La creciente frecuencia e intensidad de fenómenos climáticos extremos está reformulando las prioridades de conservación del patrimonio cultural. Incendios como los ocurridos en Los Ángeles expusieron con crudeza la fragilidad de las colecciones privadas de arte ante desastres naturales.
Según publicó The Washington Post, estas catástrofes encendieron un debate sobre la regulación del sector, la ética del almacenamiento de bienes con valor histórico y el equilibrio entre la privacidad y el interés público.
Pese a que las pérdidas alcanzaron un valor incalculable, el hermetismo que caracteriza al mundo del coleccionismo impide dimensionar el verdadero impacto. Al mismo tiempo, estas catástrofes encendieron un debate de fondo sobre la regulación, la ética del almacenamiento de bienes con valor histórico, y el equilibrio entre la privacidad y el interés público.
Desastres comparables con la Segunda Guerra Mundial
Los incendios que arrasaron barrios residenciales de alto poder adquisitivo provocaron lo que algunos expertos consideraron “el mayor evento de extinción masiva de arte desde la Segunda Guerra Mundial”, según reportó The Washington Post.
A diferencia del huracán Sandy —que afectó directamente a galerías de Nueva York en 2012—, esta vez las llamas alcanzaron miles de residencias privadas donde se albergaban piezas de enorme relevancia.
La magnitud de la pérdida sigue siendo un misterio. La dispersión geográfica de las obras y la ausencia de datos consolidados por parte de las aseguradoras hacen imposible cuantificar cuántas piezas desaparecieron ni de qué artistas.
“Es muy difícil tener una idea clara de las pérdidas”, señaló Simon de Burgh Codrington, director general de Risk Strategies, una de las principales corredurías especializadas en seguros de arte en EE. UU.
La ausencia de regulación y los dilemas éticos
En Estados Unidos no existe un registro nacional obligatorio de obras de arte, lo que dificulta enormemente el seguimiento y la recuperación de piezas relevantes tras una catástrofe.
Aunque los catálogos razonados permiten rastrear la procedencia de las obras, suelen estar desactualizados y no reflejan con precisión el paradero actual de cada pieza.
Los intentos de avanzar hacia algún tipo de regulación enfrentan resistencia desde el propio ecosistema del arte. “Los ricos no quieren registrar sus activos. Eso parece algo poco estadounidense”, expresó Jim Hedges, marchante especializado en la obra fotográfica de Andy Warhol, en diálogo con The Washington Post.
La propuesta de una autoridad supervisora que controle el destino de las obras es percibida, por muchos, como una amenaza a la libertad individual.
Nuevas estrategias de los coleccionistas
Como respuesta a la amenaza climática, muchos coleccionistas están reevaluando dónde guardan sus obras. Según reportó Reuters, ya se observa un desplazamiento hacia regiones con menor exposición a incendios o tormentas.
Ron Rivlin, quien perdió 340 obras —incluidas 30 de Warhol y una pintura de Damien Hirst— relató que, pese a haber construido su casa con criterios de seguridad avanzados, ahora planea reconsiderar mantener su colección en California.
Esta relocalización genera una paradoja cultural: si las obras dejan de estar en las ciudades donde surgieron o a las que pertenecen, ¿cómo se asegura su presencia en museos y exposiciones locales? La movilidad del arte, en busca de resguardo, podría terminar alejándolo del público y reducir su visibilidad cultural.
Copias digitales, depósitos blindados y un futuro incierto
Un destino cada vez más común para las grandes obras es el almacenamiento en depósitos especializados con condiciones de conservación ideales. Espacios como el puerto franco de Ginebra ofrecen ventajas fiscales y aseguran temperaturas y humedades controladas.
Para contrarrestar la pérdida del disfrute estético, algunos coleccionistas optan por exhibir copias de alta calidad o incluso pantallas digitales que proyectan versiones virtuales de las obras, mientras los originales permanecen en bóvedas.
Este cambio en las prácticas de custodia también refleja una transformación en la percepción de los coleccionistas, que pasan de ser simples propietarios a actores clave en la conservación del patrimonio cultural. A medida que el riesgo climático se vuelve estructural, el arte privado ya no está exento de responsabilidad pública.