En 1893 se realizó el sorteo inicial de la Lotería Nacional. Cuenta la leyenda familiar que uno de los primeros beneficiados fue de apellido Gil Appelstein. Hoy su bisnieto lo recuerda; dice que ese mismo hombre que comerció diamantes en África y multiplicó su fortuna con el premio, tuvo un aserradero y una mueblería que cambió el destino de sus herederos. A siglos de distancia, la realidad de Agustín Kohen es muy diferente. El músico argentino vive en Tulum, alejado del centro de uno de los pueblos mágicos más vistosos de México.

Con abuelos árabes, ingleses, rusos, y vasco franceses, sus genes tienen la memoria geográfica de los nómades. Arribó al paraíso maya buscando las aventuras que le deparaba el camino, y eligió que su hogar se moviera con él, como un caracol. Desde una posada que alberga a una comunidad vegetariana y libre de alcohol, se conecta durante la noche para hablar de sus orígenes y de la historia que se atrevió a forjar.

De la riqueza a la naturaleza

La música como un designio

Nació en el año del Mundial 1978 y creció entre músicos e instrumentos. La pareja de su madre era amigo de Daniel Melingo, así él conoció a la generación rockera del país. Era natural cruzarse con Pipo Cipolatti, Fabiana Cantilo y Andrés Calamaro, o crecer bajo la influencia lunar de Charly García. Tenía cuatro años cuando tocó la batería de Black Amaya, el legendario integrante de Pescado Rabioso. Fue en un descuido, durante un ensayo, que probó como travesura el sonido de sus chupetines sobre la superficie brillante de los platillos. O tal vez fue la atracción inevitable la que marcó su camino.

Con la educación formal se alejó por un tiempo del arte. Vivía en el barrio de Paternal y después de algunos intentos, llegó a cursar de noche en un colegio de repetidores, “el segundo peor colegio de Buenos Aires”. Lo que menos hacía era estudiar. Ganó amigos, confianza y algunas herramientas pero abandonó los estudios en cuarto año y se dedicó de lleno a su pasión. Todavía tiene pesadillas con el colegio: que llega tarde, que abre la carpeta y está vacía.

Doce años después de aquel encuentro con la batería, aprendió los rudimentos necesarios, tocó en algunas bandas de reggae con amigos y durante nueve años se formó en espacios under de Buenos Aires. Fue el impulsor del Encuentro de Tambores de Luna Llena, que en 2002 se organizó, primero en Chacarita, y después en el Planetario. Una fiesta clandestina al aire libre que todavía se realiza y que llegó a convocar a miles de personas.

De la riqueza a la naturaleza

Lo que no sabía en aquel momento es que su instrumento sería una puerta hacia la libertad.

En transición hacia el viajero

Era turista. Le gustaba tanto Brasil que todos los años iba de vacaciones. Buenos Aires lo había agotado —en realidad estaba cansado de las crisis cíclicas que habían hecho frágil la economía—, así que pensó que Río de Janeiro sería una buena opción, pero tampoco allá era fácil encontrar trabajo. Entonces algo le cambió su perspectiva:

Estaba en Arraial d’Ajuda hacía un mes y se había quedado sin dinero, ya no podía volver a la Argentina y se lo contó a un compatriota que le recomendó comprar collares para revender en la aldea de una comunidad.

Los indios de la tribu Pataxó, una reducción de varias etnias en el sur de Bahía, hacían collares de semillas. “Unas joyas perfectas, coloridas, hermosas”. La primera noche que llegó a la ruta no había calculado dónde dormir. Con su carpa rota, se quedó en una estación de servicio en medio de la oscuridad, cansado pero con los sentidos alerta, en un barrio que parecía peligroso.

“Esa noche me pegó un llanto zarpadísimo. Nunca en mi vida había sentido esa incertidumbre, yo siempre estaba seguro”.

Al día siguiente despertó en un lugar hermoso lleno de palmeras, flores y plantas multicolores. Siempre habían estado ahí, pero él no las había visto. Mostró los collares a los turistas y los compraron en seguida. “Ese hecho me mostró que todo era posible, que no necesitaba tanto para vivir”. Los collares, dice, fueron la llave que lo transformaron en viajero.

En la playas de arenas blancas abría su bolsa multicolor y la magia sucedía. A su vez, tocaba percusión, tambores y mejoraba su técnica. Viajaba con un derbake, un tambor metálico en forma de copa, parecido al djembé. Así continuó con su viaje hacia el norte.

Creo que ese viento nos salvó

A Camila la había conocido en un boliche del Abasto, en sus épocas de la Paternal. Se encontraron en la pista de baile y la conexión fue inmediata. Fueron novios durante ocho meses, después el amor mutó en amistad, una amistad que todavía conservan.

Con ella estaba en enero de 2014 cuando los sorprendió un tifón en Brasil. Ya habían salido del Parque Nacional Tijuca, bajo el Cristo Redentor, en Río de Janeiro, y el cielo se había puesto gris. Ahí se desató la tormenta. “Veníamos bajando, casi llegábamos al asfalto y de repente Cami gritó. Yo pensaba que era una tormenta normal pero miré hacia arriba y vi que el cielo se iluminaba con rayos horizontales sobre la copa de los árboles”. Nunca habían visto algo así.

Empezaron a correr bajo la tormenta y llegaron hasta la parada del ómnibus mientras las cosas volaban y ellos no encontraban un refugio mejor. “Ese día pasaron cosas sobrenaturales, digamos que los elementos reaccionaron de una forma diferente a lo normal. La luz, el agua, el aire. Caía tanta agua que no veías a un metro de distancia. Estaba todo iluminado por los relámpagos. Y los árboles se caían a pedazos. Los rayos hacían explosiones”.

Hubieran querido apagar por un rato los sentidos, mientras todo a su alrededor parecía estallar. Corrieron entre los árboles hasta llegar a la ciudad todavía iluminada. Un cable sobre un charco largaba chispas contra el suelo mojado de un callejón; saltarlo era la única manera de seguir y no morir aplastados. No había forma de pasar por otro lado. “Camila se quedó dura, como en un ataque de pánico. Y yo fui corriendo y salte el charco”. Para su sorpresa, no les pasó nada.

El relato se acerca a una película de realismo mágico. “Vimos que la luz eléctrica se cortó y un viento nos empujó, nos levantó en el aire y nos desplazó unos ocho metros hacia adelante. La segunda fueron cerca de doce” —Agustín Kohen hace el gesto del vuelo con la mano—: “Porque no nos tiró, nos empujó. Rarísimo. Como en la película Poltergeist, fue como una fuerza electromagnética. Pasaban ramas de yacas flotando”.

Agustín recuerda que veían todo como en cámara lenta, aunque hubieran pasado pocos segundos. Cuando pusieron los pies en la tierra, volvió la luz. Camila había colapsado. Se agarró a unas rejas y no dejó de gritar. Entonces desde una tienda, unas personas refugiadas los llamaron, recién entonces pudieron ponerse a salvo. Estaban pálidos, empapados. Se habían salvado por poco. Cuando se asomaron al lugar en el que habían “flotado”, un árbol gigante yacía, derrumbado. “Yo creo que ese viento nos salvó”.

En las noticias no apareció nada de ellos. Pero aquel tifón se recuerda en todo Brasil porque fue la misma tarde en que al Cristo Redentor un rayo le quitó el pulgar de su mano derecha.

Con Joss Stone, un encuentro que no había imaginado

Perú musical y un encuentro con Joss Stone

La artista británica de soul, Joss Stone, fue reconocida a nivel mundial en 2004, cuando tenía solo 17 años. Una imagen angelical y una voz madura, sus temas “You had me” y “Right to be wrong” sonaban por aquella época en todas las radios. Luego del boom, creció en su carrera a pesar de atravesar un conflicto con su compañía discográfica EMI, del que salió empoderada.

De bajo perfil, la multipremiada cantante y compositora en 2017, mientras estaba de gira, decidió grabar canciones con artistas de todos los continentes, así llegó a hacer duetos con Natalia Lafourcade en México y con Perota Chingó en Argentina. Cuando llegó a Perú se encontró con el grupo Amaru Puma Kuntur, que mezclaba música andina con percusión, guitarra eléctrica y bajo; una verdadera fusión entre lo nativo y lo moderno.

Por entonces, para Agustín, la música de Joss Stone era desconocida, no entraba en sus circuitos. Pero le gustó la idea de viajar de Cusco a Lima para participar en un video con una artista de tierras lejanas. “Ella es luminosa pero inaccesible. Viajaba con dos guardaespaldas que parecían los del presidente. Trabaja con su familia y su gente de confianza”.

La artista les propuso componer la música de una letra que ella había escrito y tuvieron un mes para hacerlo. En un escenario natural, en Huaca Pucllana, grabaron el video. “Ella se mostró cálida. Cuando llegamos se acerca así, súper buena onda y dice: ‘bueno les voy a pedir, que todos se descalcen’. Nos sacamos los zapatos, menos el guitarrista que se dejó las medias”. Después de la grabación, hablaron un rato, le enseñaron unos sonidos de pajaritos que hacían con la boca, después les dio un abrazo a cada uno y se sacaron fotos para registrar aquel momento inolvidable.

La cantante y el grupo del que Kohen es parte

Tulum, su lado B y la libertad

La experiencia de viajero le había dado seguridad. Solo volvió a la Argentina como visitante. En su paso por Venezuela conoció la noche distópica de Caracas pero también la calidez de su gente, y tocó en uno de los teatros más importantes de la ciudad, como integrante de la Compañía Nacional de Circo. Se enamoró varias veces, sufrió otras tantas. Supo lo que era despedirse de su gente querida para emprender vuelo.

En mayo de 2017 ingresó por primera vez a México, por la frontera terrestre de Tapachula. Y sintió que la selva maya podía ser su hogar. El calor y la intensidad, los colores de la cultura nativa y la diversidad de su gastronomía. Conoció a otros músicos, enseguida lo invitaron a tocar y comenzó a formar sus círculos de pertenencia.

Fue percusionista en hoteles lujosos, en fiestas, y los bares del centro del pueblo de los mayas, pero también aprendió otros oficios que le permitieron mantenerse cuando la música escaseaba. Durante la pandemia, cuando se suspendieron los conciertos, aprendió otros oficios, fue carpintero, pintor, vendió plantas, organizó eventos y colaboró en ollas populares para ayudar a quienes habían perdido su trabajo.

Hoy la música continúa pero Tulum tiene su lado B. Como en gran parte de México, la violencia es cotidiana y está cartelizada. No solo convive el lujo de la zona hotelera con la pobreza de algunos barrios marginales que sufrieron el despojo de sus recursos, también el turismo internacional atrajo al narcotráfico y lo transformó en un paraíso para el que busca placeres ilegales.

En uno de los cenotes de Tulum

Aun con la conciencia del peligro, Agustín elige la vida de la selva en donde todavía la comida abunda. Coco, mango, guayaba y más delicias exóticas para un argentino que cambió su paladar, son parte de su alimentación habitual. Extraña a su familia y a los amigos pero no se arrepiente de la decisión de viajar y de haber afrontado las situaciones extremas que lo fortalecieron. “Si no pasas tus límites nunca vas a saber que hay más allá del umbral, que podés llegar más lejos. Yo creo en la cultura de los pueblos originarios, en sus principios. Me ha demostrado esto, pero con creces: de que lo bueno, pero también lo malo, siempre vuelve”.