Si Franco Colidio hubiese asegurado su penal al otro costado de Guido Herrera, la alfombra estaría más gorda. Un resultado disimula lo sucio, una copa (incluso un engendro) alivia siempre. Pero el fútbol, aun siendo el deporte menos lógico porque tiene la mayor cantidad de variables posibles en cada acción, igualmente guarda coherencia. Los detalles inclinan hacia uno u otro lado la apreciación general. Sin sustento, más temprano que tarde la lógica aparece. No era normal que el miércoles River festejara. A esta altura del año, lo que le cabía era el replanteo.
Hasta la semana pasada, los resultados preocupaban menos que los rendimientos. La pérdida del invicto en el torneo y la derrota en la Supercopa Internacional ya dejaron en el mismo escalón a las formas y a las consecuencias. Además, incluso en 2024 con Marcelo Gallardo en el banco, cuando River jugaba bien, jugaba mejor que el resto. Hoy gana por alguna ráfaga o un reto en el entretiempo. Llegó a una marca históricamente negativa: siete goles en los primeros nueve partidos del año. Un número que no se tolera en la institución, no sólo en un equipo dirigido por quien lo dirige. No festejó ni una vez en los primeros tiempos. No convierte porque no llega, no porque sea una máquina de errar situaciones. El área es lava. Fútbol tántrico. Contra Talleres no marcó prácticamente ni de penal: se recordará por mucho tiempo a Franco Armani, primero con una sonrisa propia de quien conoce el mar y luego descorazonado, cuando sus compañeros le erraban al arco. El arquero revirtió su karma de no atajar penales y el equipo potenció el suyo. Un detalle: sin liga de todos contra todos, tiene la posibilidad de definir por esa vía todas las competencias que juegue en esta temporada.
Hablemos de fútbol. River no tiene sorpresa. Los pases son al pie. Eso lleva a que cada receptor pierda un tiempo. Avanza sin rumbo. O simplemente porque el arco está adelante. Y luego vuelve hacia atrás pese a que la primera página del manual de su entrenador es la verticalidad. El otro problema, visto como nunca en la eliminación de la Libertadores con Mineiro, es terminar las jugadas con centros. River es pase atrás al que llega, no la búsqueda aérea al 9.
Sin la pelota, concede. Desde Liverpool hasta la selección argentina, no hay equipo protagonista en el mundo entero que no sea molesto. River nunca es insoportable. Perdió esa esencia. Qué paradójico: el equipo de Gallardo no transmite. El hombre que más motivó y enorgulleció a los hinchas hoy no puede armar un equipo que atrape o por lo menos esperance.
Lo generacional influye. Lanzini, Pity Martínez y Nacho Fernández no tienen las características de mediocampistas agresivos. Pocas veces las fórmulas del pasado mejoran el futuro. A Enzo Pérez todavía se le ven condiciones, pero no todo el partido: se gasta a los 70 minutos de juego. Pezzella y Acuña involucionaron desde sus llegadas. Otros no ayudan. Simón y Colidio se mueven en puntas de pie. A Driussi lo apuraron tanto para saltar a la cancha que ya se desgarró. En los últimos días Borja habrá escuchado que juega para Deportivo Borja y, cuando el miércoles enfrentó al arquero, fue solidario por primera vez y se la dio a un compañero. Otra paradoja: los nombres no asustan a los rivales sino que los motivan.
Hablemos del técnico. Experto en tocar las fibras, no lo está logrando. Nadie se animará a sentenciar que ya no podrá. Pero empieza a pesar en su imagen la acumulación de un último flojo año en su primera etapa, el posterior tiempo sabático y la experiencia frustrante en Arabia. Gallardo se describió desenfocado al explicar por qué no subió a buscar la medalla en Paraguay, luego de los penales contra Talleres. Es un buen término para definirlo en general: no acierta el foco. Ante todo tendrá que reencontrarse, volver a afilar el colmillo. Luego necesitará buscar frescura en los futbolistas que elija y tomar decisiones que derramen la exigencia. La trayectoria no basta para bancar la titularidad. El gusto personal, tampoco. Así como noventa minutos en buen nivel en la Bombonera no pueden ser suficientes para renovar un contrato. El Gallardo de siempre hubiese exigido más.
Los tropiezos de un número uno siempre generan más ruido que los del resto. Porque estuvo más arriba y porque otros aprovechan para lanzar los dardos contenidos. El entrenador de River, que en realidad está por encima de su cargo en el club, es el primero en saberlo. Convive con esa exigencia, nunca estuvo incómodo ocupando la centralidad. En Asunción se lo vio tenso durante el partido, necesitado de una buena noticia en la definición por penales y golpeado en la conferencia. A cualquier le pesaría la incomodidad de lo que cuesta volver a ser. Al antes impenetrable Gallardo le está pesando. El hincha, en tanto, debe estar atravesando la disyuntiva entre la gratitud y el análisis. Lo que pasó no se olvida; lo que sucede no se entiende. La lucha contra la nostalgia por ahora es desigual.