En la aldea de Samut Songkhram, al oeste de Bangkok, las parteras palidecieron al ver lo que la madre les presentaba. Dos niños siameses, conectados por una banda de carne en el pecho, respiraban al unísono. El cordón umbilical, grueso como una soga, se había enroscado en ellos como si la naturaleza misma se negara a dejarlos partir como individuos separados. La madre, Nok, les dio los nombres de In y Jun. En la lengua de su pueblo, los sonidos eran suaves y flotaban en el aire como hojas sobre el río. Más tarde, los comerciantes británicos deformarían los nombres en un inglés torpe: Chang y Eng.

La infancia transcurrió entre mercados bulliciosos, templos silenciosos y el resplandor del agua cuando el sol se apagaba en el horizonte. Nok vendía huevos de pato preservados con arcilla y arroz, una labor que apenas permitía llenar el estómago de la familia. Ella nunca dudó de que sus hijos eran una bendición. Los llevaba al mercado con la cabeza en alto cuando aún eran pequeños, y ellos corrían de un puesto a otro con la destreza de cualquier otro niño, a pesar del puente de piel que los mantenía unidos.

Desde pequeños comprendieron que la mirada de los demás siempre los perseguiría. Primero en casa, entre parientes que murmuraban en las noches sobre los espíritus que debían haber intervenido en su gestación. Luego, en el pueblo, donde sus nombres se volvieron un susurro de asombro y temor. Aprendieron a moverse como uno solo. Lo que al principio fue torpeza, caídas y forcejeos en el suelo de tierra, pronto se convirtió en una danza natural: Chang inclinándose ligeramente hacia la derecha cuando Eng se giraba, Eng adaptando su paso cuando Chang se lanzaba hacia adelante.

Durante su infancia en Siam, enfrentaron supersticiones y rechazo. Fueron llevados a Occidente como espectáculo, pero desafiaron su destino

En el año 1824, cuando tenían trece años, un comerciante escocés llamado Robert Hunter llegó a la ciudad con los ojos afilados de quien ve oportunidades en cada rincón del mundo. Cuentan que los vio por primera vez en el río Mae Klong, deslizándose con la gracia de criaturas acuáticas, sus torsos emergiendo del agua como una única entidad. Según Muy Interesante, Hunter quedó fascinado por su aspecto inusual y pensó en las posibilidades comerciales de exhibirlos en Occidente.

Pero el rey de ese pueblo se negó a dejarles partir. La corte real los veía como una rareza que debía permanecer bajo su control. Solo cinco años después, en 1829, cuando la madre de los gemelos cedió a la presión económica y el capitán Abel Coffin entró en escena, se permitió su viaje. Daily Mail afirma que Nok recibió 500 dólares por ceder a sus hijos a Hunter y Coffin, mediante un contrato de 30 meses para trabajar en teatros, ferias de rarezas, museos.

La travesía hasta Boston fue una tormenta de incertidumbre. Las noches en el barco transcurrían entre el insomnio y las conversaciones en su idioma natal, palabras que se derramaban como un lazo que intentaba retener lo que pronto quedaría atrás. A bordo aprendieron las primeras palabras de inglés, una lengua que pronto dominarían con sorprendente rapidez. Llegaron a Estados Unidos con 17 años y un destino sellado: serían espectáculo, atracción, fenómeno.

Recorrieron el mundo bajo contratos abusivos, hasta que su inteligencia les permitió liberarse

El siglo XIX en América era un escenario de maravillas y horrores. La sociedad puritana encontraba su entretenimiento en lo grotesco, en lo que se desviaba de la norma. Chang y Eng fueron exhibidos como “Los Gemelos Chinos” y sometidos a la inspección de médicos y espectadores que deseaban verificar con sus propios ojos que eran reales. Fueron obligados a desnudarse sobre el escenario para despejar cualquier duda sobre su unión. Algunos se acercaban y tocaban la carne que los unía, como si fuesen objetos de feria. Eran tratados como esclavos, aunque legalmente no lo fueran, afirma Yunte Huang en su libro Inseparables.

Durante cuatro años, viajaron por Estados Unidos y Europa, conociendo un mundo vasto que se desplegaba ante ellos con promesas de dinero y humillación. Pero eran inteligentes. No eran simples figuras pasivas en manos de sus explotadores. Al cumplir 21 años, los gemelos rescindieron su contrato y comenzaron a gestionar su propio espectáculo, quedándose con las ganancias.

Durante siete años se presentaron en salas de teatro, respondiendo preguntas de un público que no podía concebir su existencia fuera de la exhibición. Cuando reunieron suficiente dinero, se retiraron. Compraron tierras en Carolina del Norte, en Mount Airy, y tomaron el apellido Bunker. Daily Mail detalla que, al obtener la ciudadanía estadounidense, adoptaron el nombre de familia de un hombre que estaba delante de ellos en la fila de la oficina de naturalización.

Explorados por médicos y observados por multitudes, fueron considerados un fenómeno en su tiempo. A pesar de la discriminación, lograron amasar una fortuna y establecerse en los Estados Unidos

El sur de Estados Unidos les ofreció aceptación, pero a un precio. Según La Vanguardia, al ser considerados “blancos honorarios” por su dinero y fama, adquirieron esclavos para trabajar en su propiedad. De ser exhibidos como fenómenos, pasaron a ser propietarios de personas. En la guerra civil, sus hijos lucharon por la Confederación. La contradicción de su vida se ensanchaba con cada año que pasaba.

La sociedad no los veía como hombres comunes, y eso se hizo evidente cuando se casaron con las hermanas Sarah y Adelaide Yates. Este matrimonio fue un escándalo, ya que rompía las leyes antimestizaje del sur. Tuvieron 21 hijos entre los dos. Para compartir su vida con sus esposas, establecieron un sistema: vivían tres días en una, luego cambiaban.

Las noches en la casa de los Bunker eran silenciosas. A pesar del ruido de los niños, del murmullo del viento entre los árboles, en su dormitorio el tiempo parecía suspenderse. Eng se retiraba mentalmente cuando Chang estaba con su esposa, y viceversa.

Estos dos gemelos siameses tuvieron alrededor de 21 hijos

El final llegó como una sombra que se arrastra lentamente. Chang cayó en el alcoholismo y sufrió un derrame cerebral, quedando parcialmente paralizado. Eng tuvo que cargar con el peso de su hermano enfermo, su pierna inmóvil envuelta en un cabestrillo. Daily Mail dice que Chang se enfermó gravemente una noche y murió en la madrugada del 17 de enero de 1874. Cuando Eng despertó y sintió el cuerpo sin vida a su lado, el horror lo paralizó. Gritó por ayuda, pero ya era tarde.

Horas después, Eng también murió. La causa exacta de su muerte es incierta. Algunos médicos creen que falleció por el shock de estar atado a un cadáver, otros sugieren que su circulación colapsó al no recibir sangre de su hermano.

El mundo no los dejó en paz, ni siquiera después de la muerte. Fueron examinados como lo habían sido en vida. La autopsia reveló que su hígado estaba conectado, lo que habría complicado una cirugía de separación en su tiempo. Su hígado sigue en exhibición en el Museo Mütter de Filadelfia.

La historia de los Bunker no es solo la de dos hombres unidos por la carne. Es la historia de la humanidad enfrentando lo desconocido con fascinación y crueldad. Cada año, sus descendientes se reúnen en Mount Airy. Más de 1.500 personas llevan su sangre. Pero su legado va más allá del parentesco. Siguen presentes en la palabra que el mundo entero utiliza hasta hoy: siameses.