Tuve en la secundaria un profesor de filosofía maravilloso. Una vez discutimos en clase un problema en apariencia irresoluble: ¿está el mundo constituido de acuerdo a un patrón matemático intrínseco o las matemáticas son solo una creación humana que sirve para reducirlo a cierto orden? Me acordé de mi profesor mientras leía una serie de libros relacionados con la revolución cuántica, uno de cuyos hitos se da en 1925, cuando el físico teórico alemán Werner Heisenberg se refugia en la desolada isla de Helgoland, en el Mar del Norte, con el fin de encontrar la fórmula que confirmara las teorías del danés Niels Bohr acerca del átomo. Para eso no necesitaba un laboratorio sofisticado ni microscopios de alta complejidad, sino una pizarra y la más absoluta soledad. Esta gente desculaba el secreto del mundo no mediante la observación, sino a través del despliegue de impenetrables cálculos matemáticos.
“Eran más o menos las tres de la madrugada cuando tuve ante mí el resultado final de mis cálculos”, escribe en sus diarios Heisenberg, entonces un joven de 23 años. “Tenía la sensación de que a través de la superficie de los fenómenos estaba contemplando un interior de extraña belleza. Me aturdía pensar que iba a tener que investigar entonces la nueva riqueza de estructura matemática que la naturaleza tan generosamente desplegaba ante mí”. Ya Galileo había escrito: “No hay emoción como la de vislumbrar la ley matemática detrás del desorden de las apariencias”.
Heisenberg había dado con “el principio de incertidumbre”, basado en lo que ocurre dentro del átomo, donde el electrón puede actuar de distintas maneras, ser partícula u onda, comportamiento en el que incide la mirada del observador. Esta reescritura de la gramática del mundo, completada por matemáticos y físicos que orbitaban alrededor de Bohr, y tributaria de las ideas de Einstein, sería la base de hallazgos que marcarán a fuego el siglo XX (la bomba atómica) y el siglo XXI (la inteligencia artificial).
El genio y la locura convivían en John von Neumann, personaje fascinante que en los años 50 soñó con dar vida a la computadora y fusionarla con la mente humana
Durante la Segunda Guerra Mundial, las potencias en lucha intentan reclutar a estas mentes brillantes para usar su conocimiento del átomo en la construcción de la bomba. Hitler busca a Heisenberg. Un comando inglés rescata a Bohr y lo saca de la Dinamarca ocupada por el ejército alemán. La película Oppenheimer recrea el modo en que Estados Unidos, en carrera con la Alemania nazi, llega a la bomba, que en agosto de 1945 matará a unos 200.000 seres humanos en Hiroshima y Nagasaki. “Con la creación de la bomba atómica, los físicos hemos conocido el pecado”, dirá un abrumado Oppenheimer, líder del Proyecto Manhattan, en 1950.
El proceso que va en línea directa de la bomba al desarrollo de las computadoras está muy bien recreado en la novela Maniac, de Benjamín Labatut. El protagonista es el húngaro John von Neumann, creador de las bases matemáticas de la mecánica cuántica y de la primera computadora moderna. El genio y la locura convivían en este personaje fascinante que en los años 50 soñó con dar vida a la máquina y fusionarla con la mente humana, anticipándose a las ideas del actual transhumanismo.
Lo primero ocurrió. La novela de Labatut narra el momento en que la máquina decretó su autonomía. Fue el 10 de marzo de 2016, cuando Alpha Go, un programa de IA, vence en la segunda partida a Lee Sedol, campeón mundial de Go. El movimiento 37 fue impensable, nadie sabe de dónde salió, algo contrario a lo que dictan todos los manuales. Y desarmó a Sedol. “La jugada 37 es un emblema de la revolución de la IA por dos razones”, dice Yuval Noah Harari en su indispensable Nexus: demostró que la IA es ajena (no “piensa” como los humanos) e ininteligible (no sabemos cómo llega a sus conclusiones).
En Nexus, Harari advierte que la IA no es una herramienta, sino un agente. Es decir, actúa por las suyas. “Hemos creado una inteligencia ajena no consciente pero muy poderosa –escribe–. Si la manejamos mal, la IA podría extinguir no solo el dominio humano sobre la Tierra, sino la propia luz de la consciencia, y convertir el universo en un entorno de oscuridad absoluta. Es nuestra responsabilidad impedirlo”. Desarrolla los argumentos de semejante advertencia en más de 400 persuasivas páginas.
Leí la historia de Heisenberg en Helgoland, un libro de Carlo Rovelli. Allí, al explicar las paradojas de la cuántica, el físico teórico italiano desliza una idea hoy necesaria, con tanto megalómano suelto y en posiciones de poder. El observador es parte del sistema y lo modifica con su mirada. No existe el mundo visto desde afuera. Existen perspectivas. En todo caso, verdades parciales. Nadie puede proclamarse dueño de la verdad.
En Helgoland hay una cita de Niels Bohr que parece una respuesta a Heisenberg: “No hay un mundo cuántico. Solo hay una descripción cuántica abstracta. Es incorrecto pensar que la tarea de la física sea describir cómo es la Naturaleza. La física solo se ocupa de lo que podemos decir de la Naturaleza”.
¿Qué diría mi viejo profesor? No hay duda de que las matemáticas han moldeado el mundo actual, con sus maravillas y sus peligros. Pero el misterio perdura: el problema filosófico de mis días de secundaria sigue sin resolverse.