WASHINGTON.- Después de dejar en claro durante cinco semanas que estaba decidido a descartar las fuentes tradicionales del poderío de Estados Unidos —sus alianzas con democracias afines— y a retrotraer el país a una era de negociaciones a lo bruto entre superpotencias, el presidente Donald Trump había dejado una pregunta pendiente: ¿hasta qué punto estaba dispuesto a sacrificar a Ucrania en el altar de su visión de futuro?
Y la respuesta llegó con el increíble enfrentamiento escenificado frente a las cámaras en el Salón Oval el viernes por la tarde.
Cuando Trump amonestó al presidente Volodimir Zelensky diciéndole que no tenía “las cartas” necesarias para lidiar con el mandatario ruso, Vladimir Putin, y cuando el vicepresidente norteamericano JD Vance increpó al líder ucraniano tildándolo de “irrespetuoso y desagradecido”, quedó claro que la cooperación bélica de estos tres años entre Estados Unidos y Kiev estaba hecha añicos.
Resta saber si tiene arreglo, si los pedazos pueden pegarse con un acuerdo por el que Ucrania le entregue a Estados Unidos los ingresos que obtiene por sus recursos minerales, la razón más ostensible de la reunión del viernes.
Pero la verdad más amplia es que los virulentos intercambios que vieron no solo las pasmadas audiencias de Estados Unidos y Europa, sino también Putin y sus colaboradores del Kremlin, dejaron en evidencia que para Trump, Ucrania es un obstáculo para un proyecto que considera de una importancia aún más vital.
Lo que Trump realmente quiere, dijo un funcionario europeo esta semana, antes del estallido, es una normalización de las relaciones con Rusia. Y si lograrlo implica rescribir la historia de invasión ilegal rusa, abandonar las investigaciones sobre los crímenes de guerra de los rusos de los últimos tres años, y negarse a darle a Ucrania garantías de seguridad a largo plazo, entonces Trump ha dejado en claro que está dispuesto a hacerlo.
Para cualquiera que estuviera prestando atención el objetivo era claro: esperar calladitos hasta que Zelensky llegara a su infausta visita a Washington.
En una entrevista con la agencia Breitbart News, el secretario de Estado norteamericano, Marco Rubio —otrora gran defensor de la integridad territorial de Ucrania y hoy un converso sumado al juego de poder de Trump— dejó en claro que ya era tiempo de pasar a otra cosa, en función del interés de establecer una relación triangular entre Estados Unidos, Rusia y China.
“Con los rusos vamos a tener nuestros desacuerdos, pero necesitamos relacionarnos con ambos países”, dijo Rubio, evitando cuidadosamente cualquier palabra que pudiera sugerir que Rusia era el agresor o que se corría el riesgo de que si Putin no era castigado por su ataque a Ucrania, a continuación podría apuntarle a un país de la OTAN.
“Estamos hablando de países enormes y poderosos con arsenales nucleares, con capacidad de proyectar su poderío a nivel global”, dijo Rubio en referencia a Rusia y China. “Creo que hemos perdido la noción de cordura y madurez en nuestras relaciones diplomáticas”.
Trump nunca ocultó que, para él, el sistema internacional creado por Washington en la Segunda Posguerra se fue comiendo el poder de Estados Unidos.
Por encima de todo, ese sistema premiaba a los aliados comprometidos con el capitalismo democrático, incluso si esas alianzas tenían un costo para los consumidores norteamericanos. Era un sistema que buscaba evitar los abusos de poder a través de la observancia de la legislación internacional, y donde el respeto de las fronteras establecidas era un objetivo en sí mismo.
Para Trump, ese sistema les dio poder de presión sobre Estados Unidos a países más pequeños y menos poderosos, y los norteamericanos tenían que pagar demasiado por defender a sus aliados y fomentar su prosperidad.
Mientras sus predecesores, tanto demócratas como republicanos, insistían en que las alianzas con Europa y Asia eran el mayor multiplicador del poderío de Estados Unidos, pues mantenían la paz y permitían el florecimiento del comercio, Trump las veía como una hemorragia imparable. En la campaña presidencial de 2016, preguntó repetidamente por qué Estados Unidos debía defender a países que tienen superávits comerciales con Estados Unidos.
En las cinco semanas transcurridas desde su regreso a la Casa Blanca, Trump empezó a implementar un plan para destruir ese sistema. Eso explica su reclamo de que Dinamarca ceda el control de Groenlandia a Estados Unidos y de que Panamá devuelva un canal que construyeron los norteamericanos. Y cuando le preguntaron cómo podía apropiarse de territorio soberano en Gaza para reurbanizarlo como parte de su plan de una “Riviera del Medio Oriente”, respondió: “Bajo la autoridad de Estados Unidos”.
Señales
Pero el caso de Ucrania siempre fue más complicado. Hace apenas 26 meses, Zelensky fue agasajado en Washington como un luchador por la democracia, fue invitado a dirigirse al plenario de ambas cámaras del Congreso, y fue aplaudido por demócratas y republicanos por igual por enfrentarse a la agresión flagrante de un enemigo asesino.
Trump y Vance ya venían dando señales desde hace meses de que para ellos el compromiso de Estados Unidos con la soberanía de Ucrania estaba terminado. Hace tres semanas, Trump le dijo a un entrevistador que Ucrania, una exrepública soviética que construyó estrechos vínculos con Europa Occidental y quería unirse a la OTAN, “algún día puede ser rusa”.
Para sorpresa de los aliados de Estados Unidos, hace dos semanas Vance participó de la Conferencia de Seguridad de Múnich y no dijo nada sobre asegurar que cualquier armisticio o alto el fuego en la guerra vendría acompañado de garantías de seguridad para Ucrania, ni que Rusia pagaría algún precio por su invasión.
En cambio, Vance pareció apoyar al creciente partido de extrema derecha en Alemania y sus contrapartes de toda Europa. Atrás quedó el discurso de la era Biden sobre apoyar a Ucrania “el tiempo que sea necesario” para disuadir a Rusia de cualquier intención de extender la guerra hacia al oeste.
Zelensky vio todo esto, por supuesto —él también estuvo en Múnich—, pero claramente no leyó la situación como lo hicieron sus partidarios europeos. Mientras que el presidente francés, Emmanuel Macron, y el primer ministro británico, Keir Starmer, que lo precedieron en su visita al Salón Oval, llegaron con elaborados planes para aplacar a Trump y explicarle que Europa estaba aumentando su gasto en defensa militar, Zelensky mordió el anzuelo, especialmente cuando Vance empezó a burlarse de los problemas de Ucrania para reclutar tropas.
Ahí Zelensky se puso combativo y le dijo a Trump que los océanos que separan a Rusia de Estados Unidos no lo protegerían para siempre. Entonces Trump alzó la voz y le espetó que se considerara afortunado si conseguía un alto el fuego, sugiriendo que cualquier condición que le impongan sería mejor que su inevitable derrota.
“Quiero ver garantías”, replicó Zelensky, y minutos después abandonó la Casa Blanca, sin comer el pollo asado con romero ni la crème brûlée preparada para el almuerzo, sin firmar el acuerdo sobre los recursos minerales, y con la capacidad de su país para defenderse de un nuevo intento ruso de derrocar al gobierno de Kiev en duda.
Casi de inmediato, el resto del mundo se replegó al rincón que le resulta más conocido.
Macron, del lado del líder ucraniano, instó a Occidente a agradecer a los ucranianos por ser la avanzada de la defensa de la libertad. A Macron se sumaron los inquietos europeos del este, encabezados por Polonia, Lituania y Letonia. A puertas cerradas, sin embargo, varios diplomáticos europeos opinaron que el daño podría ser irreparable.
Los rusos, por su lado, brindaron por su buena suerte. El expresidente Dmitri Medvedev le agradeció a Trump por “decirle la verdad en la cara” a Zelensky, y lo instó a suspender la ayuda restante de Estados Unidos.
Rubio fue uno de los primeros en felicitar al presidente por poner en su lugar a un hombre al que el secretario de Estado solía aplaudir como un “Churchill moderno en camiseta”.
“Gracias @POTUS por defender a Estados Unidos como ningún presidente ha tenido el coraje de hacerlo”, escribió Rubio en las redes sociales. “Gracias por poner a Estados Unidos primero”.
Repetir el eslogan favorito de Trump y hacer estallar un orden mundial es mucho más fácil, por supuesto, que crear uno nuevo. Hicieron falta décadas para establecer las reglas de interacción global de la Segunda Posguerra, y a pesar de todos sus defectos, el sistema logró su principal objetivo: evitar la guerra entre grandes potencias y fomentar la interdependencia económica.
Trump nunca ha explicado con qué piensa reemplazar esas reglas, más allá de decir que usaría el poder militar y económico de Estados Unidos para cerrar acuerdos, un argumento que básicamente considera que mantener la paz es tan simple como tejer acuerdos sobre minerales y pactos comerciales, tal vez con el agregado de algunas transacciones inmobiliarias.
Hay pocos antecedentes que permitan pensar que ese enfoque por sí solo funciona, especialmente cuando enfrente hay líderes autoritarios como Putin y el presidente chino, Xi Jinping, que siempre miran a largo plazo cuando tienen que tratar con democracias que a su parecer no tiene la constancia ni la voluntad necesarias para alcanzar objetivos difíciles.
Pero a juzgar por lo que vimos el viernes en el Salón Oval, Trump parece convencido de que mientras él esté al timón, el mundo se ordenará según sus designios por sí solo.
Por David E. Sanger
Traducción de Jaime Arrambide