El lugar común, exagerado, se apoya en una sentencia nacida de la dificultad que ofrecen topografías, climas y estadios separados por miles de diferencias: las eliminatorias son más difíciles que el mundial. Esta selección argentina, acostumbrada a imponer su probada jerarquía en cualquier latitud, de pronto le da sentido circunstancial a ese apotegma: la derrota en Asunción se hilvana con otra en Barranquilla y un empate en Maturín en sus tres últimas excursiones por Sudamérica. ¿Será que el trabajado 2-1 que Paraguay celebró de cara a su pueblo y en la de Messi descubre una luz de alarma? ¿O solo se trata de un pasaje, un alto en la huella victoriosa que este equipo se acostumbró a transitar? El liderazgo en las posiciones resulta un argumento a favor de no hacer demasiadas olas con la derrota frente a un equipo guerrero, peleón, digno de la estirpe resumida en dos centros y dos goles, uno de dibujitos animados -el primero- y otro igual a tantos en su historia -el de la victoria-. Pero a esta Argentina bañada en oro no le gusta verse así, derrotada con frecuencia. No habrá mejor estímulo para saltar el martes a la cancha en la Bombonera: el cierre del año en que se coronaron bicampeones de América necesita otra foto. Una que junte goles y triunfo, la que mejor representa estos años irrepetibles.
En su primer ataque profundo, Argentina había fabricado un hermoso gol, iniciado por la plasticidad de Enzo Fernández y completado por el elegante control y el remate cruzado de zurda de Lautaro Martínez. Fue una jugada rápida, pero sobre todo lucida, típica de un equipo armado alrededor de volantes que combinan la dinámica que exige el fútbol actual con la calidad técnica que no sabe de épocas: siempre es mejor que jueguen los buenos. Y Enzo Fernández, colocado en el eje por Scaloni una vez más, ratifica en la selección eso que en Chelsea se ve menos: es un extraordinario futbolista capaz de dar pinceladas así.
El mapa del partido estaba claro mucho antes de que el mediocre árbitro Daronco indicara su inicio: iba a ser un juego de estrategias entre la idea del verborrágico Gustavo Alfaro de no cederles espacios a los campeones del mundo y la persistencia del DT argentino de organizar a su equipo alrededor de la posesión de la pelota. La estadística, al cabo del primer tiempo, era bien gráfica: Argentina dispuso del balón el 75 por ciento del tiempo. A Paraguay no le incomodaba el ítem: su negocio, en la era de la TV en blanco y negro y ahora, siempre fue el juego directo. Entonces esperaba parapetado en su bloque defensivo, achicando metros entre sus líneas, con la premisa de salir cuando se pudiera vía la velocidad de Almirón y los desmarques de Antonio Sanabria.
Un par de escenas de esas transiciones rápidas se sucedieron incluso después del golazo de Sanabria -una chilena acrobática y visual- cuando Argentina intentaba avanzar con pases cortos y retomar el control del juego. Pero el fútbol no le fluía como al inicio. Una señal la daba Messi, corrido de la derecha al medio para tratar de incidir en el armado. Intrascendente Mac Allister, el capitán llegó a bajar hasta la altura de Romero y Otamendi en una jugada para tomar la pelota, una imagen que recordó los años malos, esos en los que se corría mucho de su mejor libreto, desesperado por encontrar soluciones.
El panorama para la selección empeoró en el amanecer del segundo tiempo, después de un tiro libre bien ejecutado por Diego Gómez -el mejor de la noche, al cabo- y mejor finalizado por Omar Alderete, que cabeceó con justeza para que la pelota se alejara de los brazos de Dibu Martínez y se colara en el arco. Un triple golpe: Alderete debió ser expulsado luego de una falta a Messi en el primer tiempo que hubiera merecido su segunda amonestación; el arquero argentino, que volvía luego de la suspensión, debía convivir con la sensación de buscar la pelota en el fondo del arco por segunda vez sin haber intervenido en el partido; y Argentina tenía que ir a remolque del resultado contra un equipo revitalizado por Alfaro, que siempre se ve más cómodo en la espera que en el ataque.
¿Qué hacer en ese trance? Paraguay se agazapó y amagó con la velocidad para rematar el asunto, mientras Argentina intentaba salir del impacto, luego de haber sufrido otro gol en las alturas -como ante Colombia en Barranquilla y Venezuela en Maturín, por citar ejemplos cercanos en el tiempo-. Scaloni buscó agitar el ataque con el ingreso de Alejandro Garnacho por un flojo Mac Allister: más electricidad, menos pausa. Los locales regalaron la posibilidad clara del empate, que De Paul malgastó, en una pérdida bien aprovechada por la conducción de Julián Álvarez y mal ejecutada por su compañero de Atlético de Madrid. Iban 23 minutos de un segundo tiempo a contramano y flotaba en el fervor del Defensores del Chaco que no iba a ser fácil dar con otra oportunidad así de clara. Y que los disciplinados paraguayos le iban a hacer honor hasta el final al nombre del estadio.
A esa altura de la noche, reclamar lucidez para recorrer el camino hasta el empate era una pretensión fuera de lugar. Casi como buscar una camiseta de Messi entre los hinchas locales, una prohibición de la dirigencia paraguaya tan enérgica como estúpida: ¿qué es lo malo de admirar al rival? ¿A qué buen lugar conduce negar al otro? Lejos de esas disquisiciones metafísicas, Argentina y su capitán hurgaron con energía en la defensa local, buscando por donde filtrar una pelota que devolviera el resultado a foja cero. Pero no hubo manera. Y, de pronto, la mejor selección del mundo volvió a verse en el espejo de la derrota, una sensación tan incómoda como inhabitual.