En estos días, Lucía, mi hija, está a punto de cumplir los 13 años. Escucha heavy metal (“Metal gótico escucho, papá”) y mira series de adolescentes con los más variopintos problemas y traumas. Pero en otra época ella fue más chiquita, y como casi todos los niños, adoraba los dibujos animados. Uno de sus preferidos era un corto de Mickey, del año del ñaupa, en el que el célebre ratón visitaba el zoológico y, por una serie de distracciones y sin darse cuenta, se llevaba una foca en su mochila. La cosa es que el simpático animalito terminaba metiéndose en la bañadera llena del roedor, que se demoraba una eternidad en percibir su presencia.

Me acordé de este dibujo hace pocos días cuando leí un libro sobre la vida de escritores en Buenos Aires. Es que hubo un ilustre autor francés que vivió en esta ciudad entre los años 1929 y 1931 y que, para no sentirse solo en una urbe ajena, había traído un cachorro de foca a su departamento y lo tenía en la bañera, cuya agua mantenía gélida a través del uso de barras de hielo.

El autor en cuestión es nada menos que Antoine de Saint-Exupéry, el francés que conquistó al mundo con El Principito y que vivió unos cuántos meses en el departamento 605, en el sexto piso del edificio de la Galería Güemes, la elegantísima construcción porteña que tiene uno de sus accesos por la calle Florida 165.

Antoine de Saint-Exupéry trabajó como mensajero para una compañía de correspondencia francesa en la Patagonia argentina entre los años 1929 y 1931 y en ese tiempo, parte de su estadía la realizó en un deptamento en el sexto piso de la Galería Güemes, en Buenos Aires

El origen de la insólita mascota del escritor tiene que ver con el otro oficio de Saint-Exupéry: era piloto de avión. Lo habían enviado a la Argentina de la empresa Aeropostal para llevar correspondencia en la Patagonia, casi siempre en vuelos nocturnos. El dato puede ser conocido, pero no por eso menos exótico: en uno de sus viajes al sur recogió a la mencionada foca y la instaló en su domicilio.

Dicen incluso que cuando él viajaba dejaba a una señora encargada de llevarle pescado al pequeño mamífero. Pero también se cuenta que los vecinos se quejaban por la presencia del animal. Específicamente, por los olores que salían de ese baño. Porque, parafraseando al propio Exupéry, el hedor es invisible a los ojos, pero lo mismo existe.

No hay constancia de que al hombre que creó el asteroide B612 lo afectaran los reclamos de sus concordados. Pero de lo que sí hay registros es de que a este visitante, y esto puede dañar algún orgullo porteño, no le gustaba nada la ciudad de Buenos Aires. Alvaro Abós, en su libro Al pie de la letra, transcribe una de las cartas que el joven francés enviaba a su madre, donde trataba a la ciudad de “lúgubre” o de “pastel mal cocido”.

Placa que recuerda la estancia de Antoine de Saint-Exupéry en la Galería Güemes

Dejando en un rincón la ternura que le conocimos con El Principito, el aviador escribe: “Detesto tanto la Argentina, y sobre todo Buenos Aires (…), una enorme ciudad de cemento. Me pregunto cómo puede penetrar la primavera a través de estos millones de metros cúbicos de cemento”.

Antes de estallar en un insulto contra Saint-Exupery, querido lector, es necesario hacer un par de aclaraciones. La primera, que el malhumorado francés, por su profesión, era amante de los espacios abiertos, y no se sentía cómodo en las grandes ciudades. De hecho, Abós añade que tampoco le agradaba París. Y la segunda es que, con el tiempo, su impresión cambió. “Finalmente, llegué a sentirme como en casa en la Argentina”, le escribe también a su mamá unos meses después de sus furibundas misivas antiporteñas.

Consuelo Suncín conoció a Antoine de Saint-Exupéry en Buenos Aires y fue un gran amor en la vida del escritor

Y para concluir con buenas vibras –como decimos ahora- la historia de la estadía de Saint-Ex en Buenos Aires, basta decir que el hombre que supo ver un elefante dentro de una boa escribió aquí uno de sus libros más maravillosos: Vuelo nocturno, basado en su experiencia surcando los estrellados cielos patagónicos. Y también, que conoció en esta ciudad a uno de los amores de su vida, la artista salvadoreña Consuelo Suncín. Se cree que esta mujer fue quien inspiró la frágil y encantadora rosa de El Principito. Así se puede concluir que la estada del bueno de Antoine en el país tuvo más rosas que espinas.