Las primeras palabras que mi familia me escuchó decir no fueron ni “mamá” ni “papá”. Fue, en cambio, una pregunta. “¿Qué son?”, les dije. Tenía 11 años y me habían llevado al juzgado para que conociera a los dos hombres que querían adoptarme, pero nadie se había tomado el tiempo de explicarme quiénes eran.

No se parecían tanto como para ser hermanos. Uno era bastante más alto que el otro, tenía la nariz más grande y las facciones más marcadas. ¿Serían amigos? ¿Cuñados? No entendía. Mientras les hacía la pregunta, levanté tímidamente la vista y los miré a los ojos. En ese momento, sentí que había encontrado lo que había estado buscando toda mi vida. En ellos, yo vi el amor.

Somos pareja y estamos casados. Y estamos muy felices de estar acá”, me respondieron. Una semana después, los empezaría a llamar papá. En realidad, “Papino” y “Papucho”. Pero hasta ese momento, todavía eran el muralista Ariel Ocampo (53) y el empleado público Guillermo Boccamazzo (51).

Hasta ese día, no sabía que dos hombres podían casarse. Tampoco sabía que una mirada podía transmitir tanto amor. Y menos que una mirada así podía darme la seguridad de que me esperaba la oportunidad de tener una vida feliz. Por fin sentí que había encontrado el amor y no quería perderlo.

Venía de estar al cuidado de una de mis hermanas mayores, que tenía 18 años y estaba embarazada. La trabajadora social quería llevarme a un orfanato, un lugar al que detestaba ir y en el que solo había tenido malas experiencias. Así, mis futuros papás podrían visitarme los fines de semana.

Pero así como ellos me eligieron a mí, yo los elegí a ellos. Me puse firme y le hablé a la trabajadora social sobre mi deseo de irme a vivir, de inmediato, con la pareja, a su casa de Córdoba capital.

Esta es la foto de uno de los recuerdos más lindos de mi vida: el primer día que compartí con mis papás en casa. Esa tarde jugamos al jenga



Textuales del entrevistado

“No sabía que una mirada podía transmitir tanto amor y la seguridad de que me esperaba la oportunidad de tener una vida feliz».

Apenas unas horas después, estábamos sentados los tres en la mesa del comedor. Jugábamos al Jenga. Fue el primer regalo de muchos que me hicieron. Comimos hamburguesas con papas fritas y a mí me dio vergüenza repetir mi plato pero igual me animé.

Al día siguiente, conocí al resto de mi familia: abuelos, tíos, primos. Vi en cada una de sus caras la felicidad de que mis padres hayan cumplido tanto su sueño como el mío.

Aunque estaba desbordado de felicidad, los primeros dos días casi que me dolía la cabeza de tanta información que recibí.

Nunca había vivido en un hogar o una familia “convencional”. De repente, había horarios para ir a dormir, juguetes que ordenar y el nombre de decenas de familiares que aprender. Todo mientras intentaba dar una buena primera impresión.

A mi primer cuarto lo solíamos adornar con murales sobre mis dibujos favoritos. Pero más allá de esa habitación, lo que me emocionaba era tener un lugar al que decirle

Pasaron 10 años de eso y ahora a mis 22, todavía me pregunto cómo un chiquito de 11 pudo lidiar con todo eso al mismo tiempo. Seguramente fue gracias al amor.

Algo que tampoco había tenido jamás era un cuarto propio, un lugar en el que pudiera tener privacidad. Hace ya varios años que me cuesta mantenerlo ordenado y hoy particularmente es un lío, pero en ese momento estaba lleno de juguetes y para mí fue como el símbolo de un nuevo comienzo.

La pared sobre la que se apoyaba el respaldo de mi cama estaba decorada con un mural de Hora de Aventura, mi dibujito favorito, que empecé a mirar gracias a mi padre. Fue el primero de muchos murales que pintamos juntos.

De la mano de Ariel y Guillermo también tuve mi primer festejo de cumpleaños. Antes, siempre pasaba sin más, como cualquier otro día. Pero la mañana en la que cumplí 12 años, mis papás me levantaron con una mini torta lista para soplar las velitas antes de ir a la escuela.

Esta es la torta de cumple con la que mis papás me levantaron el día del primer cumpleaños que pasé con ellos. Por primera vez, se sintió un día especial. Yo cumplía 12 años.

A la tarde nos juntamos en la casa de mi abuela, con toda la familia. No me acuerdo qué me regalaron ni de qué sabor era la torta. Cuando cierro los ojos y pienso en ese día, lo primero que me invade es un sentimiento de compañía, de no sentirme solo en mí día. Ese fue mi regalo.

Después de tantos años de alternar entre vivir al cuidado de alguno de mis hermanos mayores y rotar entre distintos orfanatos de Córdoba, me sentía “bloqueado”. Prácticamente había dejado de ir al colegio. No sabía leer y escribir bien. Y menos, sumar, restar, dividir o multiplicar. Tampoco me creía capaz de hacerlo.

Pero cuando llegué a mi nuevo hogar, sentí como que me “desbloqueé”. Vi en mis papás una luz que me alumbraba.

Estoy muy agradecido a mis papás porque me acompañaron durante todo mi recorrido escolar. Cuando los conocí, iba a cuarto grado y no sabía sumar ni restar. En sexto, me fue tan bien que fue abanderado



Textuales del entrevistado

“Antes de que me adoptaran, solía pensar que todas las personas eran malas y que me iban a hacer daño. Pero convivir con mis papás, con su amor y con su felicidad, me hizo entender que no todas las personas eran iguales».

Aunque tenía edad para estar en sexto, el año que me mudé con mi familia empecé cuarto grado.

Al principio me costó hacer amigos y aprobar los exámenes, pero mis papás estuvieron en todo momento ayudándome y guiándome por buen camino. Ellos dicen que “me torturaban” para que hiciera la tarea, pero en verdad simplemente estaban a mi lado para animarme cuando me frustraba y darme una mano para volver a levantarme cuando tropezaba.

Todavía era chico, pero iba entendiendo varias cosas. La primera, que ya no estaba solo. La segunda, que, como ellos siempre decían, con amor y con paciencia todo se puede lograr. Y así fue: en sexto grado fui escolta de la bandera y después terminé el secundario sin llevarme ni una sola materia.

Yo me sentí hijo desde aquél día en el juzgado, cuando le rogué a la trabajadora social irme de inmediato con mis papás. Pero, por mucho tiempo, legalmente eran mi “familia de acogimiento”.

Recién a mis 15 años logramos, como familia, la adopción plena. Pero lo más emocionante fue cuando, después de tanta burocracia, vi en mi documento, junto a mi nombre, los apellidos de mis dos papás: David Boccamazzo Ocampo. Finalmente era, de todas las formas posibles, el hijo de Ariel y Guillermo. De “Papino” y de “Papucho”.

Cuando era chico, antes de que me adoptaran, todo lo que sentía era odio y tristeza. Solía pensar que todas las personas eran malas y que me iban a hacer daño. Estaba cansado y sentía el corazón roto. Pero convivir con mis papás, con su amor y con su felicidad, me hizo entender que no todas las personas eran iguales.

A mis papás todavía los llamo

Mi sueño más grande era tener una familia que me enseñara qué es el amor y se cumplió. Para mí, el amor es un lugar donde te elegís con otra persona, en el que te sentís cómodo y podés expresarte como a vos te guste. Y eso es mi familia para mí: un lugar de contención, en el que me escuchan, me apoyan y me aman.

Pero también tengo otro sueño y es que la gente cambie su forma de pensar. No detesto a las personas que juzgan a otros por cómo son, que me juzgan a mí por tener dos papás. Porque enojarme o detestarlos sería convertirme en ellos. Más bien me duele, porque no pueden ver más allá de su realidad, no pueden ver el amor que hay en familias como la mía.

Todos los días va a haber personas que juzguen a mi familia por cómo son y nosotros siempre vamos a luchar para mostrarles quiénes somos en verdad: una familia feliz, amorosa y trabajadora que no le hace daño a nadie. Y lamento que haya personas que no puedan ver eso.

En cuanto a mis metas, todavía estoy terminando de definir qué quiero hacer. Empecé una tecnicatura en Terapia Ocupacional pero la dejé. No estoy seguro de qué carrera quiero seguir o qué trabajo quiero tener.



Textuales del entrevistado

“No detesto a las personas que me juzgan por tener dos papás. Detestarlos sería convertirme en ellos. Más bien me duele, porque no pueden ver más allá de su realidad, no pueden ver el amor que hay en familias como la mía”.

Pero sí estoy convencido de que quiero vivir para ayudar a los demás. Durante mi infancia crecí rodeado de personas que necesitaban ayuda, incluido yo. Y mis papás me enseñaron la importancia de ser buena persona y extenderle una mano al otro para ayudarlo a levantarse, para abrazarlo mientras llora o para decirle “vos podés” y alentarlo a que no se rinda, tal y como hicieron ellos conmigo.

No estoy seguro de haber entendido al ciento por ciento qué significaba decirle a la trabajadora social que quería irme de inmediato con los dos señores que querían adoptarme. Pero lo que sentí cuando vi cómo me miraban debe haber sido una señal.

Soñaba con tener una familia que me enseñara a leer, a escribir, a cocinar, a sumar y a restar. Pero, por sobre todo, quería una familia que me enseñaba qué era el amor. Y la conseguí.

Este texto fue elaborado a partir de una serie de entrevistas que hizo la periodista Jazmín Lell.

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