Donde una vez fluyó el poderoso río Werribee, en Australia, ahora solo quedaba tierra agrietada y lodo podrido. Los eucaliptos, muertos hacía ya mucho tiempo, se erguían como fantasmas, con sus troncos oscurecidos marcados por aguas que ahora se habían desvanecido. El silencio se cernía inquietante sobre el valle: espeso y hueco. Ni peces. Ni ranas. Incluso los pájaros habían huido.
“Cómo una oveja llegó allí y quedó hundida hasta el cuello en ese lodazal sofocante, nadie nunca supo. Pero allí estaba. Atascada. Silenciosa. Hundiéndose”, escribieron los voluntarios de Edgar’s Mission en una publicación de Facebook.
Perdido y enfermo, llegó a un peaje de Panamericana con su último aliento: “Parecía pedir ayuda”
Si un lugareño no hubiera visto a Jumbuck —cuya figura apenas se distinguía en la espesura gris que la rodeaba— habría desaparecido silenciosamente en ella. Solo otra víctima de esta terrible sequía y de un mundo que se mostraba indiferente. La llamada llegó rápidamente. El servicio de emergencia local se dirigió al lugar y luego contactó al equipo de Edgar´s Mission, un santuario que rescata animales en situación de riesgo y les asegura una vida digna. Juntos, se enfrentaron a una pregunta sombría: ¿Cómo rescatar una vida de un lugar que, lamentablemente, no la dejaba ir?
“Llegar hasta ella no fue tarea fácil. Los restos del río eran como una trampa, lista para atrapar a cualquier persona que se demorara demasiado”. La respiración de Jumbuck era superficial. Su voluntad, débil. Todos sabían que había que actuar rápido.
“Estaba exhausta, y apenas era capaz de levantar la cabeza. Sin embargo, el leve subir y bajar de su pecho nos decía que aún quedaba vida”. Con un trozo de alfombra desechado que había cerca, el equipo construyó una balsa improvisada y navegó con cuidado por el lodo. Finalmente, lograron llevar a Jumbuck a tierra firme.
Una vez que estuvo a salvo, la oveja exhausta se desplomó en los brazos de su rescatista. Pero incluso a salvo en tierra firme, la batalla no había terminado. Jumbuck yacía inmóvil. Los ojos sellados con barro. Los pulmones resonaban y hacían fuerza para respirar.
Había un pensamiento colectivo. Uno que nadie se atrevía a decir en voz alta: ¿Había llegado demasiado tarde la ayuda?. En el largo viaje de regreso al santuario, ese pensamiento se repetía sin cesar. Pero la respuesta llegó rápidamente cuando retiraron con cuidado diecisiete kilos de lana cargada de barro. Con agua tibia y limpia, los voluntarios lavaron todo lo que pudieron. Y allí estaba Jumbuck, de pie. Con un hilo de fuerza. Pero se quedó de pie.
“Mientras le lavábamos los ojos, su cuerpo se tensó. Años de manos ásperas, tomando pero nunca dando, le habían enseñado a resistir. A correr. A temer. Pero algo le decía que éramos diferentes. Algo la impulsaba a quedarse. Tal vez fuera la calidez del agua. Tal vez fueran las manos suaves. O tal vez, solo tal vez, lo sintió: estaba en un santuario. Después de años de servir, de ser solo un número en un rebaño, Jumbuck ya no era invisible. Estaba a salvo”.
Pasaron los días, y pronto comenzó a recuperar su vitalidad anterior. “Su respiración se alivió y sus ojos comenzaron a brillar”. Hoy, Jumbuck sigue recuperándose y sus rescatistas la guían con alegría hacia el futuro que merece. “Este no es el final de la historia de Jumbuck. Es solo el comienzo”.
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