Los relatos de la autobiografía del Papa Francisco comienzan con su nacimiento y el de sus hermanos, e incluyen fotografías de su álbum personal. También abarca anécdotas del barrio de su infancia, Flores, y, claro, capítulos referidos a San Lorenzo, el club de sus amores. Todo hasta el momento en el que Jorge Mario Bergoglio fuera elegido Papa, el 13 de marzo de 2013. Con su lanzamiento mundial que ya da que hablar, Esperanza (Plaza & Janés) llegará a la Argentina el 1° de febrero.
A continuación, un anticipo de dos textos de Esperanza:
El barrio de la infancia, un microcosmos multiétnico y multirreligioso. El relato emocionante y humano de las prostitutas del barrio es absolutamente inédito: episodios y personajes que el papa Francisco narra por primera vez.
El barrio era un microcosmos complejo, multiétnico, multirreligioso y multicultural. Mi familia siempre tuvo estupendas relaciones con los judíos, a los que en Flores llamábamos «rusos», porque muchos de ellos procedían de la zona de Odesa, donde vivía una comunidad judía muy numerosa, que en la Segunda Guerra Mundial sufrió una brutal masacre por parte de las fuerzas de ocupación rumanas y nazis. Muchos clientes de la fábrica en la que trabajaba mi padre eran judíos que se dedicaban al sector textil, y muchos de ellos eran nuestros amigos.
Del mismo modo, en nuestro grupo de chiquillos teníamos varios amigos musulmanes, que para nosotros eran «los turcos», dado que en su mayoría habían desembarcado con pasaporte del antiguo Imperio otomano. Eran sirios y libaneses, así como también iraquíes y palestinos. El primer periódico en lengua árabe se publicó en Buenos Aires a principios del siglo xx. […]
¿Está el turco? ¿Viene también el ruso? En el barrio de mi infancia las diferencias eran lo normal, y nos respetábamos. […]
Igual que el mercado callejero, el barrio era un concentrado de variada humanidad. Laboriosa, sufriente, devota, festiva. Había cuatro «solteronas», las señoritas Alonso, pías mujeres de origen español y emigradas a la Plata, muy hábiles bordadoras, de una técnica refinada. Un punto y un rezo, un rezo y un punto. Mi madre les mandó a mi hermana para que aprendiese, pero Marta se aburría mortalmente y protestaba: «¡Pero, mamá, esas nunca hablan, no dicen una sola palabra, solo rezan!». […]
Y casi en la esquina de nuestra calle había una peluquería, con piso anejo; la peluquera se llamaba Margot, y tenía una hermana, que era prostituta. Compaginaba esa actividad con el lavado de pelo, el corte y la permanente. Era gente muy buena, mi madre también iba allí a veces. Un día Margot tuvo un hijo. Yo no sabía quién era el padre, y eso me asombraba y me intrigaba, pero al barrio no parecía preocuparle mucho.
En ese mismo número, en otro piso, vivía un hombre casado con una mujer que había sido bailarina de revista, y que también tenía fama de prostituta: todavía joven, murió tísica, doblegada por aquella vida. Recuerdo la precipitada tristeza de aquel funeral: el marido estaba huraño y distante, encerrado en su egoísmo, solo pendiente de que el morbo no lo afectase y de la nueva mujer que iba a reemplazar a la difunta.
También la madre de esa señora, Berta, una francesa, había sido bailarina, y se contaba que se había exhibido en clubs nocturnos de París; ahora trabajaba como criada muchas horas, pero tenía un porte y una dignidad que impresionaban.
Desde niño, he conocido también el lado más oscuro y duro de la vida, ambos juntos, en la misma manzana. Así como el mundo de la cárcel: los cepillos que utilizábamos para la ropa eran objetos que comprábamos a los detenidos de la prisión local; fue así como percibí por primera vez la existencia de aquella realidad.
Otras dos chicas del barrio, también hermanas, eran prostitutas. Pero ellas eran de lujo: fijaban citas por teléfono, las recogían en coche. Las llamaban la Ciche y la Porota, y las conocían en todo el barrio.
Los años pasaron y un día, cuando ya era obispo auxiliar de Buenos Aires, sonó el teléfono en el palacio episcopal: era la Porota, que me estaba buscando. Le había perdido completamente el rastro, no la veía desde que era un chiquillo. «Oye, ¿te acuerdas de mí?
He sabido que te han nombrado obispo, ¡quiero verte!». Era un río desbordado. Ven, le respondí, y la recibí en el obispado, estaba todavía en Flores, debía de ser 1993. «¿Sabes? —me dijo—, he sido prostituta en todas partes, también en Estados Unidos. Gané dinero, después me enamoré de un hombre mayor que yo, fue mi amante, y cuando murió cambié de vida. Ahora tengo una pensión. Y me dedico a limpiar a los viejitos y viejitas de las residencias de ancianos que no tienen a nadie que se ocupe de ellos. A misa no voy mucho, y con mi cuerpo he hecho de todo, pero ahora quiero ocuparme de los cuerpos que no interesan a nadie». Una Magdalena contemporánea. Me contó que también su hermana, la Ciche, había cambiado de vida, y que se pasaba muchas horas rezando en la iglesia: «¡Se ha vuelto una beata! ¡Dile tú también que tiene que mover el trasero y hacer algo por los demás!». Tenía un lenguaje pintoresco e imaginativo, cuatro imprecaciones cada cinco palabras. Y estaba enferma.
Tiempo después, cuando ya era cardenal de Buenos Aires, la Porota me volvió a llamar para decirme que quería hacer una fiesta con sus amigas, y para preguntarme si podía celebrar misa para ellas en la parroquia de San Ignacio. Sí, por supuesto, y me pregunté quiénes podían ser esas amigas. «Pero ven antes, que muchas de ellas se quieren confesar», añadió la Porota.
En aquella época me veía a menudo con el padre Pepe, don José di Paola, un joven sacerdote que había conocido al principio de mi episcopado y que desde 1997 era párroco en Virgen de Caacupé, en la Villa 21. Es un hombre de Dios, uno de los sacerdotes que siempre han hecho su obra en las villas miseria, los asentamientos de chabolas que rodean Buenos Aires; hay unas treinta solo en la capital y unas mil en toda la provincia.
Las villas son un amasijo de humanidad, hormigueros con cientos de miles de personas.
Familias cuya mayoría procede de Paraguay, Bolivia, Perú y del interior del país. Ahí nunca han visto al Estado, y, cuando el Estado está ausente durante cuarenta años y no da casas, luz, gas ni transporte no es difícil que se cree en su lugar una organización paralela.
Con el tiempo, la droga ha empezado a circular de manera brutal, y, con la droga, se ha impuesto la violencia y la disgregación familiar. El paco, la pasta de coca, lo que sobra de la elaboración de la cocaína para los mercados ricos, es la droga de los pobres: un azote que multiplica la desesperación. Ahí, en esos extrarradios que para la Iglesia deben ser cada vez más el centro, un grupo de laicos y de sacerdotes como el padre Pepe viven y dan testimonio del Evangelio todos los días, entre los descartados de una economía que mata. Quien dice que la religión es el opio del pueblo, un tranquilizador relato para alienar las conciencias, haría bien en ir un día a las villas: vería que, gracias a la fe y a esa
dedicación pastoral y cívica, han mejorado de manera increíble, pese a las enormes dificultades. También conocería una gran riqueza cultural. Experimentaría, como con la fe, que toda ayuda es siempre un encuentro, y que podemos aprender mucho de los pobres. Cuando alguien dice que soy un papa villero, solo rezo para ser siempre digno de ello.
Verme con el padre Pepe siempre le sienta bien a mi alma y a mi vida espiritual.
Con el tiempo, nos hemos hecho cada vez más amigos. Ese año, creo que era 2001 y Pepe era un cura villero ya desde hacía tiempo, pasaba por una etapa complicada y difícil, de crisis en su vocación sacerdotal, que después contaría él mismo. Habló con franqueza con sus superiores, pidió que lo dispensaran del ejercicio del sacerdocio y se fue a trabajar a una fábrica de zapatos. Cuando me lo contó, le dije sencillamente: ven a verme cuando quieras. Y lo hizo. Más de una vez, a la salida del trabajo hacía dos horas de camino e iba a la catedral. Lo esperaba, le abría la puerta, lo escuchaba y hablábamos.
Pero siempre con libertad. Un encuentro tras otro, un mes tras otro, el tiempo pasaba, hasta que una noche vino y me dijo: «Padre, aquí me tiene… Me gustaría celebrar misa…».
Nos abrazamos. ¿Quieres que la celebremos juntos el 20 de julio, el día de la Fiesta del Amigo? Se alegró. Entonces vayamos a San Ignacio, dije: voy a celebrar misa ahí porque una señora de Flores me lo ha pedido.
Así que fuimos juntos. Nos dirigimos desde la archidiócesis por la calle Bolívar y llegamos a la iglesia: todas eran exprostitutas y prostitutas del «sindicato». Y todas se querían confesar. Fue una celebración preciosa. También la Porota estaba contenta, casi conmovida.
Me mandó llamar una última vez, tiempo después, cuando estaba ingresada en el hospital: «Te he pedido que vinieras para que me trajeras la extremaunción de los enfermos y la comunión, porque esta vez ya no la cuento». Todo entre una imprecación contra un médico y un grito a otro paciente; no había perdido la energía, ni siquiera entonces, postrada como estaba. «Genio y figura hasta la sepultura», decimos en Argentina.
Pero se marchó bien, porque «los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios» (Mt 21, 31). Y mucho la quise. El día del aniversario de su muerte nunca me olvido de rezar por ella.
El papa Francisco cuenta por primera vez dos episodios trágicos de su adolescencia: el del compañero de clase que cometió un asesinato (y un tiempo después se suicidó), y el del chico que mató a la madre. También introduce su relación con Borges, cuyas palabras glosan maravillosamente los dramas evocados.
Pero al final del año 1955 no todos los chicos, los catorce chicos que en marzo de seis años atrás habían pisado por primera vez la Escuela Técnica Especializada en Industrias Químicas N.º 12 llenos de esperanzas, se diplomarían juntos. Por desgracia, no todos.
Algunos se quedarían trágicamente en el camino.
Era hijo de un policía. Y probablemente, en muchos sentidos, el más inteligente y más talentoso de todos, apasionado, profundo conocedor de música clásica y con una cultura literaria a la altura de su preparación musical… Era un genio aquel muchachote grande y grueso, el más corpulento del grupo. Un genio.
Pero la mente del hombre es, a veces, un misterio impenetrable. Y un día, en apariencia igual a muchos otros, el chico se hizo con la pistola de su padre y mató a un muchacho de su misma edad, amigo suyo del barrio.
La noticia cayó como una bomba en la escuela, nos dejó atónitos.
Lo encerraron en la sección penal del manicomio, donde fui a verlo. Fue mi primera experiencia directa con la cárcel, dos veces prisión porque también era un lugar de reclusión para enfermos mentales. Pude saludar a mi amigo por un minúsculo ventanuco, un sello partido en cuatro por una reja y enmarcado por una pesada puerta de hierro. Fue terrible, me chocó profundamente.
Volví a visitarlo con otros compañeros. Días más tarde, en la escuela, oí a un empleado y a unos chicos de otro curso gastar bromas a su costa. Me enfurecí. Les dije de todo y me dirigí a toda prisa al despacho del director para expresarle mi desaprobación, para decirle que cosas por el estilo no debían suceder de nuevo y que el hecho de que un empleado hubiera participado en la conversación aumentaba la gravedad del asunto, que aquel chico ya sufría lo suyo encerrado en una cárcel que también era un manicomio. Con aquel arrebato me ganaría en la escuela una cierta fama de hombre recto, no sé hasta qué punto merecida; la fama es así. Al cabo de un tiempo, trasladaron a mi amigo a un reformatorio y seguimos escribiéndonos. Se salvó de la cadena perpetua porque cuando se produjeron los hechos aún era menor. Lo dejaron en libertad unos cuantos años más tarde.
Después de diplomarme, cuando ya era novicio, me llamó por teléfono un excompañero. Me contó que había conseguido ponerse en contacto con la hermana de nuestro compañero preso y que, muy afectada, le había contado que, al poco de salir del reformatorio, él se había suicidado. Debía de tener unos veinticuatro años.
A veces, como dice el salmo, el corazón del hombre es un abismo.
Fue un dolor que me trajo a la memoria y al corazón otro dolor.
Cursaba el cuarto año cuando, en el autobús, se me acercó un chiquillo de primer curso. Creo que me preguntó si podía conseguirle un libro que necesitaba, y yo le dije que sí, que lo tenía en casa y que se lo prestaría. Fue así como empecé a tener trato con él. Era hijo único, y en el colegio era conocido por los problemas disciplinarios que causaba. Yo, que ya había sentido la llamada y percibía intensamente mi vocación, aunque todavía no se lo había contado a nadie, vi que aquel chiquillo aún no había hecho la primera comunión, y, bueno, empecé a acompañarlo, a hablar con él, a cuidarlo como podía. Fui a su casa a conocer a sus padres, dos buenas personas, la familia Heredia, pero… Pero al final, cuando yo ya estaba en sexto, aquel chico mató a su madre con un cuchillo. No debía de tener más de quince años. Recuerdo el velatorio en aquella casa, el rostro térreo del cabeza de familia, su dolor, doble y sin sosiego. Era la viva imagen de Job: «La pena consume mis ojos, mi cuerpo es solo una sombra» (Job 17, 7).
Fue otra noticia que se abatió sobre la escuela como un temporal, podría incluso afirmar que quizá nos impregnó del sentido trágico de la vida y de su complejidad. Jorge Luis Borges escribió: «He intentado, no sé con qué fortuna, la redacción de cuentos directos. No me atrevo a afirmar que son sencillos; no hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que lo sea».
La humildad es necesaria para contar la compleja experiencia que es la vida.
Admiré y estimé mucho a Borges, me impresionaban la seriedad y la dignidad con las que vivía la existencia. Era un hombre muy sabio y muy profundo. Cuando, con apenas veintisiete años, me convertí en profesor de Literatura y Psicología del colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe, impartí un curso de escritura creativa para los alumnos y decidí mandarle, por mediación de su secretaria, que había sido mi profesora de piano, dos cuentos escritos por los chicos. Yo parecía aún más joven de lo que era en realidad, tanto que los estudiantes me habían puesto el apodo de Carucha, y Borges era, en cambio, uno de los autores más reconocidos del siglo xx. No obstante, mandó que se los leyeran —ya estaba prácticamente ciego— y además le gustaron mucho. […]
Lo invité incluso a dar algunas clases sobre el tema de los gauchos en la literatura y él aceptó; podía hablar de cualquier cosa, y nunca se daba aires. Con sesenta y seis años, se subió a un autobús e hizo un viaje de ocho horas, de Buenos Aires a Santa Fe. En una de aquellas ocasiones llegamos tarde porque, cuando fui a buscarlo al hotel, me pidió que lo ayudara a afeitarse. Era un agnóstico que cada noche rezaba un padrenuestro porque se lo había prometido a su madre, y antes de morir recibió los sacramentos. Solo un hombre de espiritualidad podía escribir palabras como estas: «Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron.
Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen. Abel contestó: “¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes”. “Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar”»