A Juan José le gustaban las esterlicias —la flor del ave del paraíso—, el champagne y las cosas dulces, la elegancia, la cortesía y los perfumes refinados, el piano, la música instrumental sobre todo el final del siglo XIX, más los libretos que las partituras, el sillón con apoyabrazos y almohadones de plumas. Trataba de ser el último en llegar para que los demás invitados no lo importunaran preguntando por el destino de nuestra convulsionada Argentina. Total, ya sabía que sin él la reunión no comenzaba, que tenía su lugar reservado (ese sillón en primera fila con el almohadón de plumas), y que a la hora de las presentaciones no había precedencia que le quitara el derecho de ser nombrado “el primero del salón”. No había autoridad por encima de la de este decano de las tertulias musicales, culturales y políticas que organizamos con mi esposo en casa (donde por ejemplo conoció emocionado a la bisnieta de Richard Wagner), que mereciera una mención tan agradecida o suscitara el aplauso afectuoso de los amigos a los que correspondía sin soberbia, con su sonrisa gardeliana.
Lo conocimos en Berlín hace más de veinte años. Antes de convertirnos en sus anfitriones, recibimos una minuciosa lista con los sitios que deseaba visitar: un mapa de la avidez, un verdadero atlas del intelecto inagotable de uno de los hombres más brillantes de la Argentina contemporánea, hasta la madrugada de hoy, el más grande pensador vivo. De esa época data nuestra amistad y admiración, el gusto compartido por la música y aquel viaje en los albores del milenio, las conversaciones, la euforia de su primer día berlinés en el mítico Café Adler am Checkpoint Charlie (el famoso paso fronterizo de la Guerra fría) y las recorridas por los extremos de una ciudad que en su cabeza parecía conocer de memoria y quería capturar hasta el último rincón. Recuerdo dos aspectos que despertaban en él una curiosidad incansable: los laberintos de la Staatsoper con las cicatrices de su trágica historia y los recovecos más oscuros de la vieja Berlín, el lado comunista de la antigua ciudad oriental donde nada escapaba a su entusiasta y apasionado juicio.
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Celebramos su cumpleaños número 92 con una fiesta magnífica. Encargamos con Marcelo Gioffré una exquisita torta-libro con la portada de su “Buenos Aires. Vida Cotidiana y Alienación” hecha de mousse de chocolate que fue la sensación de la noche. “Además de las esterlizias y los bombones, Juan José, ¿qué te gustaría para ese día?”, le preguntamos. “¡Música, por favor! Quiero música porque ya no puedo ir a los conciertos y más que los debates políticos, lo que añoro es la música”. La pianista Melina Marcos interpretó para él un repertorio de música argentina, piezas cultas (y para él nostálgicas) compuestas a principios del pasado siglo. “Yo adoro esto —decía—porque me siento en los salones de Proust”.
Pocos meses antes había presentado Entre Buenos Aires y Madrid. Diálogos con Blas Matamoro, un último libro del que cito esta suerte de despedida: “No se trata de revivir la escena de una película que ya nadie ve, o el gesto de un actor que murió, el ritmo de una melodía que nadie escucha, la fachada de un edificio derruido, cafés o barrios perdidos (…) ¿Nos encontramos en un callejón sin salida? ¿Nos espera el caos? No necesariamente. Solo podemos afirmar que recuperar el tiempo pasado y la experiencia de una persona que atravesó casi dos siglos, no es una tarea vana, es la base de la que está hecha nuestra mínima capacidad de historizar y de dotar de sentido esta actualidad escurridiza.”
Una actualidad que sin su presencia será menos rica y trascendente. A Juan José Sebreli, ese amigo entrañable que nos ha honrado y enorgullecido a todos quienes nos congregamos en las inolvidables reuniones de nuestro salón: infinitas gracias.