músico que nunca aceptó reglas y convirtió el caos en arte. En esa sintonía, Charly también compuso la música de “Terapia intensiva”, la obra teatral en la que Gasalla desdoblaba sus personajes hasta el infinito, entre la risa y la crítica social.
Pero el momento que selló esa amistad artística ocurrió en octubre de 1989, en el Gran Rex, durante la presentación justamente de Cómo conseguir chicas. La sala estaba colmada, el humo flotaba denso sobre las cabezas del público y Charly, dueño absoluto del escenario, comenzaba a tocar los primeros acordes de “Fanky”. De pronto, desde el fondo emergió un personaje inesperado: La Traductora, el sketch más absurdo y genial de Gasalla, subió al escenario.
El público estalló en carcajadas y aplausos. Vestida con un traje gris apagado y sus infaltables anteojos de secretaria severa, La Traductora tomó el micrófono. Empezó a “traducir” la letra ininteligible de Charly con gestos desopilantes y frases sin sentido. Mientras tanto, García seguía cantando como si nada, tocando el teclado con esa energía desbordante que hacía temblar los parlantes.
La tregua, su primera incursión en la pantalla grande
En 1974, en las salas de cine de la Argentina se estrenaba una película destinada a dejar huella: “La tregua”, dirigida por Sergio Renán, basada en la novela homónima del uruguayo Mario Benedetti. Fue el primer film argentino en ser nominado al Oscar, una hazaña que parecía imposible en aquellos tiempos y que, sin embargo, se concretó con una sensibilidad poco común.
Entre los nombres del elenco sobresalían Héctor Alterio y Ana María Picchio, quienes encarnaban a los protagonistas de esta historia de amor maduro, marcada por la melancolía y la esperanza efímera. Luis Brandoni completaba el cuadro de coprotagonistas, en un relato donde los silencios eran tan elocuentes como los diálogos.
Pero en los márgenes de esa trama íntima, había un joven actor que entonces era conocido por sus rutinas en el café concert, un terreno donde la sátira y el absurdo le daban alas. Antonio Gasalla, sin pelucas ni disfraces, asumió el papel de Alfredo Santini, uno de los compañeros de oficina del personaje de Alterio, Martín Santomé. No era un rol central, pero tenía un peso particular: representaba la grisura burocrática de ese mundo de escritorios alineados, la monotonía del trabajo diario que Benedetti había descrito con tanta precisión.
Para Gasalla, participar en “La tregua” significó mucho más que una incursión en el cine. Era su primer paso en una producción cinematográfica de alcance internacional. Tenía poco más de 30 años y hasta entonces había sido el bufón irreverente de los escenarios porteños, el comediante que junto a Carlos Perciavalle desafiaba los límites del humor en el under del Di Tella y el café concert. Y sin embargo, allí estaba: parte de la primera película argentina que pisaría la alfombra roja de Hollywood.