“Venezuela”. Termina en a, como Ucrania, y además tiene una zeta, como Gaza; lleva la fonética de las malas noticias en la tercera década del siglo XXI. La versión que enseñan en la escuela es que el topónimo surgió del comentario despectivo de un cartógrafo de principios del siglo XVI, cuando supo de las chozas indígenas levantadas sobre pilotes en el Lago de Maracaibo y le parecieron una pobre caricatura de Venecia; la teoría que manejan algunos historiadores es que es la degradación de una palabra indígena. A muchos estadounidenses les suena igual que Minnesota. Los franceses le meten tres acentos. Y los editores de medios y de libros, en medio mundo, lidian desde hace años con el problema de lo largo que es el nombre de este país, lo que complica refinar o diseñar tantos titulares de noticias y tantos títulos de libros.

Maduro intensificó las peores prácticas de los gobiernos de Chávez

Los venezolanos la decimos sin frotar su “v” y sin hacer vibrar su zeta –gracias a este acento que nos dejaron los colonizadores canarios– y siempre con una marca emocional que va desde el amor profundo y el orgullo patriótico más básico hasta el hartazgo, el asco y el pavor incontrolable de quien sufre estrés postraumático. En la palabra Venezuela hay muchas cosas, como en familia, pareja, profesión; como en los nombres que damos a las más complejas dimensiones de nuestras existencias. Lo que no hay es una relación serena, lisa, sin conflictos ni sobresaltos. Detrás de esas cuatro sílabas se apretujan la belleza y el horror como en un plano de Apocalypse Now, el éxtasis y la burla como en el tríptico de El Bosco, y hasta la dicotomía de ese verso de Machado que podría ser nuestro: “Una de las dos Españas –una de las dos Venezuelas– ha de helarte el corazón”.

Hablamos tanto de ella, se escribe tanto sobre ella, se dicen tantas mentiras sobre ella… Éramos una nación desconocida, oculta en la abigarrada fronda de lo latinoamericano entre los colores de Brasil, los dolores de Cuba, los horrores de Colombia; en el mejor de los casos nos asociaban con reinas de belleza, petróleo y béisbol. Ahora, en cambio, somos un tropo y un arma arrojadiza. Nos han descrito como la nueva tumba del imperialismo y el experimento socialista que desmentía el fin de la historia de Fukuyama, pero en los últimos años, y cada vez más, como el ejemplo de lo que no se debe hacer con un país. “Si votan por _______ nos convertirá en Venezuela”, ha sido un insistente argumento de campaña en la Argentina, Colombia, España, Chile, Perú, Ecuador, México y, en 2024, hasta Estados Unidos.

Sí, nuestro país tiene un nombre peculiar, sin resonancias clásicas ni heroicas, sino con esa epistemología que no es demasiado grata de recordar: uno puede perfectamente imaginar a Felipe II diciendo “Venezuela” con el mismo tono con que podía decir “mujerzuela” o “ladronzuelo”. Pese a eso, ha invadido noticieros, parlamentos, cancillerías, librerías y salones de clase. Mucha gente debe estar harta de la palabra.

Ha ejercido la persecución política, la censura y la violencia extrema

Pero si tú has tomado este libro en tus manos, es porque tiene que ver contigo. Leerla o pronunciarla también pulsa una cuerda dentro de ti. Al menos tienes curiosidad. O un amor cuya historia quieres entender. O intereses en ese país. O eres de allá, o lo es tu familia, y todavía albergas preguntas sin respuesta.

Empezando por esta: ¿cómo “Venezuela” adquirió todos estos significados?

Hay varias maneras de responder esa pregunta. La más sensata, la que siempre debería ser el primer paso, consiste en fijarse en los eventos y los hechos en que los académicos y los periodistas solemos invitar a concentrar la atención. Los facts, que son muy elocuentes, antes que las innumerables, agobiantes opiniones. Porque te habrás dado cuenta de que hay mucha manipulación, desde todos los lados, sobre la realidad venezolana, así que lo mejor es centrarse en fuentes que no tienen vínculos con el chavismo o con la oposición.

Empecemos con esta paradoja, que es cierta: Venezuela tiene las mayores reservas probadas de petróleo del planeta –según la OPEP, poco más de 300.000 millones de barriles–, pero en los últimos diez años perdió a cerca de una cuarta parte de su población a través de la migración masiva. Lo sabemos porque la Plataforma R4V, que cruza los datos oficiales de los países receptores, estima que en el mundo hay al menos 7,7 millones de migrantes y refugiados venezolanos en junio de 2024, y el último censo nacional que se hizo en Venezuela contó 27 millones, de lo que se estimaba entonces que era un total real de 32 millones.

Algo tiene que haber pasado para que uno de cada cuatro venezolanos haya dejado el país en tan poco tiempo. No fue un huracán, ni un terremoto, ni que el petróleo dejó de valer, ni un conflicto armado. Para el economista Miguel Santos, lo que ocurrió es el mayor colapso económico que ha tenido país alguno, en la historia contemporánea, sin haber pasado por una guerra civil: según los datos del Banco Central de Venezuela, solo entre 2013 y 2016 el producto interno bruto per cápita se redujo en un 29,2%. Es una caída de productividad solo comparable al “período especial en tiempo de paz” que vivió Cuba justo tras el fin de la ayuda soviética; en el siglo XXI, solo Libia, Irak, Sudán del Sur y República Centroafricana, cuatro países afectados por guerras civiles, han registrado mayores contracciones del PIB en tres años. El chavismo y sus aliados alegan que el derrumbe es en realidad “una guerra económica” cuyas armas son las sanciones de países como Estados Unidos, pero las primeras medidas de este tipo que afectaron, no a individuos sino a instituciones del Estado venezolano, se emitieron en 2017.

Nicolas Maduro y el ministro Diosdado Cabello

Las imágenes del derrumbe te sonarán, si es que no fuiste parte de esas escenas que nunca quisimos haber visto: supermercados desabastecidos, gente comiendo de la basura, quirófanos a oscuras, familias famélicas posando junto a sus refrigeradores vacíos. Como era fácil de ver en los puentes que separan Venezuela de Colombia, cientos de miles empezaron a irse como podían, en avión, en bote o a pie, a otros países, para poder alimentarse a sí mismos o a sus familias, o conseguir tratamiento inaplazable para el cáncer o el sida. Uno de los esfuerzos que se hizo para documentar lo que estaba ocurriendo, a cargo de Human Rights Watch y la Universidad Johns Hopkins, describió lo que se conoce como una emergencia humanitaria compleja: una combinación de escasez y carestía de alimentos, medicinas e insumos esenciales; colapso de todos los servicios que brinda un Estado; violencia y autoritarismo. Las plagas bíblicas pero con mosquitos transmisores de paludismo en vez de langostas, y redes sociales en el lugar de la voz de Yahvé.

Las hambrunas, como ha probado el economista indio Amartya Sen, son más probables en las autocracias. En Venezuela no se ha declarado una hambruna, pero existe consenso entre los investigadores de que hay una relación entre la crisis humanitaria y el desmantelamiento de la democracia. ¿Es el gobierno de Nicolás Maduro una dictadura? ¿Lo eran los gobiernos de Chávez? Unos gobiernos dicen que sí, otros que no, como pasa hasta con Cuba e incluso Arabia Saudita o Corea del Norte. Esta secuencia de hitos te permitirá responderte esas dos preguntas. Hugo Chávez y otros militares intentaron derrocar al gobierno, sin éxito, mediante dos intentos de golpes de Estado. Al salir de la cárcel lanzaron un movimiento político que los llevó al poder mediante elecciones. A partir de allí, con un apoyo popular fuerte pero variable, usaron la riqueza petrolera para hacerse de un Estado a su medida. Chávez ganó su última elección a finales de 2012, enfermo de cáncer. Falleció poco después y dejó un petroestado en bancarrota. Su heredero intensificó las peores prácticas de los gobiernos de Chávez ante la realidad que le tocó: permanecer en el poder sin el dinero y la popularidad del líder muerto. Fue declarado ganador de las elecciones de 2013; aplastó una ola de protestas en 2014; cuando la oposición ganó la mayoría en el Parlamento, la privó de sus atribuciones con un legislativo paralelo. Reprimió, con mucha más dureza, una gran revuelta popular en 2017. Se hizo reelegir de manera ilegítima en 2018, y ha sido capaz de mantener la alianza de militares, funcionarios y empresarios que lo sostienen. Para ello, su gobierno ha practicado de manera sistemática la persecución judicial y política, la censura y la violencia extrema a cargo de fuerzas policiales, militares y paramilitares. Es lo que han dicho, entre muchos otros, la misión internacional independiente de determinación de hechos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la Corte Penal Internacional, que inició una investigación sobre el régimen de Maduro por crímenes de lesa humanidad.

Desde el 28 de julio de 2024 tenemos otro fact para completar el cuadro: en las elecciones presidenciales de ese día, el candidato de la oposición, Edmundo González –el único que a última hora Maduro dejó competir– ganó con más del 70% de los votos. El Consejo Nacional Electoral anunció algo completamente distinto, pero la oposición publicó la mayoría de las actas impresas por las máquinas de votación, mediante una operación de vigilancia ciudadana que involucró a decenas de miles de voluntarios. Medios como El País y The New York Times, unos cuantos académicos y el Centro Carter, que había sido aceptado como observador de los comicios, determinaron que los datos publicados por la oposición son confiables y que Maduro cometió un fraude electoral tan único en este siglo como el desastre económico del que quieren desprenderse quienes votaron contra él.

Esos son hechos de partida que te ponen la cabeza a volar si te atreves a meditar sobre sus magnitudes, sus ramificaciones. Hay muchos más, claro, pero ahí tenemos los rasgos esenciales que debes conocer de entrada si quieres comprender Venezuela. Porque eso no es un país, digamos, “normal”, ni siquiera en el contexto latinoamericano, ni siquiera ante lo poco que significa ya “normalidad” en estos tiempos. Así que si vamos a tener una conversación racional, productiva, útil, debemos primero poner sobre la mesa los hechos que explican por qué Venezuela ha estado siendo evacuada si en teoría, como dice un cliché, “flota sobre un mar de petróleo”.

Pero los reportes, que son cada vez más abundantes y que pueden ser muy enjundiosos, no alcanzan tampoco a describirlo todo. De la misma manera en que los episodios estelares de la saga, como la tragedia de Vargas en 1999, la crisis política de 2002 o el apagón de 2019, tampoco abarcan toda la historia, aun cuando cada uno de ellos contiene su propio laberinto de mitos, acertijos, héroes, villanos y símbolos.

Además de las investigaciones de los especialistas, la resignificación de “Venezuela” se entiende a través de grandes historias sobre las decisiones que tomaron diversos individuos. Algunas se han contado en otros libros. Como la de la jueza que liberó a un empresario al que el gobierno quería condenar y fue encarcelada, sometida a una violación sistemática de sus derechos civiles, y terminó con cáncer a causa del abuso sexual que sufrió en prisión a manos de un custodio. O la del agricultor que hizo una huelga de hambre para que le devolvieran las tierras que el Estado le había quitado, y sucumbió a ella mientras el gobierno, lejos de ceder, lo declaraba loco. Otras no se han contado bien todavía, como la del director de orquesta más famoso del mundo, que alzó la batuta para hacer música en momentos en que hubiera sido mejor hacer silencio, y la diosa de la pista de atletismo que abraza a un general investigado por sentarse en la cima de la cadena de mando que condujo la orden de perpetrar crímenes atroces.

Han pasado tantas, tantas cosas, que esas vidas, y muchas, demasiadas muertes, empiezan a confundirse entre sí. Los personajes entran en las escenas que no les tocan. Nos enredamos con el orden de los acontecimientos. Hemos comenzado a recordarlo todo mal, balbuciendo incoherencias como si estuviéramos soñando nuestra historia reciente como nación en una siesta pegajosa.

Ojalá no olvidemos esos otros lados, menos visibles, más opacos, del poliedro de significados dentro de la palabra Venezuela. Eso que no se puede cuantificar, que no cabe en el gráfico de un artículo académico, y que es elusivo, resbaladizo hasta para los cronistas más hábiles. Momentos que no solo nos han marcado, sino que –como expresiones de ese otro país en que se transformó el nuestro– nos han hecho otras personas. Las cosas que a veces ni queremos relatar ante la gente que nos rodea, ni siquiera cuando se han ido a dormir los niños. Ciertos síntomas de la gran enfermedad que nos consumiría, puntas de un iceberg de hielo sucio escorando hacia nuestro crucero nocturno; momentos casi inverosímiles que daban una idea de todo lo que podía estar pasando en el país para que fueran posibles.

Periodista y escritor venezolano (Caracas, 1973) radicado en Montreal, Canadá; es editor jefe de Caracas Chronicles