“Mamá, no sabés: me puse un vestido divino y la cruz de Christina. Te mando una foto”.
Desde la terraza del edificio de Recoleta en el que vive y en un día agobiante que le recuerda aquel calor que hizo en Grecia, en julio de 2024, Tweety Dodero (42) escribe el mensaje por WhatsApp y se queda mirando el celular, esperando la respuesta de su madre, Marina Tchomlekdjoglou, más conocida como Marina Dodero –su apellido de casada–… o como “Marina, la gran amiga argentina de Christina Onassis”, la única heredera del legendario multimillonario Aristóteles Onassis. Desde hace años, Marina no vive en la Argentina: está instalada en su casa cerca de la Acrópolis, en Atenas, Grecia, la tierra de los filósofos y de la arquitectura, del mar salpicado de islas con casitas de puertas azules y pisos de laja, el mágico hilo rojo que la unió hace años con Christina Onassis y que continúa hasta hoy, envolviendo a sus descendientes. “Mamá está feliz: a ella le encanta homenajear su amiga”, asegura a ¡HOLA! Argentina Tweety, que es la segunda hija que Marina tuvo con Alberto Dodero [la primogénita es Carminne, quien es seis años mayor] y la ahijada de Christina Onassis. Y algo más. Tweety no se llama Tweety [el apodo nació en su infancia, a partir de que le decían “Sweety-sweety”], sino Cristina, pero sin hache: cuando nació, en 1982, el Registro Civil argentino no permitía las “Christinas” con hache.
–Según se dice, cuando se enteró de que Marina, tu mamá, estaba embarazada, Christina decretó que llevarías su nombre y que ella sería tu madrina. Tu bautismo, en París y bajo el rito ortodoxo, fue todo un acontecimiento: Christina te había regalado un modelo de seda y puntillas by Baby Dior [sólo había dos en el mundo] y una cruz de brillantes diseñada por Vourakis, el joyero más famoso de Grecia…
–La idea de que era una relación despareja no es para nada real: me parece injusto que, habiendo tantas cosas lindas para contar de esa amistad, se sugiera otra cosa. Me duele. Soy consciente de que estamos hablando de la mujer más rica del mundo de ese momento. Sin embargo, mamá nun – ca ha sido una persona manipulable: no hubiera soportado nunca tener una amiga tan controladora. Tampoco es verdad que Christina haya tenido celos de papá cuando se puso de novio con mi mamá: los tres eran muy amigos y los planes que hacían juntos eran verdaderos programones. A mí me fascina el nombre que tengo: también me llamo Mosha y Adela, tal como mi abuela materna y una tía de papá. Y me gusta el vínculo que mamá y Christina tuvieron. La amistad es uno de los grandes pilares de mi vida. Además de diseñar vestidos de novia, amo escribir. Mi plan es hacer un libro contando la historia según como yo la viví.
–¿Y qué contarías?
–Cuando cuente la historia, empezaría, sin dudas, con el momento en el que ellas se conocieron, en Punta del Este, en 1966: tenían casi 15 años y eran superinocentes las dos. A lo largo de los años, tuvieron idas y venidas, como sucede en cualquier amistad: hablaban por teléfono todo el tiempo, viajaban juntas. A pesar de que yo tenía 6 años cuando Christina murió [el 19 de noviembre de 1988, en la casa de Tortugas Country Club de los Dodero], la recuerdo como una mujer sencilla y generosa y que amaba a Athina [la hija que tuvo con el empresario francés Thierry Roussel, su cuarto marido]. Sé de la relación que tenía con mamá y del amor que ella me dio a mí: cuando sos chico, no sos consciente de dónde estás, sino del amor que te dan. Eso es, para mí, lo importante: la riqueza puede simplificarte algunas cosas, pero no te hace diferente a nadie. La riqueza está en el alma. Yo me acuerdo cuando íbamos a esquiar a Saint-Moritz, o cuando se tiraba al mar en la Costa Azul con su hija Athina y conmigo –tenemos casi la misma edad–, cuando nos bañaba a las dos en una bañadera de Atenas con la canción “Voyage Voyage” de fondo.
–¿Qué heredaste de tus padres?
–Soy fan de mis padres. Muchas veces, me pellizco y digo: “Ay, ¿yo salí de estas dos personas? Papá era la persona más elegante del mundo; era cultísimo; amaba la historia, coleccionista y fanático del arte. Siento que heredé un poco de ese humor.
–¿Y de tu mamá?
–Heredé su fe. Y creo que tengo algo del estilo a la hora de vestir. Mamá siempre ha sido cancherísima. Hasta el día de hoy, en un minuto, se maquilla, se “tira” siete collares y ¡todo le queda divino y con gracia! Se bancó la quimioterapia [en marzo de 2020, a Marina le detectaron cáncer de mama] como una reina. Además de coqueta, es la persona más libre que conozco. Y si quiere algo, lo consigue.
–Tu mamá ha contado que, de chica, le hacían bullying por su ascendencia griega. ¿Te pasó lo mismo a vos?
–De chica, a ella le decían “come-choclo”, burlándose de su apellido, Tchomlekdjoglou. Yo no viví bullying por mi ascendencia griega, sino por una gran cicatriz que tengo en la cara: a los 7 años, me mordió un perro en el cachete. Me dieron más de 120 puntos. Me decían “scarface”. Durante bastante tiempo, lograba emparejar la boca, que me había quedado torcida, con ácido hialurónico. Pero dije basta: con tanto ácido hialurónico, que es acumulativo, ya no podía hablar de manera natural. En este momento de mi vida, elijo mostrarme tal como me quedó. Abrazo quien soy.
–¿Cómo empezaste a diseñar vestidos de novia?
–Por sugerencia de una amiga. “¿Por qué no venís a trabajar a lo de Fini [Reynal] y María [Duggan]?”, me dijo. Y me fui enamorando de lo que hacía: me encantaba descubrir qué género le iba a cada novia y cuál no; era como si las telas estuvieran esperando a su dueña. De chica, yo era quien vestía a mis amigas, las que les prestaba ropa, les daba tips. Siempre estuve vinculada con el mundo textil: cuando mis abuelos maternos, Stelios y Mosha Tchomlekdjoglou, vinieron en los 50 a la Argentina desde Grecia, abrieron una de las textiles más importantes de zona oeste: yo amaba ir a Castelar y ver cómo los hilos se iban juntando para formar las telas. Cuando diseño, lo dejo todo: entablo muy buen vínculo con las novias y sus familias… ¡hasta me invitan a sus bodas!
–Para tu casamiento [en 2014, con el abogado Víctor San Miguel Sepúlveda], diseñaste tu propio vestido y, además, le sumaste el toque griego: la tiara Embiricos, una pieza que era de tu abuela Mosha, hija del armador George Embiricos. ¿Cómo fue tu vínculo con las tradiciones griegas?
–Fui criada en una casa que seguía todas las tradiciones… Nuestro tío Oro [el empresario, hermano de Marina, se llamaba Giorgios, pero Christina Onassis, con quien iba a casarse, lo llamaba “Oro”] era, en ese momento, presidente de la Comunidad Helénica en Buenos Aires. Soy católica y, además, fui bautizada con los rituales de la Iglesia ortodoxa. Hablo griego. Había ojitos [los amuletos protectores] por todos lados en mi casa. En Pascua, rompía huevos rojos y cortábamos pita por la celebración del Día de los Tres Jerarcas. Pero, de chica, no me identificaba con lo griego, con los griegos.
–¿Y cómo son los griegos?
–Lo descubrís no bien llegás al aeropuerto: ves un grupo de gente que parece estar matándose, en realidad, están hablando de fútbol… ¡y son del mismo equipo! Como en la película Mi gran casamiento griego, creen que ellos lo inventaron todo. Son alegres y, si bien se permiten la tristeza, la relativizan. Son muy cabuleros y tienen la autoestima muy alta. También son muy intensos. [Se ríe].
–¿Pasó algo en particular que te hizo cambiar tu mirada? Porque a la terraza del edificio en el que vivís y en donde tenés tu atelier la ambientaste estilo griego. Y hasta tenés una colección de vestidos inspirada en Grecia [la campaña la hizo Zuzu Coudeu].
–Amo mi parte griega; amo mis orígenes. Voy a Grecia desde que nací, pero hubo viajes que fueron bisagra para mí. Uno, que hice a los 21 con una amiga: fui al Partenón y me conmoví como nunca antes. “Esto no es tan normal”, recuerdo haber pensado. Y otro viaje clave fue cuando fui a la isla de Egina, para visitar a San Nectario, mi santo. Creo en la Virgen, en la astrología… tengo un panteón generoso. Ahora, por ejemplo, junto con Dasha [la marca de accesorios] estoy haciendo una cápsula con virgencitas que se llama “Flores para la Virgen”. Tanto mi parte creyente como mi espíritu de Celestina son muy griegos: ellos andan siempre buscando hacerte match. Yo soy igual: me encanta armar parejas. Cuando era chiquita, yo creía que no me iba a enamorar y le prendía velas a San Nectario: en Grecia, uno prende velas para todo: para la salud, para que tu gente esté bien, para el amor…
–¡Y conseguiste amor!
–El día menos pensado, conocí a Víctor. Definitivamente, él se enganchó con mis pilas; mi suegra dice que lo hago reír, que lo despeino un poco. La verdad es que no tengo problemas en decir que él no se enamoró al toque de mí: en verdad, fui yo quien lo encaró. [Se ríe]. Cuando uno quiere algo, debe salir a buscarlo. Víctor es un amor: me banca con mis sueños… Tengo un montón de sueños.
–Con tu marido tuviste dos hijos: Fucsia (8) y Silvestre (2).
–Me esfuerzo para que mis hijos sean libres, siguiendo el modelo con el cual mamá me crio. Siento que soy una madre compinche, aunque… también intensa. [Se ríe]. Cuando me dijeron que iba a tener una beba, el primer nombre que pensé fue Rosa. Pero un amigo, el pintor Manuel Larralde, me alentó: “¿Y si le ponés Fucsia, que es un color más intenso?”. Ella está feliz con su nombre.
–Y no hay Tweety sin Silvestre…
–Quería tener otro hijo, pero no fue fácil. Hice tratamientos de inse -minación [Tweety tuvo un embarazo ectópico y le sacaron una trompa de Falopio], pero no quedaba embarazada. El día que decidimos que no íbamos a insistir más, el test de embarazo me dio positivo. Cuando Silvestre cumplió 4 meses, mamá vino de Grecia para conocerlo.
–¿Preferirías que ella estuviera en Buenos Aires y no en Grecia?
–Creo que la gente tiene que ser feliz y ella es feliz allá.
–Hablaste de sueños hace un rato. Una persona cabulera como vos, ¿puede contar sus sueños?
–¡Tengo muchos! Desde que soy chica, sueño con estar en la televisión. Y con escribir. No sólo me gustaría contar lo que vi entre mamá y Christina. También querría plasmar Historias entre alfileres, las historias de amor que, a lo largo de estos años, me han ido confiando mis clientas durante el momento sagrado en el que se va gestando un vestido de novia; entre puntada y puntada, entre las paredes de mi atelier porteño con aires griego.