No resulta tan evidente cuál es la distinción entre bares y cafés. En los segundos –podría decirse en busca de una definición– todo gira primariamente alrededor de los pocillos. La comida es secundaria. También hay algo que distingue a los cafés. El cliente puede pasar horas en ellos con el simple truco de pedir de manera periódica una consumición, ya sea una tacita del oscuro brebaje o un cortado.
El Caffè Stella Polare provoca la ilusión de que en cualquier momento podría aparecerse Joyce
O así era. Ese hábito parece haberse ido en gran medida erosionando como coletazo de la pandemia o por simples cuestiones generacionales. Lejos quedaron, al menos en mi caso, aquellas maratones de lectura solitaria en la Giralda, apoyado contra los mosaicos blancos de las paredes mientras el tiempo pasaba y pasaba. Más tarde o temprano, siempre terminaba por aparecer algún conocido, salido de ese río vertiginoso que era la avenida Corrientes. La Giralda todavía existe, pero más parecida a un restaurant (algo para lo que no calificaba entonces). Si se quería más tráfico humano convenía La Paz (ya desaparecido), con su mantelería (también la tenía El Foro). Al estar abierto toda la noche, su fauna era más variada. Esa clase de bohemia se daba mejor, entre amigos y conversaciones, en La Academia, sin que hayamos hecho nunca uso de las mesas de billar de atrás. El Tortoni –el más histórico, casi una pieza de museo en su belleza– era solo para acontecimientos especiales.
Por esa costumbre pérdida –y porque cerca siempre hay alguna librería– es que de paso por alguna ciudad ajena me queda el tic de instalarme en plan perezoso en alguno de sus bares, notables o no tanto. En Lima, es el café Haití, de Miraflores. Río tiene la confitería Colombo (histórica, pero demasiado céntrica y a contramano), aunque siempre hay cafetines si se los sabe buscar. París tiene la prosapia intelectual de Les Deux Magots (con los cargosos fantasmas de Sartre y Simone de Beauvoir), pero me tienta más el Café de Flore (porque su espectro es el de Roland Barthes, que se sentaba en sus mesas a tomar notas). El palaciego Central de Viena, al que Thomas Bernhard iba a leer los diarios, es imponente y para algunos el sine qua non de estos establecimientos.
Sin embargo, los inventores de los cafés fueron los venecianos. El Florián, el más viejo del mundo (es de 1720), está sobre la Piazza San Marco, con sus mesitas marmoladas, aunque también tienen encanto para el bolsillo los de a pie, semiocultos en algún callejón vacío.
Pero quizá conviene trasladarse a Trieste, del otro lado del Adriático, para encontrar la mayor densidad de cafés impostergables. La culpa la tiene la doble influencia véneta y germánica (ya que hasta el fin de la Primera Guerra Mundial la ciudad fue parte del imperio austrohúngaro). El escritor Claudio Magris, triestino de ley, hizo mucho para darle estatura de mito al Caffè San Marco, lugar de poetas e intelectuales. Tiene una amplia superficie, techos altísimos, estantes detrás del mostrador con sinuosidades barrocas y en la actualidad –para aprovechar su fama– una librería que se extiende por su ala izquierda. Más selecto y céntrico es el Caffè degli Specchi –repleto como indica su nombre, de espejos– donde pasaba el rato observando a los demás Richard Burton, el famoso aventurero inglés que murió en Trieste como cónsul. De elegir me quedó igual con el más vulgar, el más de paso. El Stella Polare consiste en unas pocas mesitas. Era el lugar al que iba James Joyce a tomar, no café, sino clarete –su vino preferido– después de dar clases de inglés en la escuela Berlitz, que estaba a la vuelta de la esquina. El edificio todavía existe, aunque reconvertido en la tienda de una marca de ropa española.
Esa cercanía y la intimidad del Stella Polare provocan la ilusión –por eso la predilección– de que, saltándose los tiempos, el irlandés se va a aparecer como si nada de un momento a otro. Pero eso no es culpa del café, sino del spritz, la combinación insignia de la zona.