Las páginas de La cruzada, el nuevo libro de Florencia Canale, maestra del género de la novela histórica, exploran la vida de Catalina de Erauso, una figura que desafió las normas sociales y culturales del siglo XVII. La obra que acaba de publicar Editorial Planeta reconstruye la historia de esta mujer que, nacida en una familia acomodada de San Sebastián, España, decidió romper con las expectativas de su tiempo y forjar su propio destino.

Catalina, conocida también como la “Monja Alférez”, vivió una existencia marcada por la rebeldía, la guerra y la búsqueda de libertad, elementos que Canale retrata con su característico estilo narrativo. Catalina fue la menor de seis hermanos. A los cuatro años fue enviada a un convento de dominicas y, tras diversos problemas, a los quince años decidió huir del encierro religioso y enfrentarse al mundo exterior.

En un acto de transgresión para la época, Catalina optó por vestirse como hombre y vivir bajo una identidad masculina, lo que le permitió experimentar una libertad que de otro modo le habría sido negada. La cruzada, cuyo subtítulo es “Catalina de Erauso: la guerra en el cuerpo, su furia en la piel”, relata un viaje sin rumbo fijo que la llevó a cruzar el Atlántico y participar en conflictos armados en nombre del rey de España.

Florencia Canale nació en Mar del Plata, estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y trabajó en medios como Noticias, Living, Gente, Siete Días, Veintitrés e Infobae. Su incursión en la literatura comenzó en 2011, con Pasión y traición, una novela histórica que se convirtió en bestseller. Desde entonces, publicó once novelas más, todas bien recibidas en Argentina e Iberoamérica.

Florencia Canale (Foto: Alejandra López / Editorial Planeta)

A continuación, el Capítulo V de La cruzada:

Luego de veinte días, llegaron al puerto de la Concepción. Apiñados en la baranda, los soldados aguardaron el visto bueno para desembarcar. Querían pisar tierra firme. La orden demoró en llegar, a pesar de que en Chile, lo que brillaba por su ausencia era la gente. Había que poblar la región, debían demostrar que, aquello que ostentaba de ciudad noble y leal, era cierto.

Catalina respiró los aires nuevos con entusiasmo. Una alegría desmedida colmó su espíritu. Y llegó, al fin, la orden de desembarco del gobernador don Alonso de Ribera en manos de su secretario, y la tripulación, en pleno, descendió del barco.

—Buenos días a todos, soy el secretario del Gobernador, el alférez don Miguel de Erauso, y estoy aquí para tomar nombre e informes de cada uno.

Catalina no dio crédito a lo que había escuchado. Miró de lleno al hombre que les había dado la bienvenida y entendió que era su hermano. No lo reconoció, hacía años que había partido de San Sebastián, siquiera recordaba su edad de entonces pero era pequeña, aquellos habían sido los tiempos del claustro. Había escuchado noticias de él pero su memoria fallaba. Como una cascada, las emociones perforaron su panza y el pasado se le hizo presente.

Su hermano fue pasando de uno en uno, preguntando nombre y patria, hasta que se le paró enfrente.

—Soy Francisco de Loyola, oriundo del reino de San Sebastián —Catalina mintió a medias.

Miguel soltó la pluma y se fundió en un abrazo apretado con su hermana, que estaba escondida debajo de un espléndido colete de ante guarnecido.

—¡Pero esto es increíble! Soy de allí, soldado, contadme todo acerca de mi padre y mi madre, Miguel y María, de mis hermanas las grandes, y mi hermanita Catalina, que ya debe haber profesado de monja, que de seguro les conocéis —preguntó Erauso, ansioso.

La joven hizo lo que pudo sin darse a conocer, y calmó la curiosidad de su hermano.

—Cuando acabe con esto, os convido a comer a mi casa, Loyola.

Y hacia allí fue Catalina, quien, aunque hubiera preferido negarse, la acción habría sido imposible. Se sentaron a la mesa y comió bien, como hacía días que no lo hacía.

—Cuéntame más, ¿por qué embarcaste hacia aquí?

—Porque lo único que quiero es servirle al Rey, nuestra Majestad Excelentísima, Felipe III.

—Bravo, Francisco. ¿Y adónde será tu destino?

—Tengo entendido que debo viajar hasta Paicabí. En pocos días partimos hacia allí.

—Aquel no es un sitio bueno para los soldados. Conozco bien este reino, mi amigo, déjame a mí. Hablaré con el Gobernador y le pediré que te mude de plaza —señaló Erauso y masticó el último bocado. —Vamos, que te vienes conmigo para hacerle la petición.

Caminaron algunas calles hasta el Palacio de Gobierno y entraron. Catalina no pudo disimular su asombro, la diferencia entre ese poblado y la Ciudad de los Reyes era sorprendente.

Alonso de Ribera comía, estaba sentado a la mesa en la más silenciosa soledad, ocupándose en sus pensamientos. Erauso entró a la recámara, Catalina permaneció en la antesala.

—Excelencia, pido disculpas por importunaros en la comida, pero vengo con una urgencia.

El Gobernador levantó la vista de su plato y miró a su secretario.

—Menos preámbulo, Erauso —soltó los cubiertos y se apoyó en el respaldo de la silla.

—Estamos con un desembarco abundante, Vuestra Merced, pero con destino hacia otra comarca. Me atrevo a pediros que me permitáis mudar a mi compañía, a un mancebito que viene de mi tierra; que no he visto a otro de San Sebastián desde que salí. Está aquí afuera, aguardando.

Miguel miró fijo al mandatario, Alonso de Ribera se lo devolvió con creces y suspiró.

—A ver, pues que entre.

Catalina de Erauso y Pérez de Galarraga, popularmente conocida como

Erauso fue a la busca de su mancebo y lo hizo entrar. El Gobernador lo miró de arriba abajo pero desestimó la mudanza. Dijo que no y volvió a atender su plato colmado de delicias. Los hermanos salieron de allí, con la cola entre las patas. Sin embargo, tras unas horas, Alonso de Ribera mandó a llamar a Miguel y le dijo que hiciera lo que le había pedido. Que alojara a su mancebito en su casa y lo integrara a su compañía.

Erauso tiró su sombrero al aire. Abrazó a su hermana con felicidad. Catalina sintió una puntada en las entrañas. Hasta ese momento, había subsistido suponiendo que pasaba de su familia, que había roto los lazos de sangre y que bien alejada estaba; que su arrogante independencia frente al resto era el motivo de su vida. Suponía que no quedaban vestigios de tales sentimientos. Cuán equivocada estaba.

Fueron tiempos apacibles. Pero nada es por siempre y el diablo encontró el resquicio para meter la cola. Los hermanos Erauso vivían juntos en total armonía, desconociendo, uno de ellos, la verdad oculta. Durante casi tres años comieron a la misma mesa, descansaron cada cual en sus habitaciones y salieron a recorrer las calles. Pero llegó esa tarde en que Miguel le solicitó que lo acompañara a casa de doña Margarita, una amiga que era algo más que eso.

Las visitas se repitieron varias veces. Margarita recibía a los caballeros con gran entusiasmo, les ofrecía comida y bebida, y una grata conversación. Miguel hablaba bastante, Catalina escuchaba con atención y la dueña de casa recorría todas las sensaciones. Hasta que las últimas veces, Margarita, con una calidad extrema, torció la vista hacia otros lares. Los dichos de Miguel habían dejado de interesarle, en cambio la presencia de su joven acompañante empezó a horadarle la curiosidad.

La última tarde que habían estado en casa de Margarita, al despedirse, las cosas cambiaron de carril. Como conocía al dedillo la personalidad de su pretendiente, extendió la mano para que se la besara y Miguel cumplió, presto. Llegó el turno de Catalina y cuando esta se le acercó, rápida como un suspiro, Margarita le introdujo una misiva en el bolsillo del coleto.

—Miguel, querido, me atrevo a pedirles que no se presenten esta semana, debo viajar. En cuanto regrese, os lo haré saber.

Y Margarita se despidió. Al día siguiente, Catalina se hizo presente en su casa. En la nota había solicitado, en cambio, su urgida presencia.

—Gracias por venir, Francisco. Espero que Miguel no se haya enterado de esto. Será un secreto entre nosotros, ¿de acuerdo?

—Claro que sí, Margarita.

—Es que habláis tan poco que me gustaría conoceros un poco más. Miguel habla demasiado, no os deja el lugar —señaló la dama, dominada por un rubor delicado.

—Pero qué podría decir yo; Erauso ha vivido tanto y yo tan poco…

—Conozco todo lo que va a decir, incluso. Ya no me asombra, es más, me da tedio, pobre Miguel. En cambio, tú… —dijo Margarita, como el fulgor de un relámpago.

Catalina lanzó una carcajada, la joven le pareció graciosa. Y se animó y empezó a contarle, con aderezos de su imaginación, las peripecias vividas, tiempo atrás. Margarita abría los ojos, desbordantes de ansiedad.

Pasaron las horas y no se dieron cuenta. La capacidad de resistencia del ánimo de ambas estaba intacta.

—Debería irme ya, Margarita. He pasado una tarde sublime.

Y Catalina se levantó, extendió sus manos y le dedicó una sonrisa graciosa. Margarita se emocionó, se tensaron súbitamente sus nervios y trató de decir algo, pero no pudo.

—¿Dije algo que no debía? —preguntó Catalina y frunció el ceño.

—De ninguna manera, amigo mío —respondió la joven a media voz, intentando reprimir la apasionada impresión que se había llevado del soldado.

Catalina buscó la mano pequeña de su amiga para besarla pero, arrebatada, Margarita tomó la delantera, posó, apenas, sus brazos sobre los hombros de su visita y le besó la mejilla.

—Hasta mañana. Francisco. Preciso consultaros muchas cuestiones.

Monumento a Catalina de Erauso en Orizaba, México

Y así repitieron los encuentros, algunas veces más. Eran tardes bonitas, de seriedad y chanzas, de risas y confianza.

—Me siento tan tranquila a tu lado, Francisco. No temo cuando me miras, como así me sucede con otros. Hay serenidad en tus ojos cuando reposan sobre mí, y eso me transmites, a diferencia de la inyección de sangre que derraman otros.

—Qué extraño lo que dices, Margarita. No deberías inquietarte ante nadie.

—A veces debo cerrar mis ojos para no mirar. Sin embargo, esas fuerzas oscuras de otros traspasan mis párpados. No veo, pero lo siento en todo mi cuerpo, son estertores de la noche. En cambio, vos sois la luz del día.

Catalina se convirtió en su confidente y se ocupó, con toda diligencia, de mantener ese lugar. Buscaba sosegarla, en cambio, crecía el estado de exaltación de su amiga. Temía, por momentos, que Margarita le confesara su amor, aquello sería demasiado arriesgado.

Pero lo oculto, tarde o temprano, se devela. Miguel alcanzó a enterarse del secreto y enloqueció de furia.

—¡Te prohíbo que vuelvas a casa de Margarita! ¡Nunca más! Le dijo con fiereza en la mirada. Catalina asintió y juró no volverlo a hacer. Sin embargo, confió demasiado y una tarde, sintiéndose a resguardo, se dirigió a lo de su amiga prohibida.

Conversaron distendidas, la confiada preguntaba, buscaba respuestas de la vida, ansiaba encontrarle sentido a sus dudas, y la embustera intentaba, asertiva, todo tipo de sentencias que serenaran a su interlocutora. Cuando las velas no alcanzaron y se hizo la hora, Catalina abrió la puerta para retirarse. Caminó unos pocos pasos y un cintarazo le hizo perder el pie. Miguel había desconfiado. La había acechado y perseguido en busca del delito.

Catalina aulló de dolor y uno de los golpes la hirió en una mano. No le quedó opción y debió defenderse. Los hermanos se trenzaron en una gresca colosal. El ruido fue tal que empezó a aglomerarse la gente, hasta que llegó el capitán Francisco de Aillón y metió un poco de paz.

Catalina apuró el paso y escapó de allí. Temía que la prendieran por tumultuosa. Entró a la primera iglesia que halló, en busca de soledad.

Un portazo la asustó. El Gobernador, puesto sobre aviso, entró como tromba, dispuesto a todo.

—¡Apresad al infame! Gritó a la nada y se le fue encima. Miguel entró por detrás, a los tumbos, sudado y con varios magullones, y logró detenerlo.

—Dejadlo, Excelencia, no ha sido para tanto.

—Muerto o preso. Que no lo quiero por aquí, Erauso.

—Pues entonces que vaya al destino que tenía.

—¡Desterrarlo a Paicabí!

Con lo puesto y sin remedio, Catalina fue desterrada.

Fue alférez durante cinco años. Los primeros tres fueron en Paicabí, con las armas en mano y preparada para matar. Aquel tiempo de algarabía cuando desembarcó desde España, de días sin contratiempos y necesidades cubiertas, se desbarató en cuanto puso pie en el campo de batalla. Los indios avanzaban sin reparo, los súbditos de Felipe III respondían sin vacilaciones. En tierra chilena era a matar o morir. Fue mermando la tropa española hasta que hizo su aparición el Gobernador don Alonso de Ribera, junto a todas las compañías de Chile.

—¡Venceremos a estos sucios! No debe quedar uno en pie, soldados. A cumplir con nuestro deber —gritó el Gobernador y añó fuerzas.

Cerca de 5000 hombres en pie de guerra se trasladaron a los llanos de Valdivia, entre ellos estaba Catalina. Habían armado un campamento raso, carente de comodidades y casi a cielo abierto.

De noche, Catalina dormía con los calzones puestos, jamás se los quitaba, ni siquiera para asearse. Y cuando se le avecinaba el sangrado, escapaba al monte hasta que pasaba. Incluso se iba unos días antes para evitar que le vieran el pecho más lleno. Se sentía una perra en celo, con los machos detrás oliendo su sangre de hembra. Eso no le impedía llevar adelante unos cuantos rituales. Cada tres noches se azotaba para sostener su devoción, también mantenía las carnes ceñidas con un cilicio, y cuando se encontraba sola, rezaba el oficio de Nuestra Señora.

Durante esos años, los indios asolaron al ejército español que, enhiesto, les dio batalla. Varias veces los destrozaron, pero la última fue desesperante para España. Hubo una infinidad de bajas rasas y de capitanes. Envalentonados, los indígenas arrancaron una bandera y se la llevaron a galope tendido. Viendo lo que pasaba, Catalina y dos soldados montaron sus caballos y corrieron detrás. La persecución fue feroz, uno de ellos recibió una estocada y cayó muerto. Catalina y su compañero continuaron la hazaña. Una lanza alcanzó al soldado, no tuvo suerte.

La joven recibió un mal golpe en una pierna e impulsada por un aullido de dolor, alcanzó al cacique que llevaba la bandera, lo atravesó con una pica y recuperó lo que era suyo. Apretó los ijares de su caballo y salió de la zona de peligro atropellando lo que encontraba en el camino, matando e hiriendo a una infinidad de indios con su espada ancha. Cabalgó y cabalgó, hasta que cayó del caballo muy malherida. Tres flechas habían atravesado su cuerpo y una lanza enemiga le había perforado el hombro izquierdo. Corrieron algunos a socorrerla, entre ellos, su hermano.

—¡Francisco, abre los ojos, mírame! —le gritó Miguel de Erauso y la tomó entre sus brazos. Todo lo que había sucedido en el pasado, quedó en la nada. Aquellos celos se diluyeron entre sus dedos.

Catalina recobró la conciencia y lo vio. La desesperación de su hermano le regaló consuelo y, como si tuvieran vida propia, sus ojos se llenaron de lágrimas.

La llevaron en andas hasta una tienda, la tendieron sobre un catre y le curaron las heridas. Fueron nueve meses de atención y cuidados. Cuando recuperó sus fuerzas, la muchacha fue nombrada alférez de la compañía de Alonso Moreno, gracias a su hermano, que le entregó la bandera recuperada al Gobernador, y luego fue enarbolada por el capitán Gonzalo Rodríguez.

Fue elegida para el combate y participó de la batalla de Purén. Catalina fue herida una infinidad de veces, también intervino en demasiadas reyertas con los propios. Era pendenciera, tal vez para encubrir su realidad. Había que parecer entre tantos hombres, poco interesaba ser. Debía demostrar, por demás, que era un soldado valiente y siempre dispuesto para la batalla, y primero para las corredurías y peleas. Fue un actor principal en estos actos varoniles.

Pero un día debió quedar a cargo de su compañía. Su capitán había muerto en combate. Fueron seis meses de escaramuzas permanentes con el enemigo. Catalina ocupó el sitio con honores. En uno de los encuentros, se topó con el jefe de los indios, don Francisco Quispiguancha. El hombre, ya cristianizado, era rico y poderoso, y había hostigado a la tropa española en demasiadas oportunidades.

El enfrentamiento fue salvaje, Catalina logró derribarlo y el capitán indio pidió clemencia.

—¡A colgarlo! —exclamó la capitana y la orden se cumplió.

El Gobernador, al enterarse, le quitó la compañía. Le informó que hubiera querido ver con vida al enemigo y le entregó la jefatura al capitán Guillén de Casanova. Será la próxima, en otra ocasión, la primera que llegue, le ofertó don Alonso de Ribera.

Y cada quien se retiró a su presidio, Catalina pasó al Nacimiento, que del sustantivo tenía poco. Estaba más cercano a un páramo, asolado por espectros.

Estuvo pocos días allí, vivía perseguida por sus pensamientos. Una tarde, una muesca negra pintada en el horizonte comenzó a hacerse grano hasta que se transformó en el maestre de campo don Álvaro Núñez de Pineda, que traía noticias del Gobernador. Debían regresar al valle de Purén. Catalina reunió sus armas y, junto a otros oficiales y capitanes, emprendió la marcha. Fueron seis meses de azote, quemas y aniquilamientos.

Una noche, Catalina sintió que ya era suficiente, que tanto derramamiento de sangre la había vaciado, que tanto coqueteo con la muerte no la llevaría a buen puerto, que había corrido demasiados riesgos, que tentaba a Dios y al diablo, y sintió miedo. Por primera vez, el temor hizo su aparición estelar.

A la luz de una vela endeble, le escribió a su hermano. Le encomendó, como amigo, que la sacara de ahí, que la retirara de la guerra, que le solicitara a Alonso de Ribera que le otorgara una licencia y la borrara de la plaza.

El Gobernador le permitió regresar a la Concepción, le dispensó un lugar en la compañía de don Francisco Navarrete.

Como si una tempestad le hubiera ido por detrás, para Catalina la segunda vuelta en Concepción no fue un lecho de rosas. Una tarde y luego de cumplir con sus responsabilidades, junto a un amigo alférez concurrió a una casa de juego. Se sentaron a la mesa y tras algunas manos y varias diferencias, empezó el altercado.

—¡Mentiroso!

—¡Fullero!

—¡Cornudo!

Le gritaron los contendientes. Catalina, desconociendo la templanza, desenvainó su espada y la entró en el pecho del más desencajado. El resto de los presentes cargó sobre ella, restringiendo sus movimientos. Fue tal el tumulto, que la batahola llegó a la calle y de ahí se dispersó a los hombres de ley. En un periquete hizo su entrada el auditor general Francisco de Párraga.

—¿Qué ha pasado aquí? ¿Y quién sois vos, asesino? —preguntó el auditor, zamarreando a la jugadora.

—¡Solo declararé frente al Gobernador! —respondió Catalina, con los ojos inyectados en sangre.

En el griterío, y los vecinos que entraban y salían, llegó Miguel de Erauso a la casa de juego, se acercó a su hermana y le susurró en vascuence que intentara salvar su vida. Párraga la tomó por el cuello de la ropilla y la arrancó de la silla.

—Soltarme ahora mismo —siseó Catalina, con la daga en la mano.

El auditor no hizo caso y la zamareó. La joven le tiró un golpe y le atravesó los carrillos. El hombre continuó con la sacudida, ella volvió a tirarle la daga y recién la soltó. Catalina sacó su espada y una turba se le vino encima. Se arrastró hacia la puerta, salió como pudo y marchó hacia la iglesia. A las horas, se enteró de que habían muerto el alférez y el auditor.

Apareció el Gobernador en estado de ofuscación, cercó San Francisco con soldados y así la mantuvo por seis meses. Ordenó que se difundiera un bando en el que prometía un premio a quien la apresara, y prohibió que ningún puerto le diera embarcación.

El tiempo, que todo lo cura o lo desvanece, hizo que las tensiones se aflojaran, se quitara un guardia, luego otro y al fin todos, y fueran llegando amigos a darle visitas. Y un día cualquiera abrió la puerta de la iglesia y salió para ir y venir como si fuera su casa.

Una tarde se le presentó su amigo, el alférez don Juan de Silva, para darle referencias acerca de un asunto de vida o muerte.

—Amigo mío, vengo a pediros ayuda.

—Decirme qué pasa, Silva. Os socorreré, si puedo.

—He tenido unas palabras ríspidas, por decir, con don Francisco de Rojas, del hábito de Santiago, y lo he desafiado para esta noche a las once.

—Bien —intervino Catalina y endureció el cuerpo.

—Cada uno debe llevar un acompañante y yo he pensado en vos, Loyola. Sois el único que siento propicio para el asunto.

Catalina frunció el ceño. ¿Y si todo era una treta? ¿Si aquello era una emboscada para prenderla?

—Si no os parece, que no sea. Me iré solo, que a otro no he de fiar mi lado —dijo el alférez, decepcionado.

—¿En qué reparáis? Deja, Silva, voy con vos.

Catalina se hincó frente al altar, murmuró una oración y salió de la iglesia junto a su amigo. Marcharon hacia la casa del alférez, comieron algo frugal, y cuando escucharon las diez campanadas, tomaron las espadas, se calzaron sus capas y salieron hacia el sitio señalado.

Era noche cerrada. La luna y las estrellas se habían fugado y la oscuridad inquietaba hasta al más mentado.

—Juan, que ni las manos me veo, no quiero que nos desconozcamos. Atémonos un lenzuelo claro al brazo —sugirió Catalina.

Un crujido anunció la llegada de los duelistas.

—¡Don Juan de Silva! —exclamó la voz de Rojas.

—¡Aquí estoy!

Los contrincantes metieron mano a sus espadas y embistieron. Los acompañantes aguardaban, de pie, en un costado. Tronaron los sablazos hasta que una punta entró al cuerpo de Silva. Catalina se arrimó a su amigo, otro tanto hizo el acompañante de Rojas. Se trenzaron también con sus armas. Al rato, don Juan y don Francisco cayeron. Catalina y su contrario persistieron con el reto, hasta que le entró a su opositor por el bajo, con su filo. Le atravesó el coleto, dándole en la tetilla izquierda, directo al corazón. Y se desmoronó.

—Ah, traidor, que me habéis muerto —jadeó su oponente.

—¡Quién sois! —preguntó Catalina, en la oscuridad de la noche.

—El capitán Miguel de Erauso.

Catalina tembló, las piernas le flaquearon. No pudo respirar, vio el terror frente a sus ojos. A los gritos pidió ayuda, un silencio inquebrantable dominaba el lugar. Corrió hacia San Francisco, tiró la puerta abajo y contó lo sucedido. Hecha un trapo, se abandonó sobre el último banco.

Dos religiosos se llegaron hasta la escena del crimen. Los duelistas estaban muertos, a Miguel lo llevaron, a las corridas, a casa del Gobernador. Llegaron, y al instante, un médico y un cirujano. Hicieron lo que pudieron. Llegaron los judiciales a tomarle declaración al homicida.

—Necesito un vaso de vino —reclamó Erauso, en los últimos estertores de vida.

—De ninguna manera, no conviene —rechazó el doctor Robledo.

—Más cruel andáis vos conmigo que el alférez —dijo y a poco dejó de respirar.

Como tromba, el Gobernador se dirigió al convento y lo hizo cercar. Intentó entrar, junto a sus guardias, para aprehender al malhechor, los frailes resistieron.

Miguel de Erauso fue enterrado en ese monasterio. Catalina presenció el ritual desde el coro, en un silencio mortal. Un dolor inconmensurable la arrasó.