El hotel boutique donde se alojaba Silvio Waisbord lograba mantenerse al margen del fatal ajetreo de diciembre en Buenos Aires. Ambiente relajado, vegetación frondosa y un silencio solo interrumpido por el sonido ocasional de la máquina de café.

Esta vez Waisbord (Argentina, 1961) había llegado a la ciudad para disertar en las Jornadas Internacionales “Medios, redes y polarización”, organizadas por la Universidad de San Martín (Unsam). Volvió al país, como lo hace habitualmente, para participar de actividades académicas y mantener encuentros familiares. Es que Waisbord se fue de la Argentina en 1987, se especializó en medios de comunicación, cultura y comunicación política y desarrolló una destacada carrera en los Estados Unidos, país en el que reside desde hace casi cuatro décadas. Es doctor en Sociología de la Universidad de California (San Diego) y profesor y director asociado en la Escuela de Medios y Asuntos Públicos de la Universidad George Washington.

Silvio Waisbord:

Como otros analistas e investigadores, Waisbord ha puesto su mirada en liderazgos como el de Donald Trump y Javier Milei. Es un verdadero laboratorio para quienes se dedican a analizar las formas de la polarización política, mediática y afectiva en las audiencias, los sesgos de confirmación, las anclas identitarias y el comportamiento de los medios tradicionales y las redes digitales frente a estos nuevos fenómenos.

“Son políticos trolls, presidentes trolls; no tienen nada que ver con los políticos tradicionales”, dice el sociólogo cuando se refiere a Trump y Milei. Este tipo de líderes genera atención excluyente de forma permanente y tiene un gran dominio de los tiempos. “Parece fácil, pero no cualquiera tiene la capacidad de hacer lo que hacen. Es difícil entender estos movimientos o fenómenos sin un líder que tenga el bastón de mando en términos discursivos”.

Al ritmo de agravios, teorías conspirativas, comentarios absurdos o escandalosos, “los políticos trolls” sacuden el algoritmo, producen dopamina, se convierten en tendencia digital, marcan a fuego la agenda y monopolizan la conversación pública a su antojo. “A diferencia de los liderazgos tradicionales, no hay un debate ideológico de ideas. Esto es otra cosa. Es más bien una cultura del grito, del insulto, del bullying, de la carcajada, de la ironía, del sarcasmo, del comentario deshumanizante, de la provocación permanente”, dice Waisbord, que desde 2015 es editor jefe del Journal of Communication.

“A diferencia de los liderazgos tradicionales, no hay un debate ideológico de ideas. Esto es otra cosa. Es más bien una cultura del grito, del insulto, del bullying, de la carcajada, de la ironía, del sarcasmo, del comentario deshumanizante, de la provocación permanente”

A pesar de que el presidente Milei “intenta un tono más profesoral y se autopercibe como el más inteligente de los economistas”, suele “caer en el agravio” y se coloca como el dueño de la verdad. “Es una mezcla de divulgador, evangelizador y troll”, describe Waisbord, autor de diversos libros sobre comunicación.

Una de las características que se repite en este tipo de líderes es la difusión de datos falsos, la manipulación de la información y el acoso permanente –verbal y digital– a la prensa y líderes de opinión, entre otras instituciones republicanas.

“Yo creo que el gran problema es que el periodismo no le encuentra la vuelta a cómo posicionarse frente a este fenómeno. La disyuntiva es cómo pararse: si le das visibilidad, lo amplificás; y si lo ignorás, estás ignorando algo importante”, dice sobre la prensa y los medios tradicionales, a los que les reconoce un rol fundamental.

El presidente electo Donald Trump durante una conferencia de prensa en su finca de Mar-a-Lago, el martes 7 de enero de 2025, en Palm Beach, Florida. (AP Foto/Evan Vucci)

“¿Por qué importa el periodismo considerando todas las crisis simultáneas y superpuestas que tiene, crisis de confianza, crisis de audiencia, crisis de publicidad, crisis de reputación?, se pregunta Waisbord. Que estos líderes estén tan incómodos con cierta prensa para mí es señal de que importa. El hecho de que el poder económico y político se enoje cuando el periodismo es crítico, o quiera sostener un periodismo querendón demuestra que en el cálculo del poder hay un convencimiento de que eso todavía importa. Y no es poco”.

La Argentina tiene un presidente disruptivo y extravagante: una mezcla de showman, mesías, profesor universitario, predicador y emisor de agravios y humillaciones en redes sociales. ¿Cómo describiría el estilo comunicacional de Javier Milei?

–Su estilo es una mezcla de divulgador, evangelizador y troll. El político troll no es un político conservador tradicional, no es un político ideológico, no es un cruzado ideológico. Es un político que tiene un lenguaje que encaja con mucha gente y que se ve reivindicado por ese lenguaje que es cruel, que se mofa, que emite burlas y exabruptos a cualquiera que se le cruce. Creo que tiene que ver una cosa mucho más nihilista y cínica de la palabra pública. Milei encarna el perfil del troll influencer. En términos de liderazgos comunicacionales, Milei, Trump y Bolsonaro son trolls y no tienen nada que ver con los políticos tradicionales. Son políticos trolls; son presidentes trolls. Son otra cosa.

Usted no advierte en ese estilo una intención de persuadir, convencer y argumentar. El énfasis parece estar puesto, más bien, en la confrontación y en la descalificación de las disidencias.

–Sí, pasa eso incluso en el caso de Milei, a pesar de que él se ve a sí mismo como un intelectual, como el experto en teoría económica que va a salvar a la Argentina. Por momentos él intenta un tono más profesoral, como si estuviera dando cátedra, porque él se autopercibe como el más inteligente de los economistas. Pero, a pesar de todo eso, rápidamente vuelve a la cosa del agravio, al “yo tengo razón” y al “uso el poder que tengo y el poder del púlpito para cantarle las cuarenta a alguien”. Eso aparece muy claramente en todos estos líderes. Y en cuanto al debate político, veo diferencias entre este estilo y la disputa entre el kirchnerismo y el antikirchnerismo.

¿Cuáles serían?

–El debate entre el kirchnerismo y el antikirchnerismo encajaba en una horma más tradicional de la comunicación política. Quizás parezca pretencioso, pero había algo ideológico de debate de ideas. Cristina Kirchner tenía las características del orador, de la plaza, del discurso, de las cadenas nacionales. El conservadurismo argentino también venía de esa horma política. Esto es otra cosa. Ahora hay un quiebre y las causas son varias, pero en parte se engancha con la cultura de las redes sociales, que no es una cultura ideológica de ideas. Es una cultura del insulto, del bullying, de la carcajada, de la ironía mucho más desacartonada.

A diferencia de los liderazgos tradicionales, no hay un debate ideológico de ideas

-Con estilos distintos y con herramientas diferentes, ambos liderazgos comunicacionales, el de Cristina Kirchner, antes; y el de Milei, ahora, son exitosos a la hora de monopolizar la conversación pública y marcar la agenda. Son los encargados de dar origen, moldear y sostener una narrativa.

–Sí. A ver, pensemos por un momento en Trump. En su campaña, él estaba arriba de un escenario una hora y media hablándole a la gente, se movía, hacía algún comentario. Decía algunas barbaridades no solamente para insultar, sino para probar su poder de marcar agenda. Tiene las características del stand up y de la performance también, pero no tiene una expresión de ideología. Eso es diferente del discurso tradicional. Es difícil entender estos movimientos o fenómenos sin un líder que tenga el bastón de mando en términos discursivos. Generan escándalos de atención todos los días, atraen coberturas periodísticas, los medios y cierta parte de la opinión pública reaccionan y rápidamente se transforma en tendencia digital. Eso no lo puede hacer cualquiera, aunque se lo proponga. El estilo troll es mucho más engaging. Son los más críticos quienes más atención les prestan a estas cosas porque no pueden creer lo que están escuchando. Estés totalmente de acuerdo o te parezca que es una barbaridad lo que dice, es casi irresistible. Entonces, para explicar el éxito tenemos que explicar que es una lógica diferente al estilo tradicional.

Javier Milei en Davos

Algunos apoyan esas declaraciones polémicas y ofensivas y otros las rechazan de plano; pero, en cualquier caso, eso atrapa, hechiza, produce engagement. ¿Por qué?

–Es el gran tema de la autenticidad, no porque sean auténticos o genuinos, sino por la autenticidad como un rasgo performativo. Se ve esta cuestión de que “él habla como nosotros”, “dice lo que piensa”, “no tiene filtro”. Lo ven “natural”, “sincero”, “auténtico”. Y tiene que ver con el descrédito de la política y el nihilismo y el cinismo. “Dice las cosas como son” por más que lo que diga sean barbaridades. Son movimientos que arrastran diferentes identidades políticas, movimientos que de otra forma estarían desagregados porque son muy heterogéneos, pero terminan viendo en ese líder algo genuino. Por eso no son movimientos ideológicos. Por ejemplo, en los Estados Unidos, no sé si en la Argentina está pasando lo mismo, es muy fuerte el tema de la cultura bro, la cultura masculina. Lo ves en los podcasts, en los influencers. Es la cultura del vestuario masculino: defienden la masculinidad, se mofan, expresan su misoginia sin ningún tipo de filtro.

¿Por qué dice que el trollismo es una parte constitutiva en este tipo de liderazgo, que no es algo accesorio?

–Primero, porque tiene que ver con cómo se genera información todos los días, que es la gran disputa hoy. No estamos hablando en el sentido de agenda setting para el periodismo tradicional, que es la noticia de hoy. Es un lenguaje muy diferente, es una forma de escandalizar, de generar tuits, engagement y dopamina. Y a estos liderazgos les da un poder enorme: dicen algo escandaloso y por un día o dos ciclos de noticias se habla de eso y no de otras cosas. Funciona así, por el eco que se repite en los medios, en las redes, en los influencers. Eso no tiene nada que ver con el producto periodístico tradicional y las noticias de primera página o titulares. No todos pueden hacer eso. Así como no cualquiera podía ser un orador en la década del 40 y del 50, no cualquiera puede hacer esto. Es lo que les pasó a los rivales que tuvo Trump en la interna republicana: querían apelar a los mismos temas, pero no tenían la capacidad de generar comunicacionalmente ese tipo de engagement. Es un seguimiento que apela, que entusiasma, que divierte. El presidente troll conjuga varios elementos y maneja los tiempos muy bien. Parece fácil pero no lo es.

En la conversación pública que generan este tipo de líderes hay información falsa, teorías conspirativas, palabras deshumanizantes. En muchos sentidos es una encerrona para la prensa tradicional: si calla, lo normaliza, lo naturaliza; y si reacciona, termina amplificando el mensaje. Usted escribió en un artículo que “ser troll-presidente es un imán irresistible para la prensa”. Entonces, ¿cuál es la salida?

–Yo creo que el gran problema es que el periodismo no le encuentra la vuelta a cómo posicionarse frente a este fenómeno. La disyuntiva es cómo pararse: si le das visibilidad, lo amplificás y si lo ignorás, estás ignorando algo importante. Esto desafía la lógica periodística. ¿Cuál es la lógica del periodismo? Es la lógica del fact-checking: vamos a decirle a esta persona que esto no es verdad. Se lo cita y se le dice que hay evidencia de que aquello que dijo es falso. Pero esta lógica, de lo que estamos hablando ahora, no tiene nada que ver con el periodismo. Y al periodismo, digamos, honesto, el periodismo que quiere cuidar su autonomía o su distancia frente a estas lógicas, le es aún mucho más difícil. De hecho, cuando ganó Trump, una de las preguntas existenciales que se hacía el periodismo es: “¿qué pasó con todo lo que hicimos en estos últimos ocho años?”

Las noticias falsas, además, parecen circular a mayor velocidad que la información verificada. Lo curioso es que estos liderazgos parecen ser inmunes a las correcciones o las reprimendas del fact- checking.

–Yo respeto y valoro muchísimo el trabajo del fact-checking. Pero el fact-checking es la receta incorrecta para lidiar con un problema de estrategia y comunicación política. El fact-checking resuelve un problema de mala información. Y esto tiene que ver con un problema de identidad, no con un problema de verdad. El fact-checking, como la lógica periodística tradicional, te dice: “contamos la verdad lo mejor posible con los recursos y el tiempo que tenemos”. El fact -checking es importante porque deja asentado cuál es el récord real de algo, pero esta lógica se ensambla con otras cosas.

El debate entre el kirchnerismo y el antikirchnerismo encajaba en una horma más tradicional de la comunicación política

¿Por ejemplo?

–Por ejemplo, aparece el tema de las conspiraciones. No se derrotan las conspiraciones contrarrestándolas con hechos, porque las conspiraciones no tienen nada que ver con los hechos. Las conspiraciones tienen que ver con creencias, con dudas, con desconfianza. Las conspiraciones muestran que la gente no cree en las cosas, no que cree en otras cosas. No cree en la ciencia, pero tampoco cree que necesariamente la vacuna causa autismo. Es esta idea que decía Hannah Arendt de que la propaganda funciona cuando la gente ya no sabe a quién creerle, no porque esté convencida de la ideología comunista o nazi. La cultura de la anticiencia no es proponer un sistema de conocimiento diferente y opuesto a la ciencia, es no creer en la ciencia. Cuando uno escarba un poco en los estudios sobre ideas conspirativas lo que hay es desconfianza en las instituciones, desconfianza en las instituciones que producen conocimiento y creencias en que las ciencias y el periodismo, por ejemplo, están comprados por alguien que tiene poder. Eso no se enfrenta con correcciones de hechos. Es un problema de narrativa. Y en esa narrativa, que no está basada en acontecimientos, los hechos son convenientemente seleccionados, adaptados, moldeados.

El periodismo profesional padece hoy una crisis económica, de confianza, de reputación y tiene múltiples desafíos en distintos frentes. ¿Qué diagnóstico hace del actual estado de cosas?

–Para mí todo lo que la prensa hace en estos temas es admirable por la crisis económica, por la fuga masiva de la publicidad a espacios digitales y a las grandes corporaciones digitales y por la precarización del trabajo. La sociedad no ha inventado algo similar al periodismo que haga lo mismo que hace el periodismo: cuando en política se desdibuja lo que es verdad y lo que es mentira, está el periodismo para decir “esto está documentado”.

Este tipo de liderazgos tiene una obsesión particular con la prensa y el periodismo. Hay un acoso, un asedio verbal y digital permanente.

–Por eso, ¿por qué importa el periodismo considerando todas las crisis simultáneas y superpuestas que tiene? Porque tiene crisis de confianza, crisis de audiencia, crisis de publicidad, crisis de reputación. Que estos líderes estén tan incómodos con cierta prensa para mí es señal de que importa. El hecho de que el poder económico y político, en diferentes partes del mundo, se enoje cuando el periodismo es crítico, o quiera sostener un periodismo querendón, demuestra que en el cálculo del poder hay un convencimiento de que eso todavía importa. Y no es poco.

Pero este tipo de líderes dan vuelta el argumento y dicen que el establishment –y la prensa es parte de él– reacciona precisamente porque busca mantener sus privilegios, ahora blanqueados y amenazados. Se muestran como los líderes que vienen a poner las cosas en su lugar.

–Porque siempre hay en ellos muchos pensamientos conspirativos, por ejemplo, sobre las cloacas del Estado, los poderes concentrados o la casta. Eso es inevitable en cualquier dinámica de enfrentamiento o de rendición de cuentas al poder político, al poder económico; y el periodismo no se puede hacer cargo de eso. Por eso, para mí, considerando el panorama general lo que hace el periodismo es notable, es valiente, es admirable. Porque todos los incentivos están del otro lado.

También es cierto que, por distintos motivos, algunos honran el periodismo y otros lo denigran. Como en todos los oficios y las profesiones hay buenas y malas prácticas.

–Eso es histórico y casi inevitable. Por eso, cuando se habla de periodismo, ¿de qué periodismo se está hablando? No hay un periodismo único. Esa es la trampa retórica de estos presidentes que ponen a todos en la misma bolsa. El periodismo tiene futuro, pero no todos los periodismos tienen igual futuro. Nunca hubo un periodismo único. Más allá de la crisis reputación y la falta de confianza, los medios tienen el desafío de ganar la batalla de la atención: en un mar donde circula cualquier tipo de contenido sobresalir es aún más difícil. Y este tipo de líderes tiene una capacidad enorme de ganar constantemente la atención hasta el punto de que invisibilizan todo el buen trabajo que hacen diferentes periodismos.

Vivimos en una época de redes y, sin embargo, los ciudadanos parecen agruparse en tribus y burbujas marcados por sesgos. Estamos conectados y, al mismo tiempo, con dificultades para comunicarnos de un modo que no sea el grito, la descalificación y el insulto. ¿Le resulta una paradoja? ¿O no necesariamente?

–Lo que pasa es que la conversación en la diferencia es lo más difícil. Conversar con gente que piensa igual o con la que tenés ciertos acuerdos tácitos no es fácil, pero es lo que hacemos todos los días. Por eso existen las tribus o los grupos. Lo que no hay son buenas explicaciones sobre por qué la gente va a hablar con gente con la cual disiente, no solamente disiente ideológicamente o de perspectiva, sino disiente en los términos de comunicación. Esto es lo que aparece en las redes: con alguien que te insulta no hay disidencias ideológicas, hay disidencias sobre cuáles son las reglas de comunicación. Lo que no hay son las reglas mínimas de comunicación. Y las redes favorecen esto. En la academia, por ejemplo, hay gente que estudia estas cosas, pero no se encontraron evidencias sobre cuándo uno se va a sentar a hablar con alguien que lo insulta. Hay ejemplos que muestran, por ejemplo, cuando conservadores y no conservadores se van a sentar a hablar de algo, ¿no? Pero eso es engañoso porque hay un consenso sobre todas esas reglas básicas de la buena comunicación y de civilidad. Pero de lo que estamos hablando ahora es de otra cosa: no es una diferencia ideológica sino de cómo nos comunicamos. Y ahí entra el insulto; tiene que ver con la deshumanización del otro. Suena demasiado exagerado, pero la idea es no reconocer que el otro es como yo.