Si los feligreses de la fotografía tuvieran que elegir un dios, muy probablemente este sería Henri Cartier-Bresson, por la calidad y variedad de su trabajo y por su dilatada carrera. El francés Cartier-Bresson (Chanteloup-en-Brie, 1908-Montjustin, 2004) fue, como se le ha llamado, “el ojo del siglo XX”. Por el objetivo de su cámara Leica de 35 milímetros pasó desde la España de los años treinta al Mayo del 68 en París, y en ese camino, guerras, revoluciones, caídas de tiranos, ascensos de otros nuevos, los artistas, los intelectuales y la gente en la calle.
Cuando se han cumplido 20 años de su fallecimiento, el pasado 3 de agosto, el centro de fotografía KBr de Barcelona lo recuerda con una exposición que orbita su trayectoria. Son 240 imágenes, copias originales, porque Cartier-Bresson dejó estipulado que no se hicieran otras nuevas tras su fallecimiento.
La muestra, titulada “Henri Cartier-Bresson Watch! watch! watch!”, por una de sus frases (“Soy un hombre visual. Observo, observo y observo”), podrá disfrutarse hasta el 26 de enero de 2025. Está organizada por la Fundación Mapfre y el Bucerius Kunst Forum, museo de arte de Hamburgo, de donde ha venido, en colaboración con la Fundación Henri Cartier-Bresson de París.
Hechas las presentaciones, toca explicar por qué la obra de quien se definía como artesano, no como artista, es indisoluble de su gran ojo para captar “el instante decisivo”, del que es su paradigma la conocida imagen de 1932 llamada “Detrás de la estación Saint-Lazare”. En ella, un hombre, en realidad una sombra, salta sobre una zona inundada en la que se refleja en el agua. La expresión se originó cuando publicó su primer libro, de 1952, Images à la Sauvette (Imágenes a hurtadillas), con una preciosa cubierta diseñada por Henri Matisse, que en Estados Unidos se tituló The Decisive Moment. Esta publicación lo lanzó a la fama, aunque llevaba ya dos décadas de trabajo. Aquí una definición suya de lo que hacía: “Una fotografía es el reconocimiento simultáneo, en una fracción de segundo, del significado de un hecho y de una organización rigurosa de las formas percibidas visualmente que expresan ese hecho”.
La copia que abre la exposición es un autorretrato sui géneris, de 1933, en el que se ve un saco de dormir extendido del que asoma su pie derecho. No le gustaba que le fotografiasen, como mostró años después en una rueda de prensa en Nueva York, en la que, como recordaba el fotógrafo y teórico Manuel Falces, se dio la vuelta para que no le retratasen. En la muestra hay alguna imagen más de él con su cámara colgando del cuello, con la que se movía, como diría Truman Capote, “como una libélula excitada”.
Sus comienzos en la imagen fueron a través del surrealismo, vanguardia con la que contactó en los cafés de París, donde conoció a André Breton, Max Ernst o Salvador Dalí. Son fotos de motivos cotidianos que convertía en composiciones geométricas. Tras un viaje a África, decide dedicarse a la fotografía. Su amigo Robert Capa le animó a probar con el fotoperiodismo, que él convertiría en una labor humanista.
Su primer encargo le llegó para cubrir las elecciones generales de 1933 en España. Simpatizante de la República, están sus clásicas fotos, las de prostitutas y niños en Alicante, por ejemplo. En noviembre de ese año se celebró en el Ateneo madrileño su primera exposición en suelo español (sesenta años después, cuando vino por una muestra en el Museo Reina Sofía, le robaron una cámara y la cartera en el Retiro). También estuvo en México casi un año, donde aprendió a chapurrear el español.
Henri era de una adinerada familia de empresarios textiles, pero dado que en su juventud se alineó con el Partido Comunista de Francia, sintió pudor de clase y empezó firmando sus fotos ocultando su apellido compuesto, como Henri Cartier o H. Cartier. Con el tiempo sería el primer fotógrafo en ser conocido por sus iniciales, HCB. Su posición económica le había posibilitado probar en lo que le gustaba, la pintura, con clases en estudios de artistas, para poder desligarse del futuro que le esperaba, ocuparse de los negocios familiares.
En mayo de 1937 hizo un reportaje para el diario comunista Ce Soir sobre la coronación del rey inglés Jorge VI en Londres. Cartier-Bresson evitó las imágenes que se podían prever, las de la realeza, y prefirió una visión original y divertida, centrada en el público, en sus gestos y en los artilugios ópticos con los que intentaba ver la ceremonia.
Llamado a filas durante la Segunda Guerra Mundial, fue hecho prisionero por los alemanes a finales de junio de 1940 y enviado a un campo de prisioneros, un calvario de tres años hasta que al tercer intentó logró escapar en julio de 1943 para unirse a la Resistencia.
Cuando se le preguntaba, después de haber estado por todo el mundo, por su su viaje favorito, contestaba: “Mis tres fugas del campamento de prisioneros de guerra”.
De esos años es una de sus series más conocidas, la que tomó en un campo de desplazados en Dessau (Alemania) de una mujer descubierta como denunciante por una mujer a la que había denunciado. También retrató la liberación de París, unas imágenes de las que no recuperó los negativos hasta 25 años después, en una caja de galletas en casa de su madre tras su fallecimiento.
Fue después del conflicto bélico cuando, convencido por Robert Capa, se unió a la fundación en 1947 de la agencia Magnum, una cooperativa para que los fotógrafos pudieran producir sus propios trabajos y defender sus derechos como autores. La convertirían en referencia mundial del reportaje fotográfico. Ambos, junto a George Rodger, David Chim Seymour y William Vandivert pusieron 400 dólares cada uno y se repartieron el mundo. Cartier-Bresson decidió que quería fotografiar Asia, lo que le posibilitó retratar en enero de 1948 a Mahatma Gandhi horas antes de su asesinato, así como la ceremonia de incineración. También de ese año es su reportaje sobre la guerra civil en China, de la que surgiría la República Popular, con sus instantáneas del caos de la desintegración del anterior régimen.
Después llegaron sus reportajes sobre la Unión Soviética, criticado este por mostrar una mirada complaciente con el monstruo del comunismo; el de Berlín Este, un año después de la construcción del Muro, o la Cuba de Fidel Castro.
Cartier-Bresson hacía gala en muchas ocasiones de su sentido del humor fotográfico, como en la imagen de una joven cubana sentada en la calle con un rifle en su regazo delante de un escaparate que anunciaba el Día de los enamorados.
Con los años adoptó un sano escepticismo sobre su cometido: “No tengo ni un mensaje, ni una misión, […] tengo un punto de vista”. No obstante, el ser humano fue siempre el centro de su fotografía.
Colaborador de las revistas más importantes, se desplazó de un extremo a otro del mundo en un frenesí profesional: la segregación racial en Estados Unidos, con retratos de los líderes de la comunidad negra, como Malcolm X en un restaurante de Harlem en 1961, o Martin Luther King; la Italia neorrealista y las barricadas del Mayo del 68.
Cierra este viaje por su siglo XX las fotos de la primera manifestación feminista de Nueva York, en 1971. Una vez más desvió la mirada para retratar a tres tipos encorbatados con gafas de pasta y cara de no entender nada de lo que veían.
Poco después se distanció de Magnum, entre otras razones, porque las revistas habían impuesto el uso del color, que él hacía por pura obligación. Así que se retiró para volver a sus pasiones iniciales, las del dibujo y la pintura.
El final de esta magnífica exposición es una galería de sus retratos de la intelectualidad: como el célebre que hizo de Sartre, fumando este en pipa en el Pont des Arts de París; el de Giacometti protegiéndose de la lluvia con una gabardina, como si fuera una de sus figuras; Coco Chanel fumando desafiante, Arthur Miller… Es el inmenso legado de quien describía la fotografía como “un beso muy cálido”.